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Imágenes de un futuro socialista

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Traducido por Mariano Bas Uribe

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VI. Asignación del trabajo

Repentinamente, la unión de Franz y Agnes se ha aplazado indefinidamente. Hoy la policía ha distribuido las órdenes relativas a la ocupación de la gente, órdenes que se han basado en parte en la inscripción previa y en parte en el plan del Gobierno para regular la producción y el consumo.

Es verdad que Franz continúa siendo linotipista, pero, desafortunadamente, no puede permanecer en Berlín, puesto que le envían a Leipzig. Berlín no requiere ahora la doceava parte de los linotipistas que antes empleaba. No se admiten en el Adelante nada más que socialistas de absoluta confianza. Y Franz, por unas imprudentes expresiones en la Plaza del Palacio acerca del desafortunado asunto de los bancos, levanta ciertas sospechas. Franz también sospecha que la política tiene algo que ver con la asignación de trabajos y dice, por ejemplo, que en Berlín las Juventudes se han disuelto completamente como partido. Uno de ellos tuvo que ir como empapelador a Inowrazlaw porque allí había escasez de empapeladores, mientras que en Berlín sobran. Franz casi perdió los papeles y dijo que le parecía que la vieja ley de expatriaciones contra los socialistas había revivido. Bueno, debemos perdonar cierta rabia en un joven prometido que se ve repentinamente separado de la mujer que ama por un tiempo.

Traté de tranquilizar un poco a Franz remarcando que en la casa de al lado un matrimonio se había tenido que separar por culpa de esta ley. La esposa iba a Oppeln para trabajar de niñera, el marido a Magdeburgo como contable. Esto soliviantó a mi esposa, que quiso saber cómo podía alguien atreverse a separar a marido y mujer. Era algo infame y cosas así. Presa de su buen corazón, olvidó completamente que en nuestra nueva comunidad el matrimonio es una relación puramente privada, como explicaba lúcidamente Bebel en su libro sobre la mujer. El vínculo matrimonial podía, en cualquier momento y sin la intervención de ninguna autoridad, crearse y disolverse. El gobierno, por tanto, no está en disposición de conocer quién está casado y quién no. En los registros civiles que tendríamos a partir de ahora, como lógicamente cabía esperar, de cada persona constaría su nombre y el apellido de soltera de su madre. En una organización de producción y consumo bien planteada, la vida en común de parejas casadas evidentemente sólo puede llevarse a cabo cuando el volumen de ocupación permita esa posibilidad, no al contrario. No podría funcionar hacer que la organización del trabajo dependa de alguna forma de una relación privada que podría disolverse en cualquier momento.

Mi esposa me recordó que, puesto que en otros tiempos ante nombramientos que no resultaban muy aceptables por los designados, a veces se anulaban o se realizaban cambios, podríamos hacer un esfuerzo para buscar cómo conseguir que Franz volviera a Berlín.

Me acordé de que un viejo amigo y camarada, a quien conocí durante mi prisión en Ploezensee, bajo la ley contra los socialistas, tenía ahora una posición influyente en la Comisión para la Organización del Trabajo. Pero al dirigirme allí, encontré este departamento del ayuntamiento asediado por cientos de personas que habían acudido con intenciones similares y no pude conseguir entrar en la oficina. Afortunadamente me encontré en el corredor con otro camarada que estaba en la misma Comisión. Le dije cuánto lo sentíamos, pero me recomendó que dejara crecer la hierba sobre la participación de Franz en el tumulto enfrente del palacio, antes de solicitar su traslado de vuelta a Berlín.

Aproveché la oportunidad para protestar porque aunque mi elección como encuadernador se había confirmado, ya no era maestro encuadernador como antes, sino sólo un operario. Pero me dijo que no había posibilidad alguna de que me ayudara en esto. Parece que, como consecuencia del sistema de producir todo a gran escala, la demanda de maestros era mucho menor de lo que lo había sido nunca.  Continuó diciéndome que, como consecuencia de un gran error que habían descubierto en las cuentas, iba a haber una votación para habilitar 500 puestos de controlador y me recomendó que solicitara uno de esos puestos o que intentara obtener un cargo como cobrador público. Voy a seguir su consejo.

