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Un nuevo sistema electoral para una nueva democracia

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Cortesía de La Ilustración Liberal

Las siguientes páginas han sido escritas desde una permanente insatisfacción con el actual sistema democrático español y la negativa a resignarse con lo que tenemos.

DEMOCRACIA

Democracia quiere decir gobierno del pueblo: es el pueblo quien tiene en último término la palabra. El modelo más claro de un gobierno real del pueblo, por tanto de un gobierno realmente democrático, es la democracia de los griegos antiguos, porque los ciudadanos participaban directamente en la política cuando la asamblea de todos los ciudadanos reunidos en la plaza pública decidía efectivamente la política de cada ciudad. Es verdad que una mirada crítica descubre también sombras en este modelo tan brillante; por ejemplo, los ciudadanos eran una parte minoritaria de los que vivían en la ciudad. Pero estas sombras no empañan el papel de modelo al que debemos mirar cuando hablamos de democracia.

Hoy no es posible reunir a toda la población de España en un lugar para allí, con la participación directa de todos los españoles, tomar las decisiones políticas. Hoy podemos pensar que en un futuro no muy lejano todos los españoles podríamos estar conectados mediante redes electrónicas y ordenadores para en un momento determinado manifestar nuestra opinión o voto. Pero este tipo de participación directa, aunque teóricamente fuera posible, prácticamente no lo sería por la siguiente razón: la complejidad de la vida moderna exige la especialización profesional y esto vale también para la vida política: la complejidad de la mayoría de las decisiones políticas requiere que éstas sean tomadas por un personal muy preparado, dedicado profesionalmente a los asuntos públicos. He aquí el problema: el ciudadano no tiene tiempo ni preparación para dedicarse a intervenir en todos los asuntos públicos, pero no quiere renunciar a su condición de ciudadano. He aquí la solución: el ciudadano hace por medio de representantes lo que no puede hacer directamente. La democracia se convierte en "democracia representativa": los ciudadanos eligen a unos representantes en los que delegan la gestión de los asuntos públicos.


DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

Lo esencial para que una persona represente legítimamente a otra persona adulta es que el representado otorgue libremente su confianza a su representante. Confianza es el concepto clave de toda auténtica representatividad. Si yo confío a un banco la gestión de mis ahorros, eso implica que tal banco merece mi confianza. Pero no es este el concepto de confianza válido para la representación política, porque el banco, aunque tenga mi confianza, no es mi representante, sino el gestor de una parcela muy concreta de mis intereses. En el mundo político, por la misma índole política de las decisiones a tomar, es decir, por tratarse de los asuntos generales que interesan a la nación, el representante es mucho más que un gestor, puesto que no tiene un mandato concreto para un asunto concreto. De ahí la prohibición constitucional del mandato imperativo que convertiría a los representantes en delegados, a los diputados en procuradores. El representante político tiene que habérselas con asuntos impensados, con circunstancias nuevas, y no puede desempeñar su papel si los representados limitan su ámbito de acción. El vínculo que liga a representante y representado es la confianza general política.

Ahora bien, la confianza implica una relación directa entre personas. El ideal sería que cada cual pudiera nombrar directamente a su representante político. Pero este ideal no es posible: no es posible tener un parlamento de 300.000, ni siquiera de 3.000 diputados en el supuesto de que muchos ciudadanos coincidieran en nombrar al mismo diputado. Hay que inventar un sistema para que los diputados no sean muchos (350 ahora en España para el Congreso) y sean elegidos: es el sistema electoral.



EL SISTEMA ELECTORAL

Las elecciones no se pueden hacer espontáneamente cuando cada cual quiera y como quiera, sino que han de ser organizadas mediante un conjunto de operaciones que forman un sistema electoral. Son muchos los sistemas electorales actualmente practicados en el mundo. En España para el Congreso tenemos un sistema electoral que pertenece a los llamados proporcionales que funcionan mediante listas. El elector vota una lista que es cerrada (no se puede añadir nombres de otras listas) y bloqueada (no se puede cambiar el orden de los nombres de la lista). Resultan elegidos unos candidatos de cada una de las listas en proporción al número de votos que haya recibido cada lista. Este sistema ha funcionado en el cuarto de siglo de democracia y sería una injusticia y una imprudencia no reconocerlo.

