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Tensión económica en la Centesimus Annus

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Publicado en Empresa y Humanismo, Vol. II, Nº 2/00, 2000, págs. 473-492.

El humanismo cristiano se expresa de forma articulada en la Doctrina Social de la Iglesia. Mi tesis es que, a pesar de sus indiscutibles avances en el reconocimiento de la libertad de mercado, dicha doctrina, tal como aparece en su versión más renovada en la Centesimus Annus, comparte la tensa ambivalencia del intervencionismo económico más o menos moderado que ha prevalecido durante el siglo XX, porque defiende la libertad pero también justifica su limitación. Este ensayo intentará probar dicha ambigüedad recorriendo con detalle la encíclica que a propósito del centenario de la Rerum Novarum publicó Juan Pablo II en 1991.


Interpretaciones de la Encíclica

No soy creyente, pero me interesan mucho los problemas religiosos y morales, habitualmente mal tratados por el vano relativismo ético que caracteriza nuestro tiempo. He sido y soy un defensor de Juan Pablo II, que me parece un pensador muy fino; no sólo suele atinar en sus juicios morales y políticos sino que también emite en ocasiones mensajes económicos sumamente acertados.1 Conozco también, por mi profesión, la tradición del pensamiento económico católico, que es larga, rica pero también tensa y contradictoria. Incluye indudables elementos de reconocimiento y respeto a la libertad, y en particular a la libertad económica, pero también nociones muy hostiles al mercado, desde que el primer Concilio, el de Nicea, condenó el turpe lucrum ya en el año 325.

En estas condiciones y especialmente tras el colapso visible del comunismo en 1989 era natural que los liberales católicos saludaran a la Centesimus Annus como el comienzo de una fértil jornada que iba a aproximar a los liberales y la Iglesia Católica, tras siglos de mutua incomprensión y recíproco recelo. Sus esfuerzos pueden verse en un interesante volumen (Pham 1998) publicado recientemente sobre la encíclica pero que, a pesar de estar editado por el Vaticano, y de incluir a los más destacados pensadores del catolicismo liberal, no deja de definir nítidamente la tensión entre ambos, reflejada en las opiniones de las autoridades eclesiásticas.

En este volumen, donde se nos recuerda el interés del Papa por conocer las doctrinas económicas (Mejía 1998, págs. 43-4) y donde el reputado católico liberal Michael Novak compara la fecha de publicación de La riqueza de las naciones de Adam Smith y la Revolución Francesa, y nos asegura que: "Mejor que ningún otro papa anterior, Wojtyla percibe que 1776 ofrece a la Iglesia un sendero muy distinto del de 1789" (Novak 1998, pág. 231), el presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz, François-Xavier Nguyen van Thuan, pone las cosas claras: el Papa no es liberal, y lo que aconseja es un "sistema tripartito donde la política democrática y una cultura moral dinámica disciplinan y templan el mercado libre" (Thuan 1998a, pág. x).2 Abordaré más adelante la cuestión "tripartita", pero cabe apuntar que el pensamiento intervencionista moderno parte de esa mezcla de mercado y controles políticos, que ha dado lugar a los graves problemas que conocemos de paro, impuestos, desincentivos de todo tipo y fomento de la irresponsabilidad individual.

Me detendré unos instantes en este hombre, porque me parece admirable, y es cualquier cosa menos un simpatizante de las ideologías anticapitalistas. Cuando los comunistas tomaron Vietnam del Sur en 1975, Nguyen van Thuan fue arrestado y encarcelado hasta 1988; de estos trece años pasó nueve en una celda aislado. Esta víctima del comunismo no quiere aceptar el capitalismo; algo parecido parece sucederle al propio Papa, que también vio los horrores del socialismo "real". Van Thuan empleó la Doctrina Social de la Iglesia para defenderse del comunismo, que la atacaba; nos relata que durante los interrogatorios, la polícía criticaba esa doctrina. El desenlace es que este individuo de extraordinaria dignidad afirma seriamente que el problema de Vietnam es mantenerse al margen tanto del comunismo como del capitalismo: "Mi país estaba (y aún está) frente a un doble peligro: el del comunismo que a pesar de todo sigue bramando, y el del capitalismo y consumismo de Occidente, que amenaza con ahogar a nuestro pueblo" (Thuan 1998b, págs. 4, 7). Él, que había visto al monstruo del comunismo en sus propias entrañas ¿cómo pudo decir eso, cómo pudo plantear una equidistancia entre capitalismo y comunismo, cómo pudo pensar que se trataba de dos males equivalentes?