Los deseos de mi mujer se habían cumplido en parte puesto que se aceptaron sus servicios como celadora en una de las Casas de Niños. Pero, por desgracia, no se le asignó a aquélla en la que estará nuestra hija menor. Dijeron que, por principio, las mujeres sólo recibirían asignaciones como niñeras y celadoras en aquellas casas donde no estén alojados sus propios hijos. Mediante esta medida se pretende prevenir que se muestre cualquier preferencia a sus propios hijos, y que otras madres pudieran sentirse celosas por ello. Esto parece en verdad muy justo, pero Paula no pudo evitar sentir lo duro que resultaba. Es lo que pasa con las mujeres, que se inclinan más por sus propios deseos que por las razones de estado.

Agnes ha dejado de ser sombrerera, pero ha obtenido una asignación como costurera. Ya no va a haber una gran demanda de tocados finos o baratijas de cualquier tipo. Todo lo que oído apunta a que el nuevo planteamiento de oferta se dirige únicamente a la producción de todos los artículos en masse. De ello se deduce, como es evidente, que habrá una demanda muy limitada de trabajos especializados, de gusto o de cualquier cosa que se asemeje a algo artístico en el comercio. Pero a Agnes le da todo lo mismo y dice que lo importa lo que hagan con ella si no puede compartir su destino con Franz. Olvidan, como les dije, que incluso la misma Providencia tampoco ofrece siempre la felicidad. “Entonces deberían haber dejado a cada uno que cuide de sí mismo”, interrumpió Franz, “nunca nos hubiera ido tal mal bajo el antiguo régimen”.

Para tranquilizarles un poco, les leí un artículo del Adelante, que aparecía en forma de tabla y que relacionaba las elecciones de empleo que había realizado la gente con los trabajos que les habían asignado. Se había apuntado más gente como guardabosques que liebres había en cuarenta millas alrededor de Berlín. A partir de las solicitudes recibidas, el Gobierno no tendría problemas para colocar un portero en cada puerta de Berlín, cada árbol podría tener su jardinero, cada caballo su mozo de cuadra. Hay registradas muchas más niñeras que pinches de cocina, más cocheros que mozos de establo. El número de mujeres jóvenes que han puesto su nombre como camareras o cantantes es muy considerable, pero esta sobreabundancia se compensa con la escasez de aquéllas que desean ser enfermeras. No faltan vendedores y vendedoras. Lo mismo puede decirse de inspectores, gestores, supervisores y similares, tampoco hay escasez de acróbatas. Las categorías de las labores más duras como pavimentadores, fogoneros y fundidores son más escasas. Aquéllos que han manifestado el deseo de ser poceros es, numéricamente, un grupo muy pequeño.

Bajo estas circunstancias ¿qué debe hacer el Gobierno para hacer que su plan de organización de la producción y el consumo tenga algo de armonía con lo que ha solicitado la gente? ¿Debe el Gobierno establecer un nivel más bajo de salarios para aquellas labores que estén sobresaturadas y uno más alto para aquellos trabajos que no sean tan codiciados? Eso sería una subversión de los principios fundamentales del Socialismo. Todo tipo de trabajo que sea útil a la sociedad (nos enseñaba siempre Bebel) debe resultar de igual valor a los ojos de la comunidad. El recibir salarios desiguales pronto favorecería desigualdades en los estilos de vida y podría permitir ahorrar a los mejor pagados. Por este medio, e indirectamente, pasando el tiempo podría aparecer una clase capitalista, lo que abocaría al desorden a todo el sistema socialista de producción. El Gobierno estaba considerando la sugerencia de realizar una compensación de la dificultad fijando jornadas de trabajo de distinta duración. La objeción a esto era que inevitablemente habría que ejercer cierta violencia en la natural y necesaria dependencia de varias ocupaciones entre sí. Aquello de la oferta y la demanda, que jugaba un papel tan importante bajo el antiguo reinado del capital no iba a tolerarse que volviera a aparecer de nuevo.

El Gobierno se reserva el derecho a obligar a los criminales a realizar los trabajos más desagradables. Además ha adoptado el consejo que Bebel solía dar: permitir más variedades de trabajo a cada individuo. Quizá a lo largo del tiempo podamos ver a los mismos trabajadores, durante distintas horas del mismo día realizando las más diversas labores.

