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Estados canallas Reseña
Estados canallas


Paidós, Barcelona, 2001
285 páginas

Santa ira (I)

Por

Cortesía de La Revista de Libros.

En realidad, a pesar de sus 270 páginas, el libro de Chomsky sobre los estados canallas es un libro breve. Si, junto a la información aviesamente seleccionada que suministra al lector, hubiera tenido la honradez intelectual de, al menos, resumir los argumentos de los países a los que tan acerbamente critica, el asunto podría haberse ido a una extensión tres o cuatro veces superior. Aunque, bien visto, si no fuera por la repetición a veces textual de párrafos y aun páginas enteras en varios lugares del libro (por ejemplo, las páginas 10-12 reaparecen en 71-73 y en 188-189; las 23-25 en 42-43; las 50-53 en 235-237), a lo mejor habría podido reducirlo sustancialmente, con lo que todos habríamos salido ganando.

¿Qué son los estados canallas? Ante todo, una aleve traducción castellana de la expresión inglesa rogue states. El sustantivo rogue, cuyo primer uso reconocido remonta el diccionario Merriam Webster a 1561, tiene diversos sentidos: vagabundo, merodeador, sinvergüenza, travieso o pillo en el sentido que le daban los traductores mexicanos de los tebeos de Superman. El uso de rogue como adjetivo es más moderno, se remonta a 1872, y califica algo o a alguien como peligroso por estar al margen de un grupo, a manera del toro desmandado o, en general, del cimarrón o «animal que ha huido y se ha hecho salvaje» (María Moliner), es decir, no implica de suyo mala entraña, por lo que claramente tiene poco que ver con la «persona despreciable y de malos procederes» con que el DRAE define al canalla.

Este puntillo de la traductora tiene su aquél. Para el Departamento de Estado americano, un rogue state es el que se aparta de las normas internacionales generalmente observadas, por ejemplo, al amparar el terrorismo. Con un entimema, Chomsky propone que la expresión se aplique, sobre todo, a Estados Unidos y Gran Bretaña, que son, en su opinión, los grandes violadores cósmicos del derecho de gentes y así, albarda sobre albarda, la traducción española convierte a ambos en los estados canallas del título, es decir, en miserables en grado sumo, según la acepción de María Moliner.

¿Por qué son estados canallas, los Estados Unidos y Gran Bretaña? Para Chomsky, ambos, y por ese orden, son conocidos por su afición a abanicarse con las normas de la sociedad internacional cuando las consideran contrarias a sus intereses, lo que suele suceder en numerosas ocasiones. No es ese un modelo deseable de comportamiento en la sociedad internacional. Para Chomsky, tras la segunda guerra mundial se ha constituido un orden mundial muy similar al estado de derecho que rige en los países democráticos. Chomsky no hace grandes precisiones, pero de los escritos reunidos en este libro se deduce que se trata de un conjunto de reglas codificadas en la Carta de las Naciones Unidas y aplicadas por el Tribunal Internacional de Justicia. Es decir, existe una verdadera constitución internacional, con un poder judicial que la sanciona. A menudo, por las analogías que se despliegan, uno imagina que el legislativo está compuesto por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de la ONU y el ejecutivo por su Secretariado General, lo que redondea el modelo.
Los estados que no se quieren cimarrones respetan los mandatos de esa institución global. Por su parte, Estados Unidos no acepta la existencia de ese estado de derecho y considera que la respuesta a un desafío a su poder y prestigio no es una cuestión legal, como lo formulara Dean Acheson en 1963 con ocasión del bloqueo a Cuba y la llamada crisis de los misiles. El libro repasa la disposición americana a no reconocer más juez que su conveniencia y levanta una causa general contra la política internacional de Estados Unidos desde Guatemala, Vietnam y Centroamérica hasta los Balcanes, Colombia, Timor Oriental, Chechenia y varios lugares más.