Otros textos de este volumen recogen también los lugares comunes del intervencionismo, la alabanza de la economía intervenida europea, la crítica al "liberalismo egoísta", los "abusos del mercado" y la necesidad de limitarlo o el poder de la publicidad.3 Pero nada resulta más impresionante que el testimonio de este religioso encarcelado por el comunismo que una vez en libertad habla del "doble peligro" del comunismo y el capitalismo.

Esta distorsión –no le cabe otra definición- de monseñor van Thuan prueba que persiste la brecha que separa a católicos y liberales, aquello que Rafael Termes llama el "malentendido histórico" entre la Doctrina Social de la Iglesia y el espíritu del capitalismo, malentendido porque según Termes "no hay nada en la doctrina social católica que se oponga, desde el punto de vista moral, al sistema capitalista" (Termes 1997, págs. 102, 113). La Iglesia, sin embargo, continúa viendo al liberalismo como hostil o en el mejor de los casos ajeno a la moral, igual que lo ha visto siempre el intervencionismo de izquierdas y derechas. Me pregunto si no sobrevive entre personas religiosas y liberales el dilema de elegir entre la autoridad espiritual y la razón; ha escrito el padre Sirico que esto es algo que los escolásticos tardíos habrían visto como un grave quebrantamiento de las enseñanzas de su maestro Santo Tomás (Sirico 1998, pág. 259). Pero vayamos ahora a lo que Juan Pablo II tiene que decirnos "a todos los hombres de buena voluntad".


La Centesimus Annus

Desde el principio el Papa sostiene que va a recoger pero también a actualizar la visión de la Iglesia sobre un problema que ha sido objeto de numerosas actualizaciones: tras León XIII celebraron también diversos aniversarios de su encíclica Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, es decir, virtualmente todos los pontífices que le sucedieron.

En el capítulo 1, "Rasgos característicos de la Rerum Novarum", se observan los errores en los que cayó León XIII, por su énfasis en los problemas del capitalismo, la pobreza, la explotación y la discriminación, precisamente en el siglo que empezaba a dejarlos atrás. Por desgracia, la Iglesia se apuntó al carro de la demonización del siglo XIX, fantasmagoría que impidió y aún impide la comprensión de la ruptura que significó esa centuria, en términos no sólo de libertades civiles y políticas sino también de una prosperidad económica que por vez primera en la historia alcanzó a grandes masas de la población. En vez de ello, el Papa incluso repite el dogma marxista con las propias palabras de Marx, algo asombroso en un conocido anticomunista, cuando lamenta que "el trabajo se convertía en mercancía, que podía comprarse y venderse libremente en el mercado" (1.4)4. También sigue la prédica socialista al hablar de "la pobreza de la inmensa mayoría" (1.5), que era lo que había regido antes. Ataca la lucha de clases pero la paz que propicia requiere una justicia intervencionista; volveré sobre ello.

Juan Pablo II matiza con acierto opiniones de su predecesor. Los condicionamientos que la encíclica leoniana adjudica a la propiedad privada, por ejemplo, son menos subrayados que su defensa de la misma, que hay que reivindicar hoy "tanto frente a los cambios de los que somos testigos, acaecidos en los sistemas donde imperaba la propiedad colectiva de los medios de producción, como frente a los crecientes fenómenos de pobreza o, más exactamente, a los obstáculos a la propiedad privada, que se dan en tantas partes del mundo, incluidas aquellas donde predominan los sistemas que consideran como punto de apoyo la afirmación del derecho a la propiedad privada"(1.6).