En este momento no parece haber plan más factible que una lotería. Las solicitudes para cada profesión se dejarán aparte y de estas solicitudes, las asignaciones requeridas para cada tipo de profesión por el plan de organización del Gobierno se establecerán mediante un simple sorteo. Aquéllos que no obtengan puesto en la primera lotería se sortearán de nuevo una y otra vez hasta que obtengan uno y de esta manera las vacantes se ocuparán en aquellas profesiones en las que haya habido escasez de solicitantes. Entiendo que de esta manera se ha asignado a mucha buena gente un tipo de trabajo que no les satisface en absoluto.

Franz dice que había visto rifas de caballos, rifas de perros y rifas de todo tipo, pero que ésta era la primera vez que había visto una rifa de hombres. Dice que incluso al principio el Gobierno le faltaba tanto el ingenio que tenían que recurrir a un cara o cruz.

“¿Pero no ves –le dije– que en el futuro todo se arreglará otra forma distinta? En este momento estamos todavía sufriendo las consecuencias del antiguo sistema de explotación y del dominio del capital. Una vez consigamos despertar completamente el espíritu del Socialismo y disfrutemos del poder universal, encontrarás que los trabajos más arduos, desagradables y peligrosos serán los que más se soliciten por el mayor número de voluntarios, y la razón es obvia. Estos voluntarios se comprometerán por el noble principio de que sus trabajos se llevan a cabo por el bien del pueblo en general y no pensarán en modo alguno que se dedican a ellos por la vil ansia de ganancia de opresores sin principios”.

Pero no podía hacer que los jóvenes vieran las cosas de este modo.

 

VII. Noticias de las provincias

Todos los hombres jóvenes de veinte años están obligados a enrolarse en el plazo de tres días. El hermano de Agnes está entre ellos. La “Muralla Nacional”, como se le ha llamado, va a organizarse y armarse a toda prisa. Los espaciosos edificios del Ministerio de la Guerra iban a convertirse en una enorme escuela de niños a causa de los bellos jardines adyacentes. (Esta escuela también iba a ser el lugar de trabajo de mi mujer). Sin embargo, ahora se ha decidido mantener las cosas como estaban.

Los asuntos internos del país han hecho necesario que la Muralla Nacional tenga que actuar antes de lo que se pretendía y también que tenga una dimensión mayor que la que se había previsto en un principio. Los nuevos Cancilleres Provinciales están enviando constantes reclamaciones de asistencia militar para que les ayuden en la labor de implantar las nuevas leyes en los distritos y pueblos pequeños. Por ello, se ha decidido establecer en los oportunos centros de todo el país, un batallón de infantería, un escuadrón de caballería y una batería. Para garantizar una mayor seguridad, las tropas se componen de hombres elegidos de distritos lejanos y separados.

Esos gamberros y bestias deben entrar en razón. En realidad se dedican a protestar contra la nacionalización –o como dice la terminología oficial, la comunización– de sus bienes privados, sus propiedades en forma de tierras, casas, ganado, cosechas y demás. El pequeño propietario rural insistirá en quedarse donde está, aferrándose en seguida a lo que ha logrado, a pesar de todo lo que puedas decirle sobre la dura suerte que tiene que sufrir de sol a sol. A la gente de este tipo se le podría dejar tranquilamente donde esté, pero en este caso el problema es que puede interferir de manera importante en el gran plan de organización de la producción. Así que no hay otra vía que obligar a esta gente testaruda mediante la fuerza bruta para mostrarles que les conviene. Y cuando toda la organización esté a pleno rendimiento, pronto se convencerán de los beneficios que produce el Socialismo.

Antes de que se supiera que todas las grandes propiedades y granjas habían sido declaradas propiedad del Estado, todos los jornaleros y trabajadores agrícolas se pusieron fanáticamente de nuestro lado como un solo hombre. Pero esa gente ya no se contenta con permanecer donde estaba. Sienten grandes ansias de cambiar, y se han trasladado a las grandes ciudades, principalmente a Berlín. Aquí, en Fredrick Strasse y en unter den Linden, puede verse diariamente la gente más estrafalaria de los lugares más remotos del país. Muchos de ellos llegan con su esposa y familias y con medios ínfimos. Pero de todas formas reclaman comida y bebida, ropa, calzado y que sean de la mejor calidad. Les han explicado, dicen, que todo el mundo en Berlín vivía a costa de la tierra. ¡Ya me gustaría que eso fuera verdad!

