liberalismo.org
Portada » Reseñas » Novelas » No sin mi libertad

La rebelión del Atlas Reseña
La rebelión del Atlas


Grito Sagrado, Buenos Aires, 2003
1168 páginas

No sin mi libertad

Por

Durante el segundo cuarto del siglo veinte, una emigrante rusa en Estados Unidos veía como a este lado del telón de acero se iban aceptando las premisas del otro lado. Habiendo vivido en primerísima persona y a muy temprana edad los excesos de la Revolución de Octubre, no tenía dudas sobre los horrores que sufriría el mundo si el avance de tales ideas no era detenido. Pero, para su decepción, y a diferencia de la década de 1770, no aparecía por ningún lado aquel grupo de hombres íntegros y valientes capaces de la hazaña de rebelarse y defender la libertad hasta sus últimas consecuencias.

Ella no les esperó. Proyectó en esta obra un mundo comunista al borde de la implosión económica y social. Situó en él a unos hombre capaces de identificar y rebatir cada una de las premisas que habían llevado a la humanidad a tal desgracia. Y les guió a la victoria. Novelando la titánica hazaña de esos héroes futuribles, se convirtió en su más decidida, precoz y monumental vanguardia.

Rand llamó a esta, su obra cumbre, Atlas Shrugged, (Atlas se encogió de hombros). Los traductores españoles, captando plenamente ese espíritu de Reconquista liberal prefirieron el título más combativo "La Rebelión de Atlas".

Hoy, casi cincuenta años después de la primera edición, se han vendido más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo y se ha está trabajando en la grabación de una miniserie con un presupuesto superior a los veinticinco millones de dólares. No es un proyecto nuevo, en su día ya se habló de rodar una película con Clint Eastwood, Robert Redford y Faye Dunaway. Pronto saldrá en Argentina una nueva edición del libro.

En este millar de páginas, Rand comprime toda su cosmovisión. Una forma de entender y amar la vida partiendo de los más fundamentales principios de la lógica aristotélica. A es A. No cerraré los ojos ante la realidad. No me engañaré pretendiendo que puedo prescindir de mi mente. Y, por eso, no voy a abandonar mi mente. Ni voy a apoderarme de la de los demás. Porque si lo hago, si vulnero la independencia de una mente, estaré luchando contra lo único que es capaz de generar prosperidad en este mundo: el hombre. Es por eso que el colectivismo está condenado a generar miseria hasta hundirse en ella. Es por eso que el hombre necesita libertad para vivir. O generas prosperidad con tu propia mente o habrás de enfrentarte a las dolorosas consecuencias de creer que una imaginaria mente colectiva vendrá en tu auxilio. Capitalismo o muerte.

Desde la primera página, el lector se encuentra con un sombrío mundo que se hunde bajo el yugo comunista mientras el capitalismo agoniza en Estados Unidos.

Es una época de planificación social. Constantemente aparecen nuevos programas sociales y nuevas regulaciones. Nuevas ayudas y nuevas restricciones. Nuevas limitaciones a la libertad y nuevos poderes para los burócratas y sus compinches.

Y es una época de crisis económica y social. Por doquier hay negocios que cierran y tiendas que se van quedando vacías. Obreros que pierden su empleo y hombres de negocios que se arruinan. Instalaciones que sufren accidentes y productos que dejan de fabricarse.

Así, los planes no se cumplen; los objetivos no se alcanzan. Se requieren nuevas regulaciones para subsanar cada nuevo problema y el ciclo perverso se realimenta.

La apatía y el desconcierto van haciendo mella en toda la población que, incapaz de enderezar la crisis, se pregunta depresivamente si realmente existe alguien capaz de alcanzar logro alguno. Tanta desazón, tanto sentimiento de futilidad, cristaliza en una expresión popular que, como la decadencia, se extiende a cada rincón: "¿Quién es John Galt?"

¿Es que hubo un John Galt que paró el motor que antaño movía el mundo? O ¿será John Galt el que vuelva a ponerlo en marcha? Tal vez, aventuran otros, John Galt ha castigado al mundo por algún pecado. Pero ¿qué pecado es ese?

En medio de este mundo decrépito, se yergue una mujer extraordinaria que no está dispuesta a dejar que ese motor acabe por pararse definitivamente. Dagny Taggart se crece ante la adversidad para mantener a flote, incluso expandir, una gran compañía ferroviaria. La empuja un entusiasta afán de superación y un no menos vivaz afán de lucro. Pero tendrá que enfrentarse a los problemas de carestía, las trabas burocráticas, las presiones de empresarios y políticos corruptos, y un largo etcétera. Y tendrá que hacerlo prácticamente sola.

Está también el industrial metalúrgico Hank Rearden que, empujado por el mismo afán y aún aquejado de los mismos problemas, logra producir un nuevo metal que podrá revolucionar la industria.