Es un texto notable, porque efectivamente el problema de la pobreza es de falta de propiedad privada, de falta de seguridad en la misma y de posibilidad de su libre aprovechamiento, utilización o intercambio, es decir, la pobreza se debe al intervencionismo que dificulta u obstaculiza la propiedad.

El pontífice expone otros aspectos confusos de la Rerum Novarum, como cuando habla del "salario justo" y rechaza que pueda ser el de mercado, pero indica que ese salario es el de subsistencia y sobre todo que no es justo si ha sido fijado coactivamente; pero la coacción es incompatible con el mercado. Recoge la apuesta de León XIII por la "justicia distributiva", una idea que transformada en "justicia social" ha amparado la masiva invasión por el poder político de la libertad y los bienes de los ciudadanos, y critica tanto al liberalismo como al socialismo. Juan Pablo II observa que su predecesor no dedica una sección especial a criticar al liberalismo y llama la atención que se le reserven críticas "a la hora de afrontar los deberes del Estado", que no debe limitarse a favorecer a una parte de los ciudadanos, los ricos, y descuidar a las mayorías; si lo hace, "viola la justicia, que manda dar a cada uno lo suyo". Esta no es, por supuesto, la justicia distributiva sino la conmutativa, o genuina. Y es muy interesante, porque ¿cómo hace el Estado para dar a cada uno lo suyo? Lógicamente, debe dejar a las personas en paz sin intervenir en sus tratos y contratos, es decir, precisamente lo contrario de lo que hace hoy. Pero el Papa, en lo que se convertirá en la norma de la Centesimus Annus, da una de cal y otra de arena, o más bien una de más libertad y otra de menos. Y a continuación afirma que los pobres son los que "más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular la intervención de la autoridad pública" (1.10).

Tras esta invitación al intervencionismo, el Papa recupera el liberalismo y termina el primer capítulo así: "Si León XIII apela al Estado para poner un remedio justo a la condición de los pobres, lo hace también porque reconoce oportunamente que el Estado tiene la incumbencia de velar por el bien común y cuidar que todas las esferas de la vida social, sin excluir la económica, contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto debido a la justa autonomía dentro de ellas. Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que según el Papa toda solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos" (1.11).

El capítulo 2 analiza las "cosas nuevas" de nuestro tiempo, alude a la caída del Muro de Berlín y rescata a León XIII por haber criticado al socialismo y previsto "los males de una solución que, bajo la apariencia de una inversión de posiciones entre pobres y ricos, en realidad perjudicaba a quienes se proponía ayudar". Es muy buena su crítica al socialismo y a su error antropológico fundamental: "considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social". Defiende la libertad y la propiedad privada, y las organizaciones que montan las personas libremente, la "subjetividad de la sociedad", y se opone al ateísmo pero también al "racionalismo iluminista" (2.13). No acepta los conflictos sociales que no estén limitados "por consideraciones de carácter ético o jurídico" (2.14).

Aspira a un equívoco equilibrio entre lo bueno del mercado y lo pretendidamente bueno del Estado, porque afirma que al Estado le corresponde determinar el marco institucional "y salvaguardar así las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud" (2.14). Esta es una de las grandes falacias con que ha crecido el intervencionismo: la idea de que el Estado debe recortar la libertad y los bienes de los ciudadanos para lograr igualarlos. El Papa apoya un amplio abanico de tareas para el poder político, como el seguro de paro y la formación profesional para que el Estado pueda "defender al trabajador contra el íncubo del desempleo" (2.15). Este argumento ignora las causas del paro, que no es un fruto demoníaco sino político, debido a mecanismos que el Papa parece no comprender, puesto que ve al Estado como solución, no como problema. De ahí que no le parezca preocupante pedir en aras del principio de la solidaridad "algunos límites a la autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo"(2.15).

A este lenguaje impreciso le sigue otra imprecisión fundamental que es la identificación del mercado con el egoísmo: "la libertad se transforma en amor propio, con desprecio de Dios y del prójimo; amor que conduce al afianzamiento ilimitado del propio interés y que no se deja limitar por ninguna obligación de justicia" (2.17). Es importante destacar que el intervencionismo ha sido fomentado a través de estas argumentaciones de carácter ético y paternalista: como los hombres son egoístas y sólo se fijan en su propio interés, es mejor que las autoridades les quiten su dinero y lo administren en bien de la sociedad.