Por supuesto, no podemos seguir con esta gente rústica aquí, así que van a ser reenviados de vuelta a donde vinieron, lo que ocasionará algún resquemor. Estaría bueno que el magnífico plan  del Gobierno para regular la producción y el consumo fuera a generar desórdenes como éstos por el capricho de gentes que vienen y van por las provincias. Podríamos tenerlos aquí a todos a la vez, cayendo como plagas de langosta sobre las existencias acumuladas, incumpliendo los trabajos necesarios en sus profesiones; mientras que otras veces, cuando no les convenga, contemplaríamos como todo lo que hayamos guardado anticipando su visita se pudre en nuestras manos.

Sin duda hubiera sido mejor que las normas que acaban de promulgarse se hubieran dictado desde el principio. De acuerdo con esas normas ahora nadie puede abandonar temporalmente su lugar de residencia sin tener un permiso de ausencia, y nadie puede quedarse permanentemente sin autorización de la autoridad. Se entiende, por supuesto, que Berlín seguirá siendo una capital muy visitada, pero la gente ya no podrá ir y venir de forma caprichosa y sin sentido, sino sólo, como anticipa simple y llanamente el Adelante, de forma de se ajusten a los cálculos y planes cuidadosamente preparados por el Gobierno. El Estado Socialista o, como decimos ahora, la Comunidad, es serio en lo que respecta a la obligación de todas las personas de trabajar por igual y, por tanto, tiene la determinación de no permitir el vagabundeo en forma alguna, ni siquiera en los ferrocarriles.

Ayer el Canciller realizó otro discurso de la manera tan convincente que le es propia, como bien remarca el Adelante. Se había planteado en la Cámara la cuestión de si no se debería intentar tranquilizar a los distritos descontentos asignando posesiones locales a grupos locales, en lugar de incautarlas para el beneficio de toda la Comunidad. Estos grupos sueltos se llamarían Asociaciones de Producción Local, siendo cada habitante una unidad de cada grupo local. “Es el momento”, dijo el Canciller en su discurso, “en que errores como éstos –errores que nos devuelven a los tiempos de Lassalle, y que fueron completamente descartados en la Conferencia de Erfurt de 1891– deberían descartarse para siempre. Es evidente que el resultado de establecer varias Asociaciones de Producción Local sería introducir competencia entre las distintas asociaciones. Más tarde, la distinta naturaleza de la calidad de los suelos llevará otra vez inevitablemente a producir grados de prosperidad y de esta manera se abriría una especie de puerta trasera para el retorno del capital. Un plan de bien concebido que regule la producción y el consumo, y una inteligente distribución de los artesanos en cada departamento del Estado son cosas que no admiten ningún individualismo, ninguna competencia, ninguna independencia local o personal. El Socialismo nunca consiente en hacer las cosas a medias”. (Fuerte aplauso).

 

VIII. El último día juntos

Hoy he tenido un día bastante malo, junto con las dos mujeres de mi familia, mi esposa y Agnes. Era el cumpleaños de mamá, un día que hemos celebrado con alegría durante los últimos veinticinco años. Pero en esta ocasión, ¡vaya!, no hay más que pesadumbre en nuestros corazones. Mañana Franz debe irse a Leipzig, y ese mismo día debemos separarnos de nuestros otros dos hijos. El abuelo se va a trasladar al Refugio para la Gente de Edad Avanzada.

Se comprenderá que nos importan más todas estas cosas que el cumpleaños. El corazón de mi esposa estaba a punto de desbordarse, especialmente al ver al abuelo. “El Socialismo”, dijo él, “es una calamidad para todos nosotros, ya me imaginaba esto desde hace tiempo”. Intenté consolarle describiéndole la sencilla y agradable vida que llevaría en el Refugio.

“¿De qué me vale eso?”, se lamentó, impaciente. “Cuando esté allí tendré que vivir y dormir y comer con extraños. Ya no tendré a mi hija cerca para que me atienda. No podré fumar una pipa donde y cuando me apetezca. No podré jugar con Annie o escuchar las historias que Ernst trae de la escuela. Nunca oiré cómo van las cosas en vuestro trabajo. Y cuando esté enfermo, me dejarán solo. Los árboles viejos deberían quedarse donde están, no ser trasplantados. Y estoy seguro de que no tardará en llegarme el fin”.