Pero también sería una ceguera no reconocer los graves defectos que ofrece este sistema electoral para una mentalidad democrática que exige la mayor participación posible de los ciudadanos en la cosa pública. Estos defectos han sido reiteradamente denunciados. Los principales son tres: la deficiente representatividad del sistema en su conjunto; la deficiente libertad del elector que tiene que elegir entre listas bloqueadas y cerradas; la deficiente proporcionalidad de la relación entre escaños o puestos en el parlamento y votos.


LOS DEFECTOS DEL SISTEMA ELECTORAL ESPAÑOL


1. - Representatividad

El problema de fondo consiste en que el sistema electoral español funciona desvirtuando gravemente el principio representativo, hasta el punto de que la representatividad del Congreso es, en buena parte, asunto de ficción: convenimos en llamarlo representativo porque la Cámara ha sido designada mediante unas elecciones, no porque nos sintamos realmente representados. Efectivamente, si somos sinceros y miramos a nuestra propia conciencia ciudadana encontraremos que en las pasadas elecciones lo que de verdad estaba en juego para la mayor parte del electorado es si iba a gobernar Joaquín Almunia o José María Aznar, o si el PP continuaba o salía del Gobierno. Para muchos millones de ciudadanos el contenido real de su voto, lo que ellos querían con su voto, no era elegir a este o aquel representante, sino elegir a este o aquel partido, o bien elegir a este o aquel presidente del Gobierno y, para ello, eligieron las listas de este o aquel partido. Es evidente que muchos millones de españoles no pensaron en elegir a su o sus representantes, es decir, la persona o personas que están en su lugar en el Congreso, porque el sistema electoral español no lo permite. Lo que el sistema electoral español permite es que el pueblo elija una vez cada cuatro años (o antes) qué persona o qué partido va a encargarse de gobernar el Reino. Precisamente la preocupación de que las elecciones sirvan para designar un Gobierno fue el argumento para adoptar en las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 -y mantener luego- el método D'Hondt que prima a los partidos mayoritarios. Hablando con rigor, hay que decir que con el sistema electoral español el pueblo no elige representantes sino gobernantes. Claro está que podemos mantener la ficción de que estos gobernantes representan a los ciudadanos y en esta ficción estamos, pero ello comporta una ciudadanía disminuida y una democracia aletargada, pues el pueblo sólo cuenta en el momento de emitir su voto de tiempo en tiempo y además, cuando emite el voto, lo tiene que hacer mediante unos cauces que restringen gravemente las posibilidades de expresión de la voluntad de los ciudadanos en beneficio de la gobernabilidad.


2. - Libertad

Con esta última idea hemos entrado en el segundo de los defectos: la poca libertad del votante al tener que elegir entre listas cerradas y bloqueadas (excepto en el caso del Senado que la lista es abierta pues cada votante puede hacer su propia lista). Son los partidos y, todavía peor, las jerarquías de los partidos quienes controlan las elecciones -controlan las listas de candidatos- y controlan a los elegidos. De hecho nuestra democracia funciona como una partidocracia, porque quien tiene el poder no es el pueblo sino los partidos. Al pueblo sólo le queda aprobar o rechazar lo que hagan o propongan los partidos.