El paralelismo de las ideas del Papa con el credo socialdemócrata reluce hacia el final del capítulo: rechaza las dictaduras que se oponen al marxismo y que destruyen la libertad, una clara referencia a Iberoamérica al mencionar la doctrina de la seguridad nacional, pero también la sociedad de bienestar o de consumo, que "tiende a derrotar al marxismo en el terreno del puro materialismo" sin moral y sin derecho y sin religión, y que "coincide con el marxismo en el reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales" (2.19).

Su apoyo al consenso democristiano-socialista-conservador que edificó el Welfare State europeo no puede ser más claro: "una sociedad democrática inspirada en la justicia social, que priva al comunismo de su potencial revolucionario, constituido por muchedumbres explotadas y oprimidas. Estas iniciativas tratan, en general, de mantener los mecanismos de libre mercado, asegurando, mediante la estabilidad monetaria y la seguridad de las relaciones sociales, las condiciones para un crecimiento económico estable y sano, dentro del cual los hombres, gracias a su trabajo, puedan construirse un futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo tiempo, tratan de evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra. Una cierta abundancia de ofertas de trabajo, un sólido sistema de seguridad social y de capacitación profesional, la libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato, la previsión social en caso de desempleo, los instrumentos de participación democrática en la vida social, dentro de este contexto deberían preservar el trabajo de la condición de ‘mercancía’ y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente" (2.19).

Es interesante apuntar que a estas alturas el Papa no se haya referido a algunas consecuencias problemáticas del intervencionismo en campos económicos, como la subida de los impuestos, e incluso morales, como la irresponsabilidad.

El capítulo 3 se titula "El año 1989". En su reivindicación del papel de la Iglesia en la caída del comunismo sin violencia escribe el pontífice unas líneas coherentemente liberales: "Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o incluso eliminando el ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el resultado es la desorganización y la decadencia progresiva de la vida social…donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad" (3.25).

Se aparta nítidamente de la teología de la liberación censurando a los creyentes que buscaron "un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo. El tiempo presente, a la vez que ha superado todo lo que había de caduco en estos intentos, lleva a reafirmar la positividad de una auténtica teología de la liberación humana integral" (3.26), y reconoce la moral del mercado al ponderar las "virtudes relacionadas con el sector de la economía, como la veracidad, la fiabilidad, la laboriosidad" (3.27). No obstante, solicita ayudas para el desarrollo y otras consignas caras al socialismo.

El extenso capítulo 4, "La propiedad privada y el destino universal de los bienes", refleja el eclecticismo de la Doctrina Social de la Iglesia, que el Papa hace explícito al hablar de una "doble afirmación: la necesidad y por tanto la licitud de la propiedad privada, y así como los límites que pesan sobre ella" (4.30). Con esta ambivalencia se difumina la cuestión central del Estado de derecho: los límites del poder.

Es muy interesante su reconocimiento de la división del trabajo: "Hoy más que nunca trabajar es trabajar con otros y trabajar para otros: es hacer algo para alguien" (4.31). También alude al justo precio como al "establecido de común acuerdo después de una libre negociación" (4.32), lo que se inscribe coherentemente en el extenso debate que recoge la historiografía del pensamiento económico. Y vuelve a subrayar las "importantes virtudes" económicas como la diligencia, la laboriosidad y la prudencia, y enlaza la economía de empresa y la libertad de la persona. Pero acto seguido apunta "los riesgos y los problemas" relacionados con la empresa y habla de los pobres que "aunque no explotados propiamente, son marginados ampliamente" (4.33). La presunta lucha contra la marginación y la exclusión es uno de los pretextos para la ampliación del poder político a expensas de las libertades ciudadanas.

Repite el error de hablar de los momentos oscuros de la industrialización (como si la historia no industrial previa hubiese sido brillante) y de la "explotación inhumana" en unas líneas que podría firmar cualquier comunista: "A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia" (4.33). Estas son las ideas que han justificado el crecimiento estatal.