Traté de tranquilizarle, prometiéndole que le visitaríamos muy a menudo.

“Esas visitas”, dijo, “son como hacer las cosas a la mitad. Nunca estás solo y a gusto, y constantemente hay gente que te molesta”.

Enviamos a la pequeña Annie, la preferida del abuelo, para que, con su despreocupación, hiciera lo que pudiera por consolarle. La niña era el único miembro alegre de la familia. Alguien le había contado un montón de historias acerca de los pasteles, bonitas muñecas, perros inteligentes, libros de pinturas y delicias similares que iba a haber en las Casas de Niños. Así que no se cansaba nunca de hablar de ello.

Franz muestra resignación y una silenciosa y firme determinación. Pero no me gusta verle así. Me parece como si estuviera ideando algún plan u otra cosa, pero que pretende no traicionarse. Cualquiera que sean esos planes, estoy seguro de que no están de acuerdo con nuestros principios socialistas.

Mi segundo hijo, Ernst, no muestra cuáles son sus pensamientos y sentimientos. Sin embargo, ha estado especialmente cariñoso con su madre y esto no es habitual. Hemos intentado que se iniciara ya en alguna profesión, y él lo estaba deseando. Es bastante hábil y se hubiera abierto camino en cualquier profesión, pero no había progresado en la escuela como yo hubiera deseado. Pero ahora todo debe ser de otra manera, puesto que todos y cada uno de los muchachos de su edad deben seguir en la escuela algunos años más antes de poder recibir formación técnica.

En cada uno de sus cumpleaños, mamá nos ofrece un primoroso y jugoso lomo de ternera, al que Franz llama en broma nuestra pieza histórica.

“Cuando vengáis a verme, lo que espero que sea pronto”, dijo mi mujer tristemente, mientras la pieza aparecía en la mesa, “no podré preparar ternera asada para vosotros, puesto que para entonces ya no tendré una cocina para mí sola”.

“Tengo el mayor de los respetos a tus piezas asadas”, repliqué, “pero no puede ser que dejemos de lado nuestros ideales en estos casos. Aunque dentro de poco haya pocas piezas asadas, en el futuro tendremos más, y más a menudo que ahora, y además muchos otros manjares”.

 “Será verdad”, contestó, “pero no disfrutaremos de esas cosas juntos. Uno come aquí, otro allí. El dolor que causan a cada corazón todas estas separaciones se compensa muy poco con saber que la gente en general vive mejor. No me importa nada la pieza, pero sí me importa la vida en común de la familia”.

“Ah, ya veo”, dije jocosamente. “No es por lo que valga el asado, sino por los agradables recuerdos que lo acompañan. No te preocupes, querida, ten por seguro que no habrá menos afecto entre nosotros en el futuro y tendremos más tiempo libre para demostrárnoslo que el que hemos tenido hasta ahora”.

“Bueno, estoy segura de una cosa” dijo. “Preferiría trabajar en casa diez o doce horas para vosotros, que ocho horas para los hijos de otros, que no son nadie para mí”.

Después de un breve silencio, preguntó en tono quejumbroso:

“Todo lo que quiero saber es por qué las cosas tienen que ser así”.

Y Agnes, que siempre apoya a mi esposa cuando habla de estas cosas, repitió la pregunta en tono aún más quejumbroso. Cada vez que ellas dos hablan a dúo tengo pocas posibilidades, especialmente cuando Franz permanece neutral o, lo que es peor, se dedica a aprobar lo que dice Agnes moviendo la cabeza.

“¿Habéis olvidado completamente las magníficas lecciones de Miss W.?”, pregunté, “¿Aquellas magníficas lecciones sobre la emancipación de la mujer y sobre la igualdad de los derechos de las mujeres en todos los aspectos con los derechos de los hombres? Entonces encontrasteis esas lecciones tan interesantes como el libro de Bebel”.

“Oh, Miss W. es una vieja solterona”, replicaron, “que nunca ha tenido que ocuparse más que de su habitación amueblada”.

