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La caverna Reseña
La caverna


Alfaguara, Madrid, 2000
456 páginas

Saramago y la economía

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La política es un ámbito donde el célebre José Saramago ha sido incuestionablemente fértil. Notemos tan sólo la simultaneidad entre su habitual lagrimeo sobre la penosa situación de los derechos humanos en el mundo y su entusiasta respaldo al régimen de Fidel Castro. Quienes no compartimos el pensamiento único hemos podido reflexionar gracias al portugués sobre la ofuscación e hipocresía de intelectuales, políticos, periodistas y numerosas instituciones, incluida, claro está, la misma Academia Sueca que con universal beneplácito le negó el Premio Nobel a Borges ¡porque había apoyado dictaduras!
 
Pero la fecundidad de Saramago trasciende la política. El economista abajo firmante, tras leer La caverna, otro espectacular éxito editorial de este afligido autor, está en condiciones de afirmar que la pluma de Saramago también es generosa a la hora de iluminar el pensamiento económico.
 
Desde sus primeras páginas, el gran escritor resume la sociedad capitalista: no es como la conocemos, es decir, más democrática, justa, libre, tolerante, abierta, limpia y próspera que la sociedad no capitalista; al contrario, todo es destrucción, contaminación, pobreza y marginación. Hasta los apellidos de los protagonistas, como se ocupa de aclarar la primera página, presagian desastre y explotación.
 
El argumento gira en torno de un alfarero: tiene un solo cliente que no lo autoriza a vender a nadie más y para colmo deja de comprar su mercancía, lo que es un curioso arreglo, digamos, una exageración anticapitalista innecesaria, salvo que el autor esté decidido de antemano a arruinar al alfarero, sin plantearse la posibilidad de que haga lo que hace todo el mundo cuando las cosas van mal: adaptarse, mejorar los bienes o servicios que ofrece, abaratar los precios, cambiar de oficio, de clientes, de residencia.
 
 
El ogro del capitalismo
 
Se sabe que "nadie quiere ser alfarero", pero nadie hace nada, porque un sistema despótico lo impide. Aparece otra vieja idea predatoria de los enemigos del mercado: la liquidación de las empresas pequeñas por las grandes. Si este vetusto camelo fuera sólo aproximadamente cierto, las empresas pequeñas y medianas ya habrían desaparecido, pero Saramago no permite que la realidad entorpezca su ficción: para él la economía es básicamente pérdida de unos y ganancia de otros, no puede haber lo que en realidad hay, es decir, transacciones libres con posibles beneficios para todos.
 
El símbolo del mal en esta novela es un centro comercial, ogro que representa los topicazos del antiliberalismo. Así, "son los gustos del centro los que determinan los gustos de la gente". Esta bobada no sólo es una falsedad patente, sino también terrible: en efecto, la insistencia de los antiliberales en que las personas no tienen libertad en el capitalismo prepara el terreno para aceptar y ensalzar cualquier expansión del poder político sobre los derechos humanos.
 
Otra patraña predilecta del pensamiento único es el odio a la propiedad privada. También aquí. El alfarero conjetura que el perro no diría "esto es mío... palabras brutalmente posesivas", y que lo mejor es decir "esto es nuestro". La condena a la propiedad privada es tan infundada como antigua: de remotos orígenes, llega hasta el socialismo, pero pasando antes por mil recodos, desde la patrística hasta el Quijote. En realidad, la propiedad es garantía de la libertad, como pudieron comprobar en sus carnes los súbditos de todos los regímenes que no respetaron la propiedad privada. Por cierto, Saramago yerra también en su ejemplo: los perros son brutalmente posesivos, mucho más que los seres humanos, y la prueba ya la encontró Adam Smith en el siglo XVIII, cuando observó que sólo los humanos comerciamos, mientras que jamás se ha visto a perros intercambiando huesos.
 
Saramago, pretendiendo enseñarnos el comercio, nos enseña otra cosa, porque viola precisamente la base del comercio, que es la ganancia mutua; para él, en cambio, toda la economía "es un juego desigual, en el que los triunfos han caído todos en el mismo lado". Cuando describe el centro comercial es cuando alcanza sus cotas más ridículas. Todo en el centro es opresión, no hay ninguna alternativa para las personas, que están dominadas y manipuladas a placer por un centro que con descaro cuelga carteles que rezan, por ejemplo: "Venderíamos todo cuanto usted necesitara si no prefiriésemos que usted necesitase lo que tenemos para venderle". Otra vez, el habitual desdén de los antiliberales hacia la gente corriente, que es según ellos básicamente idiota.
 
Don José Saramago ha conseguido el aplauso incluso de los capitalistas, pero siempre que, como diría Smith, "conspiren contra el público con precios altos", como sucede con algunos lobbies de comerciantes no competitivos, felices de poder disfrazarse de víctimas de los temibles centros comerciales, cuando en realidad sólo lo son de su propia incompetencia, que pretenden que pague el pueblo. Y es el afamado intelectual ampliamente idolatrado por los medios de comunicación, que lo bautizan como "referente social" o "luchador", saludan su "compromiso", veneran su melancolía y pasan por alto sus errores y contradicciones. Añadamos a los plácemes, pues, que también pueden sus enormes ideas aleccionar política y económicamente a quienes amamos la libertad.