El Papa respalda la integración de los mercados mundiales y rechaza el proteccionismo; habla del mercado libre como instrumento "más eficaz" pero a continuación aclara: "Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son ‘solventables’, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son ‘vendibles’, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas" (4.34).

Aunque la excusa de que algunas cosas no se pueden comprar y vender sólo ha servido para que sea el poder político el que las compre y las venda, aquí cabría argumentar que el pontífice se está refiriendo a la garantía de los mínimos de subsistencia; no es así, porque alude específicamente a la seguridad social, los salarios "suficientes", y la "adecuada tutela". No hay límite para el Estado del Bienestar que se puede construir con estos mimbres, como se vio en Europa.

Se aparta del "predominio absoluto del capital", pero la alternativa no es el socialismo sino "una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación". ¿Apunta el Papa a una sociedad liberal? Su objetivo parece ser la socialdemocracia, y ningún socialista podría resumirlo mejor que el propio Juan Pablo II: "Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad" (4.35).

Las distorsiones y lugares comunes continúan. Condena el Papa la deuda exterior y el consumismo, y pone como ejemplo a la droga (4.36), interesante ilustración de cómo interpreta la Iglesia el fenómeno del consumo: una suerte de irracionalidad. Las doctrinas intervencionistas se apoyan en esa misma idea: como la gente no sabe elegir, alguien deberá elegir por ella. No podía faltar la mención a la ecología y su relación con la torpeza de las personas y su "consumo de manera excesiva y desordenada" (4.37).

Más tópicos antiliberales: "La economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios" (4.39).

En vez de pensar en cómo el intervencionismo ha relativizado la moral, y en cómo el liberalismo la ha defendido siempre, el pontífice se alinea con el discurso intervencionista, que alega que como los ciudadanos se ofuscan por la economía, entonces la salida es arrebatarles la libertad. El Papa carga de misiones al poder político: "Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado. Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes colectivos". Y condena la "’idolatría’ del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías" (4.40).

Todo este lenguaje es característico del intervencionismo, incluso del más extremo. Pero Juan Pablo II da un nuevo viraje al preguntarse si la caída del comunismo comporta el triunfo del capitalismo. Esta es su notable contestación, que ha alborozado con toda lógica al catolicismo liberal: "La respuesta es obviamente compleja. Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía de mercado’ o simplemente de ‘economía libre’. Pero si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa" (4.42).

Es una declaración liberal impecable, aunque es menester subrayar que no hay liberalismo que sea sólo económico y que no esté encuadrado en un contexto institucional al servicio de la libertad del hombre y su moral. Pero el Papa parece arrepentirse de esta concesión y en el mismo apartado, aunque reitera que el marxismo ha fracasado, vuelve a referirse a que "ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral" y a criticar "una ideología radical de tipo capitalista, que…confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas del mercado".

Tras lo visto hasta aquí, lo más asombroso de Centesimus Annus es esta conclusión del Papa: "La Iglesia no tiene modelos para proponer" (4.43).

Y lo afirma pocas líneas antes de defender al mercado y la empresa pero añadiendo que "éstos han de estar orientados hacia el bien común". Tal ha sido la norma del intervencionismo, pero el liberalismo postula que el mercado y la empresa en libertad ya están orientados al bien común y no necesitan ningún conductor que los dirija a esa meta. Algunos pensadores católicos liberales, en la línea ya comentada de monseñor van Thuan, siguen a Michael Novak y conciben un sistema tripartito: económico-político-cultural. De este modo, intentan presentar al liberalismo como un esquema primordialmente económico y material, capaz de funcionar en entornos políticos y ético-culturales muy diferentes, y que requiere ser complementado con libertades políticas y criterios morales; Rafael Termes aporta un buen análisis en este sentido (Termes 1992, cap. VI, especialmente págs. 172-81). El padre Sirico, al comentar la referencia del Papa al capitalismo "radical", que acabamos de citar, también cree que lo que está haciendo Juan Pablo II es criticar a los que sostienen que el mercado posee una ética (Sirico 1998, pág. 258).