“De todas formas, en ese asunto está en lo cierto”, contesté. “El principio de iguales derechos, iguales obligaciones, independientemente del sexo, constituye la base de la Comunidad socialista. Nuestro planteamiento es la total independencia de la esposa de su marido y esto acabará por lograrse ofreciendo a la mujer un salario igual e independiente por los servicios que realice fuera de su casa: no más servidumbres en el hogar y no más trabajo de esclavas por amas de casa y sirvientas. Por tanto, tratamos de reducir todas las labores del hogar al mínimo transfiriéndolas hasta donde es posible a grandes establecimientos gestionados por el Estado: no debemos mantener niños ni personas mayores en las casas, puesto que, al variar las familias en número, pueden dar lugar de nuevo a diferencias de riqueza y pobreza. Esta es la doctrina que Bebel nos enseñó”.

“Me atrevo a decir que está muy bien pensada y es matemáticamente impecable”, dijo el abuelo, “pero no puede traer nunca la felicidad. ¿Y por qué? Porque la humanidad es algo más que un rebaño de ovejas”.

“El abuelo tiene razón”, sollozó Agnes. Y a continuación estrechó a Franz por el cuello y se quedó abrazada a él, diciendo que nunca había tenido el menor deseo de emanciparse.

Bajo estas circunstancias había que dejar cualquier discusión razonable.

Pero, después de todo, espero que mañana, con todas las partidas, lo superemos.

 

IX. La gran migración

En lugar del vehículo que esperábamos que recogiera al abuelo y los niños, a primera hora de la mañana se presentó delante de casa un transporte de muebles. Un funcionario que lo acompañaba dijo que no era posible el traslado antes del atardecer, sus instrucciones en ese momento eran simplemente llevarse los muebles.

“¿Llevarse los muebles?”, dijo mi mujer sorprendida. “Pensaba que las cosas de casa iban a seguir siendo propiedad privada”.

“Ciertamente, mi buena señora”, contestó el hombre. “De ninguna manera se nos ha indicado que nos llevemos todo. Lo que el bien de la Comunidad reclama es lo que está incluido en esta lista”.

Y nos alargó el inventario que teníamos que presentar previamente, además de mostrarnos una copia del Adelante, que incluía una orden del Gobierno, que por alguna razón, con las preocupaciones de los últimos días, habíamos dejado de leer.

Mi mujer se quedó petrificada y tardó bastante en poder recuperarse algo. El funcionario se había mostrado hasta entonces muy paciente y educado e hizo todo lo posible para convencerla de la necesidad de esta medida.

“Mi buena señora”, dijo, “¿dónde si no podríamos obtener la cantidad de mobiliario que necesitamos para los muchos establecimientos del Estado para la educación de los niños, el cuidado de la gente mayor y de los enfermos, para dar de comer a la gente y tantas otras cosas?”

“¿Entonces por qué no van donde la gente rica”, preguntó mi esposa, “la gente que tiene grandes mansiones llenas hasta los topes con el mobiliario más hermoso?”

“También lo hemos hecho”, replicó, sonriendo con satisfacción. “En Zoological Gardens St., Victoria St., Regent St., y toda esa zona, hay una auténtica procesión de carros de muebles. En este momento está prohibido el tráfico de otros vehículos que no sean éstos. Nadie puede quedarse con más que con un par de camas y con los muebles que puedan emplear para dos o tres habitaciones. Pero a pesar de todo, no es suficiente. Dese cuenta de que tenemos sólo aquí más de 900.000 personas menores de veintiún años, que tienes que ser alojadas en Casas de Niños y escuelas. Además, hay otras 100.000 personas de más de sesenta y cinco años que atender en los Refugios. Súmele que va a haber diez veces más camas que las que había en los hospitales. Ahora dígame de dónde podemos sacar todo lo que necesitamos, sin robar. Y también dígame qué necesidad tiene de todas estas camas, mesas y armarios cuando ese abuelo, el joven caballero de aquí y la pequeña no van a seguir alojados en su casa”

Mi esposa quería, al menos, saber qué haríamos si todos vinieran a visitarnos.

“Bueno, todavía le quedan seis sillas”, fue la respuesta.

“Sí, pero quiero decir si se quedan a pasar la noche”, preguntó mi mujer.