¿Qué lleva a los americanos —los británicos sólo hacen de malos cuando lo exige el guión— a hacer alarde de tan mala índole? Hay un largo catálogo de motivos sin jerarquizar. Unos son estructurales, como la corporativización de la economía americana y la consagración del principio de que «los poderosos y los privilegiados tienen que poder hacer lo que quieran» (pág. 268), luego sancionado por las decisiones de la OMC. Otros son coyunturales, y entre ellos destaca el fin de la guerra fría, tan añorada por Chomsky, pues «el asalto estadounidense se [ha] vuelto considerablemente más duro desde que la URSS desapareciera de escena» (pág. 10). Al fondo, la inmoderada concupiscencia de poder incontrolado del imperio. En cualquier caso, una consecuencia se impone. Estados Unidos es el primero y principal de los estados canallas porque no respeta el imperio universal de la ley ni está dispuesto a seguir las normas de conducta internacional que no coincidan con sus propios intereses.

Hay asuntos, empero, que no quedan claros en esa formulación. El primero es la pepla de que las instituciones de Naciones Unidas son algo así como un parlamento universal. Naciones Unidas es, sin duda, uno de los grandes logros del proceso de democratización y de globalización jurídica iniciado tras la derrota del Eje. Lamentablemente, dista mucho de ser un verdadero estado universal de derecho. Según el World Forum for Democracy celebrado en junio de 2000 en Varsovia, de los 192 estados soberanos existentes a comienzos del siglo XXI, 120 (58,2% de la población mundial) usan procesos electorales, aunque tan sólo 85 (38%) pueden ser considerados como verdaderas democracias que respetan los derechos básicos y el imperio de la ley. En estas condiciones, considerar a la Asamblea General de la ONU como un parlamento universal democráticamente elegido no pasa de ser un consolador para picapleitos.

Pero es una ficción con compensaciones. Como Estados Unidos se comporta en ocasiones de forma unilateral y a veces contraria a algunas de sus resoluciones, ahí tenemos la prueba del nueve de su falta de respeto por la ley y de sus tendencias al encanallamiento internacional. ¿Pruebas? Véanse los bloqueos a Irak y a Cuba; la intervención armada contra Serbia en 1999; por supuesto, la guerra de Vietnam. La mano negra de los americanos ha dejado sus huellas en casi todos los conflictos recientes y con los tiznajos de sus presuntos o probados desmanes trata Chomsky de frenar cualquier posibilidad de una reflexión más compleja. Por ejemplo, el régimen de Saddam Hussein podría haber evitado la muerte de, según se dice, más de medio millón de niños con sólo haber accedido a las inspecciones requeridas, por cierto, por Naciones Unidas. En el pliego de cargos al bloqueo contra Cuba (11 páginas), el nombre de Castro sólo aparece tres veces, ninguna de ellas para recordar que no se ha sometido a una sola elección desde el 1 de enero de 1959 (cuarenta y tres años, y contando), o que más de un millón de cubanos hubieron de exiliarse, o que el régimen es una dictadura que encarcela y ejecuta a los disidentes internos. En Kosovo, Estados Unidos prefirió destruir «los prometedores avances democráticos dentro de Yugoslavia» (pág. 64).

Ahora bien, si Estados Unidos es el perejil de todas esas salsas, ¿cómo es que las cosas le salen mal tan a menudo? Debe de haber alguna fuerza mayor, algún maleficio, no sé, tal vez un designio divino en su contra, porque la de Vietnam fue una derrota humillante; las sanciones contra el régimen castrista no han conseguido acabar con el dictador; Saddam Hussein ahí sigue, tan terne y jaquetón como solía; Reagan y Clinton salieron respectivamente del Líbano y de Somalia con el rabo entre las piernas. De hecho, hasta la reciente intervención en Afganistán, el temor al sortilegio vietnamita ha pesado enormemente en la política militar americana1, pero no esperen que la visión paranoica de la historia repare en semejantes pequeñeces.

1Para una discusión detallada, véase David Halberstam, War in a Time of Peace. Bush, Clinton, and the Generals, Nueva York, Scribner, 2001.