Comprendo que esta argumentación sea atractiva para los católicos, porque parte de negar al liberalismo la ética, precisamente aquello en lo que la religión ostenta evidentes ventajas comparativas. Pero se trata de una interpretación quizá algo forzada, puesto que el mercado no es un artefacto, y es peligroso razonar como si lo fuera. La idea de que para casar las dos cosas, religión y mercado, es necesario que el mercado sea axiológicamente neutral, con lo que basta con inyectarle la religión para completarlo, acarrea el riesgo de ver al mercado sólo como un instrumento, y este es el argumento intervencionista: como el mercado no lo es todo y además es un instrumento, cabe desmontarlo y dirigirlo en aras del interés general. Sin negar que no es lo mismo el mercado que la moral, los seres humanos concurrimos a los mercados con nuestra moral y con ella lo influimos. Hay mercados de biblias y mercados de asesinatos, pero sólo un reduccionismo extremo sostendría que, como ambos son mercados, como ambos comportan compromisos y transacciones, no median entre ellos diferencias apreciables porque apenas reflejan el funcionamiento de un mecanismo puramente técnico.

El capítulo cuarto de la encíclica termina así: "La propiedad de los medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres. La obligación de ganar el pan con el sudor de la frente supone, al mismo tiempo, un derecho. Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. Así como la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos" (4.43). El pontífice aprovisiona a la vez a liberales e intervencionistas.

El capítulo 5, "Estado y cultura", empieza con la defensa por León XIII de la división de poderes, "lo cual constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia", y del Estado de derecho, donde mandan las leyes y no los hombres (5.44). Censura al totalitarismo y destaca el papel de la Iglesia en el combate contra él, una Iglesia que ampara al hombre y la familia y "diversas organizaciones sociales y las naciones, realidades todas que gozan de un propio ámbito de autonomía y soberanía" (5.45). Apoya la democracia y la participación de los ciudadanos pero no "la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado" (5.46). Reivindica la ética frente al relativismo: "Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". Se aparta del fundamentalismo, "la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica", y repite que la Iglesia "no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional" (5.46).

Aquí aborda directamente el papel del Estado en la economía. Asevera con razón que la economía necesita un marco institucional que garantice la libertad, y la estabilidad monetaria y la seguridad.

En el apartado número 48 aparecen varias muestras de eclecticismo. El Estado, asegura el pontífice, vigila los derechos humanos en el sector económico, "pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad. El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de todos los ciudadanos sin estructurar rígidamente toda la vida económica y sofocar la libre iniciativa de los individuos".

De inmediato, el Papa cambia de rumbo: "lo cual, sin embargo, no significa que el Estado no tenga ninguna competencia en este ámbito, como han afirmado quienes propugnan la ausencia de reglas en la esfera económica".

Esta caricatura del liberalismo es inaceptable, porque el liberalismo no propugna la ausencia de reglas. El esfuerzo de quienes han buscado incompatibilizar al Adam Smith moralista y al Adam Smith economista es fundamentalmente vano (Rodríguez Braun 1997, págs. 20-3; Termes 1992, págs. 111-32). Es cierto que algunos liberales han sido antirreligiosos y han fomentado el citado "malentendido" del que habla Rafael Termes, pero la alternativa a esa posición no puede pasar con un retrato descontextualizado de un liberalismo que en realidad ha defendido simultáneamente el mercado, la justicia y la moral desde Smith hasta Hayek.

Asimismo, la imagen del liberalismo como anárquico ha servido para apuntalar el intervencionismo, igual que otras ideas que el Papa expone: "el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis".

También recomienda intervenir para evitar el monopolio, pero además "ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas, demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido", intervenciones que "en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente…para no ampliar excesivamente el ámbito de la intervención estatal". Otra vez, una cosa y la contraria.

Sólo en este punto admite el Papa que ha habido "excesos y abusos" en el Estado del bienestar, pero la solución es el principio de subsidiariedad: "una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias", y a continuación un nuevo zigzag, "sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común". Esta segunda mitad de la oración puede justificar una vasta intervención política.

Más cambios. El Papa critica el intervencionismo: "Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos".