“¡Será bastante difícil, ya que tendrán muy poco espacio en el nuevo sitio!”, contestó.

Ahora descubría que la imaginación de mi buena esposa le había llevado a suponer que con la nueva redistribución de residencias, recibiríamos, por lo menos, un pequeña casita en el Barrio Oeste y que podríamos disponer de dos o tres cuartos amueblados para nuestros amigos. Debo decir, sin embargo, que Paula no tenía ningún motivo para dejar volar tan alto su imaginación, puesto que Bebel siempre enseñó que las cosas domésticas deberían ser tan pequeñas y frugales como fuera posible.

Paula trató de consolarse con el pensamiento de que el abuelo y los niños al menos dormirían en sus antiguas camas en sus destinos. En todo caso, había querido enviar al Refugio el sillón más cómodo para que lo usara su padre.

Pero el funcionario sacudió la cabeza ante esto.

“No es eso lo que se pretende”, dijo. “Los artículos recogidos deben ser ordenados y su uso ser el apropiado a la capacidad y armonía que tengan. El mobiliario en esos lugares sería excesivamente variopinto si cada interno trajera sus propios muebles consigo”.

Esto sólo sirvió para causar nuevas lamentaciones. El sillón había sido nuestro último regalo de cumpleaños al abuelo. Estaba como nuevo y el viejo caballero siempre lo había encontrado cómodo y confortable. La cuna de la pequeña Annie había sido el lecho de todos nuestros hijos, uno tras otro. Había sido relegada al ático y recuperada una y otra vez, cuando era necesaria. El gran armario, que posteriormente habíamos cedido al abuelo, estaba entre las primeras cosas que habíamos comprado al casarnos, y lo habíamos pagado semanalmente. Nos habían costado trabajos y ahorros sin cuento juntar todas las cosas que teníamos. El espejo era herencia de mi padre. Solía afeitarse con él. Recuerdo que se me cayó en aquel rincón cuando era un niño y también la zurra que recibí por ello. Así, de una forma u otra, una parte de la historia de nuestra vida se une a cada pieza del mobiliario de casa. ¡Y ahora todo se va a convertir en meros bártulos de intermediario y nos separaremos de ellas para siempre!

Pero nuestras quejas eran inútiles y tuvimos que dejarles cargar el vehículo con nuestros muebles. Hacia el atardecer vino otro funcionario para recoger al abuelo y los niños. Pero no se nos permitió acompañarles, ya que dijo el funcionario con cierta aspereza que debe haber un final para todas las despedidas. Y no puedo decir que el hombre no estuviera completamente equivocado. El hecho es que todas estas muestras de sentimiento no se corresponden bien con la victoria de la razón en los tiempos modernos. Ahora que el reinado de la fraternidad universal esta empezando y muchos se mantienen en un sentido abrazo, debemos esforzarnos en dejar que nuestra mirada se fije más allá de los estrechos límites de tiempos pasados.

Intenté decir todo esto a mi esposa cuando se fueron todos y Paula y yo nos quedamos solos. Pero, por desgracia, los cuartos medio vacíos estaban terriblemente silenciosos y desolados. No habíamos conocido silencio como éste desde el primer año de nuestro matrimonio.

“Me pregunto si los niños y el abuelo tendrán buenas camas esta noche”, dijo mi esposa poco después. “Y si podrán dormir. La pobre Annie estaba casi dormida cuando vino el hombre a recogerla. También me pregunto si habrá llegado bien su ropa y si le habrán puesto la bata larga para que no se enfríe. La niña tiene la costumbre de quitarse la colcha dormida. Puse su camisón encima de las demás cosas, con una pequeña nota para la celadora”.

Me temo que ninguno podrá pegar ojo esta noche. Sólo poco a poco puede uno acostumbrarse a estas cosas.

 

X. La nueva moneda

Hay mucha actividad para los fotógrafos. Todas las personas de entre veinte y sesenta y cinco años, o lo que es lo mismo, todos los que no están alojados en establecimientos del Estado, han recibido la orden de retratarse. Este paso es parte esencial del plan del Gobierno para la introducción de la nueva moneda. El antiguo sistema de billetes y monedas va a abolirse y se emitirán en su lugar los llamados certificados monetarios.