Pero ¿sirven de algo los esfuerzos de Dagny y Hank? Son muchos los empresarios que en los últimos años han tirado la toalla. Los que no han podido hacer frente a tantas y tan cambiantes leyes, a tantas "mordidas" y tantas zancadillas legales.
Y cada nuevo empresario que abandona es un productor menos que ofrece sus productos a los consumidores. Es un proveedor menos y un cliente menos para los productores que quedan. Y es, en definitiva, un apoyo menos para los que siguen empeñados en llevar una vida productiva en ese mundo.

A Dagny le entristecen profundamente estas deserciones, pero eso no es nada comparado con el dolor que le produce la actitud de su viejo amigo Francisco d’Anconia.
Alto, apuesto, inmensamente rico y listo como el que más, Francisco pertenece a una vieja familia argentina de prósperos propietarios de minas. En su juventud, Francisco solía hablar con Dagny de las virtudes del afán de superación y del afán de lucro. Ambos disfrutaban conversando sobre la importancia de construirse un futuro, de forjarse a uno mismo, de sentar la cabeza y crear.

Crear valor.

Entendiendo por valor aquello que hace de la realidad un lugar más propicio a la vida humana. Para ello uno ha de usar la mente. La propia mente, porque no tenemos otra. Y si intentamos substituirla por algún sucedáneo, no será valor lo que crearemos.

Hay, ciertamente, quien desea los productos de mentes ajenas y no está dispuesto a entregar nada a cambio de tal valor. En unos párrafos brillantes, D’Anconia comenta que no fueron tales parásitos los que inventaron el dinero: "El dinero es sólo un instrumento de cambio, que no podría existir si no se produjeran géneros ni hombres capaces de crearlos. El dinero es la forma material de ese principio, según el cual, quienes deseen tratar con otros, han de hacerlo por el comercio, entregando valor por valor. El dinero no es el instrumento de los plañideros, que solicitan productos con lágrimas, ni de los saqueadores que los arrebatan por la fuerza. El dinero es sólo posible gracias a quienes producen." Pero Rand no se limitó a defender el dinero; siguiendo la más pura tradición liberal, ella abogaba por retorno al patrón oro. Como lo hizo, por cierto, su discípulo Alan Greenspan, actual jefe de la Reserva Federal, en un artículo en julio de 1966.

Pero, cuando más le necesita, Dagny encuentra a un Francisco cambiado. Un Francisco que no sólo se deja vencer sin oponer resistencia a las dificultades de esta época lúgubre sino que incluso se presta a ahondar la depresión. Francisco despilfarra sus riquezas y gestiona de la peor forma imaginable cada uno de sus negocios. Y, para colmo, él mantiene que sus convicciones siguen firmes y se atreve a advertir a Dagny: "Revisa tus premisas".

En efecto, manteniendo en funcionamiento ese gran ferrocarril, que es la última gran empresa que queda en pie, Dagny ha tenido que hacer un sinfín de concesiones a los burócratas. Por eso, esa resistencia numantina de Dagny esconde una rendición porque, ciertamente, ella ya no es quien decide el destino de su empresa. Ni el de su vida. Ella ya es sólo un elemento más a las órdenes de los planificadores.

Obrando así no hace más que alimentar a los que la atormentan. Vive para sus opresores. No sólo no está creando valor sino que esta rindiendo munición a sus enemigos porque en su momento ya les entregó las llaves de su armería: aceptó que ellos pensaran por ella.

Este es el pecado que John Galt no perdona. Él no aceptó vivir por los demás ni que nadie lo hiciera por él. Siguiendo sus pasos, los hombres que amaban producir se rebelaron y dejaron de producir valor en ese mundo. Se declararon en huelga, se encogieron de hombros y se retiraron a un remoto valle. Cada uno de ellos se dijo a si mismo que no usaría la vida ni la mente de otros como sucedáneos de las suyas. "Soy el primer hombre que no sufrirá martirio a manos de quienes desean verme perecer por el privilegio de mantenerles en vida. Soy el primer hombre que les ha dicho que no les necesito, y hasta que aprendan a tratar conmigo como comerciantes, dando valor por valor, tendrán que existir sin mí, del mismo modo que yo existiré sin ellos; sólo entonces les haré saber de quién es la necesidad y de quién es la inteligencia, y una vez la supervivencia humana se haya erigido en norma, los términos de quienes serán los que tracen el camino para la supervivencia."

A diferencia de los demás defensores de la libertad, Ayn Rand no estaba dispuesta a hacer la más mínima concesión; no iba a usar ninguna construcción lógica que ella no hubiese contrastado oportunamente. Así que partió de cero y defendió el capitalismo creando todo un nuevo movimiento filosófico enraizado en Aristóteles. En el examen final oral de historia de la filosofía, en otoño de 1921 en Petrogrado, el profesor Lossky le hizo preguntas sobre Platón. Sus respuestas fueron acertadas y obtuvo el Grado Perfecto pero el examinador no pudo evitar comentarle: "no parece estar usted de acuerdo con Platón." Ella admitió que así era. Entonces el profesor le preguntó a qué se debía eso. Y ella respondió convencida: "Mis puntos de vista filosóficos aún no son parte de la historia de la filosofía. Pero lo serán."