Esto es lo más cercano que hay en la encíclica a una protesta por el incremento de los impuestos, palabra que el Papa no utiliza, y está por ello detrás de León XIII, que sí habló de la "tributación excesiva" en la Rerum Novarum.5 Pero a continuación pide más Estado: "promover iniciativas políticas no sólo a favor de la familia, sino también políticas sociales que tengan como objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la atención de los ancianos" (4.49).

Parece apuntarse el Papa, a pesar de haberla negado en el apartado número 41 de la Sollicitudo rei socialis, de 1987, a la tercera vía: "El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los polos del Estado y del mercado". El error, que se repite en varias oportunidades, estriba en que no se trata de extremos igualmente nocivos, de los que haya que mantenerse equidistante. La idea de que lo mejor es un equilibrio entre la libertad y la coacción no sólo es errónea sino que abre la puerta a una expansión del poder político de difícil delimitación, sobre todo cuando se juega con ideas reduccionistas como que el hombre es sólo productor y consumidor de mercancías, o condenando el economicismo que tantas justificaciones ha prodigado para el intervencionismo. No falta una mención a la cooperación para el desarrollo, otra excusa para la expansión estatal: "así como a nivel interno es posible y obligado construir una economía social que oriente el funcionamiento del mercado hacia el bien común, del mismo modo son necesarias también intervenciones adecuadas a nivel internacional" (4.52).

En el capítulo final, el sexto, "El hombre es el camino de la Iglesia", sostiene Juan Pablo II que el valor de las encíclicas sociales deriva de que son documentos del magisterio, insertados en la misión evangelizadora de la Iglesia. "Solamente bajo esta perspectiva" (6.54) se ocupa la Iglesia de lo demás, lo que es cómodo pero cuestionable. No se trata, por supuesto, de caer en lo que Gabriel Zanotti llama "neosaduceísmo de derechas…[que] pretende que en lo temporal haya una única y sola solución específica, derivada directamente de los datos teológicos" (Zanotti 1988, pág. 17). Es clara y correcta la actitud de la Iglesia al reivindicar competencia específica en lo religioso y no en lo temporal, pero eso no quita para que sus mensajes temporales tengan un contenido confuso ni para que estén abiertos a la crítica. No acierta, pues, Rafael Termes, al subrayar como hemos visto que nada se opone en el Magisterio de la Iglesa al liberalimo económico. Son numerosas las opiniones de dicho Magisterio que se oponen, matizan o condicionan la doctrina liberal. El hecho de que estas opiniones acompañen a otras manifestaciones que propician un nítido liberalismo no puede ser sólo saludado como signo de finura intelectual, sino también lamentado como muestra de un pensamiento, en este único aspecto, incoherente.6

Un ejemplo de esta tensa contradicción, como espero haber demostrado, es la propia Centesimus Annus y lo que sostiene el pontífice a continuación. Alega que tras el derrumbe del comunismo "los países occidentales corren el peligro de ver en esa caída la victoria universal del propio sistema económico, y por ello no se preocupen de introducir en él los debidos cambios" (6.56). No hay elementos suficientes en esta encíclica, y probablemente en ninguna otra, para calibrar esos peligros ni para ponderar esos cambios "debidos", menos aún cuando repite el papa que "cada día se hace más grave" el problema de la pobreza y el subdesarrollo, lo que es discutible.

El Papa pide un cambio de valores a todos, sin percibir hasta qué punto él puede haber contribuido a distorsionarlos, por ejemplo con declaraciones que vinculan a la pobreza mundial con el hecho de que "se siente cada día más la necesidad de que a esta creciente internacionalización de la economía correspondan adecuados órganos internacionales de control" (6.58), que es lo que piden los intervencionistas de izquierda y derecha, que también coinciden en el rechazo al liberalismo como si fuera un extremo nocivo del que hay que mantenerse apartado.

El Papa procura definir otra vez una Iglesia no programática: "Para la Iglesia el mensaje social del evangelio no debe considerarse como una teoría, sino por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción". Pero no es razonable postular que la doctrina de la Iglesia pretende impulsar exclusivamente la acción y no la intelección.