En un artículo acerca de esta innovación, el Adelante reseña con acierto que el Ministerio de Comercio ha mostrado mucha sagacidad y prudencia para resolver el problema de ofrecer medios de intercambio que cumplan con todos los requisitos de un medio y al mismo tiempo no permitan la resurrección de una clase capitalista. A diferencia del oro y la plata, la nueva moneda no tiene ningún valor intrínseco, sino que consiste simplemente en órdenes o cheques emitidos por el Estado, como propietario único de todos los artículos a la venta.

Todo trabajador al servicio del Estado recibe en el plazo de una quincena una serie de certificados monetarios en forma de talonario de cupones. El nombre de cada titular está impreso en la cubierta y, con vistas a prevenir el uso de cupones por otros, se ha establecido que se adhiera la fotografía de cada titular al talonario. Es obvio que las órdenes del Gobierno, que regulan por igual las horas de trabajo y prescriben que todos tienen la misma remuneración, evitarán la vuelta de desigualdades sociales que puedan derivarse de las distintas facultades de la gente y el uso que hagan de esas facultades. Pero, aparte de esto, debe tenerse cuidado de evitar que, a través de desigualdades en el consumo, se produzcan acumulaciones de valor en manos de aquéllas personas que sean de carácter frugal y ahorrador, o que tengan pocas necesidades. Éste era un riesgo evidente, que, si no se tenía en cuenta, habría tenido con el tiempo el efecto de crear una clase capitalista, que posteriormente sometería a los menos ahorradores que tuvieran la costumbre de consumir todos sus ingresos.

Para evitar la malversación y mal uso de los certificados monetarios, se establece expresamente que los cupones no pueden, bajo ninguna circunstancia, ser recortados por los titulares, sino que sólo tienen el valor que representan cuando los recortan los vendedores del Estado u otros funcionarios similares, designados para este propósito.

Todos los pagos tienen que hacerse en el acto con cupones. Así, por ejemplo, es responsabilidad del portero de cada casa recortar diariamente un cupón de alojamiento del talonario de cada persona residente en la misma.

La nueva distribución de viviendas se llevará a cabo inmediatamente antes de abrir los comedores estatales, una disposición con la que se evitará la necesidad de tener cocinas privadas. Cuando se abran, el equivalente a una comida se cobrará por un funcionario del Gobierno mediante un cupón de comida; en lo que se refiere al pan (una libra y media diaria, por cabeza), mediante un cupón de pan y así sucesivamente. Los distintos cupones en los talonarios representan, naturalmente, diferentes valores, dejando bastante margen a los gustos de cada titular sobre cómo desee usarlos. Todas las compras deben hacerse en los almacenes y tiendas del Estado y se tomarán medidas para evitar que los vendedores no recorten en cada caso otra cosa que los cupones del valor correspondiente.

Como cada cupón lleva impreso el mismo número que en la cubierta y cada titular está inscrito en el registro del Gobierno, es sencillo saber en cada momento, a partir de los cupones recogidos, la forma en que cada uno ha gastado su salario. Así el Gobierno puede en todo momento conocer si las personas gastan su salario en ropa, o en comer y beber, o en lo que sea. Y un conocimiento de este tipo debe facilitar la regulación de la producción y el consumo.

Cada comprador tiene completa libertad para usar para sus propios fines las mercancías que haya obtenido a cambio de sus cupones o de renunciar a ellas para que las usen otros. Incluso puede legar cosas a otros. La calumnia de la que se ha acusado habitualmente al Socialismo, de que pretende acabar con toda la propiedad privada, se ve, como muestra sin rodeos el Adelante, completamente refutada, y refutada de una forma que debería hacer sonrojarse a los enemigos y calumniadores del Socialismo. El Socialismo nunca ha pretendido nada más que limitar los caprichos individuales como forma de prevenir la formación de capital privado y de un sistema de opresión.

Las personas que al terminar la quincena no hayan empleado todos sus cupones, mantienen el resto en el crédito del nuevo talonario. Pero, por supuesto, incluso aquí haya que trazar una línea en algún sitio y establecer medidas para prevenir que estos remanentes sucesivos no se transformen en capital real. Un total de sesenta marcos se ha establecido como más que suficiente como para permitir que su propietario satisfaga razonablemente todos sus deseos. Cualquier ahorro superior a sesenta marcos será requisado por el Estado.