3. - Proporcionalidad

Es muy conocida la crítica a la proporcionalidad de nuestro sistema electoral. No es necesario repetirla. Para los propósitos de este artículo nos basta con recordar, a modo de ejemplo y redondeando los números, que en las pasadas elecciones de 2000 al PP le ha "costado" un escaño por Soria 15.796 votos, mientras que ha tenido que "pagar" por cada escaño de Madrid 84.887 votos, lo cual equivale a decir que el voto de un soriano vale cinco veces más que el voto de un madrileño; que en Barcelona el PSC-PSOE ha conseguido 12 escaños con 903.792 votos, lo que equivale a decir que ha "pagado" 75.316 votos por escaño, mientras que la ERC con 130.000 votos sólo ha conseguido un escaño: si hacemos una media general de los votos obtenidos en el conjunto del Reino, cada diputado del PP tiene tras sí 55.903 votos, mientras que el único diputado de ERC está respaldado por 193.626 votos y al único diputado del Partido Andalucista le respaldan 205.733 votos. Izquierda Unida con 1.253.859 votos consigue 8 escaños, mientras que Convergencia y Unión con 964.990 votos consigue 15 y el PNV con 351.816 votos consigue 7. Es evidente que no es democrático -porque la democracia se basa en el principio de la igualdad- que un votante del PNV valga como cuatro de IU. Algo funciona mal en el sistema electoral español.


4. - Inutilidad

Hay además otro problema del que se habla poco. Es el problema de lo que técnicamente se llaman los "restos", es decir, los votos legal y efectivamente emitidos, pero que no han encajado en los cauces del sistema electoral y, consiguientemente, no han tenido efectos electorales. Son votos no utilizados o perdidos. He aquí un tema importante para reflexionar. Tendríamos que empezar reconociendo que en todo sistema electoral puede haber unas pérdidas justificadas o razonables, pues razonable parece lo dispuesto en el art. 163, 1, a) de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General: no se tienen en cuenta aquellos votos que han ido a "candidaturas que no hubieran obtenido, al menos, el 3 por ciento de los votos válidos emitidos en la circunscripción". La pérdida de estos votos marginales no parece que plantee ningún problema político serio, pero sí lo plantean, por ejemplo, la pérdida de los 45.226 votos de EA en Guipúzcoa o los 57.740 de UV en Valencia. Defendemos que estas pérdidas no son justificadas ni razonables en una democracia; si se dan, ésta no es auténtica. De modo general y aproximado se puede afirmar que en las pasadas elecciones más de 1.000.000 de votantes (eliminados ya los votantes marginales) se han quedado sin representantes en virtud del vigente sistema electoral; queremos decir que más de 1.000.000 de votantes han emitido su voto legalmente, pero el sistema electoral no les ha dado cabida. Por ejemplo, en Murcia los 41.640 votantes que optaron por IU no consiguieron ningún resultado; a efectos electorales hubiera sido exactamente igual si no hubieran ido a votar, su voto se ha perdido, ha sido un voto inútil. Lo que podríamos llamar violencia institucional del sistema electoral, esto es, la constricción práctica de la libertad del votante, es tan clara que, para salir al paso a este problema, se ha inventado la expresión, e incluso la teoría, del "voto útil". La teoría del "voto útil" le dice al votante: "Si Vd. vota la opción que realmente le gusta, si Vd. vota con plena libertad, su voto se pierde, su voto es inútil; vote a nuestro partido, aunque le guste menos, para que su voto sirva para algo".

A estos inconvenientes, que podríamos colocar en la categoría del "voto inútil o perdido", hay que añadir otro de mayor hondura política, el que podemos llamar la inutilidad psicológica: el sentimiento de inutilidad que tiene el votante respecto a lo que realmente significa su voto. Inutilidad, primero y ante todo si su voto es de los que hemos llamado "perdidos", pero inutilidad también aunque la candidatura a la que ha votado haya obtenido algún escaño. El elector puede pensar que, en la inmensa mayoría de los casos, un voto más o menos no cambia el resultado; que si se hubiera quedado en casa, los resultados hubieran sido los mismos. Aunque 10.000 votantes populares se hubieran abstenido en Albacete, el PP hubiera conseguido los mismos dos escaños. Claro está que esto no se sabe de antemano y, por tanto, el elector hace bien en ir a la urna, pero hace falta para ello una especial motivación que le haga superar la sensación de pertenecer a una masa anónima. El mero hecho de que sea necesaria una campaña electoral solamente para motivar a los ciudadanos a participar, la llamada campaña institucional, ¿no es indicio de que los electores en general se sienten poco ciudadanos?, ¿no es indicio de que nuestra democracia es poco participativa, es decir, es poco democrática? El índice de participación de estas últimas elecciones no debe adormecer nuestra memoria y hacernos olvidar la profunda frustración democrática que sentimos ante la democracia en la que vivimos. Una de las manifestaciones de la desilusión democrática es el índice de abstención: casi 10.000.000 de abstenciones debería ser un dato preocupante y, desde luego, no justifica calificar la participación en las pasadas elecciones como un éxito. Mayor sentido político tienen los 366.137 votos en blanco que son expresión de una protesta contra el sistema.