Quizá reconociendo las contradicciones que afectan a su texto y que he intentado poner de relieve en estas páginas, Juan Pablo II termina Centesimus Annus con esta reveladora declaración: "Hoy más que nunca la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna" (6.57).

Y así es, en efecto. Ninguna desconexión lógica, ninguna tensión económica empañará jamás la ejemplar, extraordinaria y abnegada labor de la Iglesia católica en pro de los desfavorecidos y de toda la humanidad. Pero ello no es óbice para reconocer, primero, que la Iglesia está defendiendo (entre otras) una teoría, y segundo, que es una teoría equivocada.

Bibliografía

Beltrán, Lucas (1986), Cristianismo y economía de mercado, Unión Editorial, Madrid.
Juan Pablo II (1991), Centesimus Annus. La problemática social hoy, Ediciones Paulinas, Madrid.
Matte Larraín, Eliodoro ed. (1988), Cristianismo, sociedad libre y opción por los pobres, Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile.
Mejía, Jorge (1998), "Aspects of the preparation and reception of Centesimus Annus", en Pham, op.cit.
Novak, Michael (1998), "Six years after Centesimus Annus: what remains to be done?", en Pham, op.cit.
Palladino, Giovanni (1998), "Centesimus Annus: the reception in the industrial community", en Pham, op.cit.
Pham, John-Peter ed. (1998), Centesimus Annus. Assessment and perspectives for the future of catholic social doctrine, Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano.
Rodríguez Braun, Carlos (1997), "Estudio preliminar", Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, Madrid.
Rodríguez Braun, Carlos (1999), A pesar del Gobierno, Unión Editorial, Madrid.
Sirico, Robert A. (1998), "Toward a new liberty", en Pham, op.cit.
Termes, Rafael (1992), Antropología del capitalismo. Un debate abierto, Plaza & Janés/Cambio 16, Barcelona.
Termes, Rafael (1997), Desde la libertad, Ediciones Eilea, Madrid.
Thuan, François-Xavier Nguyen van (1998a), "Preface", en Pham, op.cit.
Thuan, François-Xavier Nguyen van (1998b), "Historical and pastoral aspects of the encyclical Centesimus Annus", en Pham, op.cit.
Zanotti, Gabriel (1988), "La temporalización de la fe. Un estudio sobre el neosaduceísmo contemporáneo", en Matte Larraín, op.cit.


NOTAS

Agradezco la ayuda y los comentarios de Isabel Gómez-Acebo y Rafael Termes, con quienes comparto siempre amistad pero no siempre ideas. Por eso, los errores que contienen estas páginas no derivan de sus consejos sino de mi contumacia.

1Pueden verse las páginas que dedico al pontífice en Rodríguez Braun 1999.
2Thuan 1998a, pág. xi, también alude a las "desigualdades sociales y económicas intolerables", habitual excusa del intervencionismo para recortar las libertades.
3Véanse en Pham, op.cit., las págs. 15, 18, 38, 89, 91, 119, 126, que rezuman intervencionismo. Son destacables, desde la otra perspectiva, los textos de Novak, D.Antiseri, J.Roback Morse y muy especialmente el de George Gilder.
4Las cifras entre paréntesis corresponden a los capítulos y números de la encíclica, Juan Pablo II 1991.
5Y lo hizo cuando sólo el 2 por ciento de la población pagaba impuestos directos, Palladino 1998, pág. 35.
6En correspondencia privada, Rafael Termes me recuerda una frase que ambos escuchamos más de una vez en boca de nuestro querido amigo común, Lucas Beltrán: "moriré católico penitente y liberal impenitente". Está claro que el pensamiento de Lucas apuntaba a convencer a los católicos de que, precisamente como católicos, deben preferir el modelo de economía de mercado, porque es el mejor sistema para el bienestar y la libertad de los hombres (véase, por ejemplo, Beltrán 1986). Con todo, y arrimando el ascua a mi sardina intelectual y a mi tesis de la "tensión", no puedo evitar subrayar una palabra notable en esa frase de Lucas Beltrán, la palabra "impenitente", a saber: "que se obstina en el pecado".