Todavía puede ser mayor la sensación de inutilidad e impotencia cuando el votante, pasadas ya las elecciones, sigue la gestión de sus representantes en las Cortes. Difícilmente el votante se identifica con el resultado de una votación en cualquiera de las dos cámaras representativas y difícilmente se siente responsable de haber contribuido a dicho resultado. Una vez terminadas las elecciones, el ciudadano pasa de votante a espectador.

Para los auténticos demócratas la enorme distancia psicológica entre los elegidos y los electores -es evidente que buena parte de esta distancia es el efecto necesario del sistema electoral que tenemos-, en una palabra la falta de confianza entre representado y representante y, consiguientemente, la indiferencia o el agnosticismo político de buena parte del electorado es, sin duda, la primera preocupación política, aunque no sea la más urgente.



Decimos que nuestra democracia representativa es imperfecta. Decimos todavía más: buena parte de esta imperfección democrática es insuperable en cualquiera de los sistemas electorales hasta ahora empleados, incluso si los reformamos. Ahora bien, ¿estamos obligados a seguir empleando estos sistemas electorales? No. Las cosas pueden ser de otra manera.


UN NUEVO SISTEMA ELECTORAL



1. - La confianza

Partimos de que la confianza es el concepto clave de la representatividad y, en consecuencia, tomarse en serio la confianza es el núcleo del nuevo sistema que proponemos. Podemos afirmar que cuanto menos directa sea la relación entre representante y representado, más se desvanece el principio de confianza; podemos decir que el principio de confianza está en relación inversa con la distancia institucional entre representante y representado. Por tanto, cuanto más complicada y mediatizada sea la elección del representante, más distancia institucional hay entre representante y representado y menos confianza vincula a los dos términos de esta relación.

Para que la relación de confianza entre representado y representante exista sin ficciones, con autenticidad, son necesarios al menos dos requisitos. Primero, que cada ciudadano pueda designar entre los candidatos la persona en quien deposita su confianza, o sea, que no se le imponga un representante que él no ha elegido. Segundo, que esa confianza no sea un acto puntual cada cierto tiempo, sino que se mantenga viva -pueda crecer o disminuir- o incluso pueda morir a lo largo de la legislatura; lo cual implica ante todo que el ciudadano pueda seguir la gestión de su representante, saber qué hace y qué no hace en nombre de quienes lo han elegido, pueda comunicarse con él y exponerle sus deseos y sus temores respecto a la vida política de la nación, e implica también que el diputado, para mantener la confianza de quienes le eligieron, deba informar a sus electores de su actuación como representante y recoger sus sugerencias y sus exigencias. La falta de una relación de confianza efectiva entre electores y diputados es la deficiencia más grave de nuestra democracia y esta deficiencia proviene de nuestro sistema electoral. Esta es la grave objeción de fondo contra nuestro sistema electoral.


2. - El ejemplo inglés

El sistema electoral inglés, con la elección directa del representante de cada distrito, intenta poner por obra el principio fundamental de la confianza: doy mi voto a aquel candidato que merece mi confianza para que me represente. Por esta presencia tan clara del principio de confianza y esta inmediatez entre el voto y el representante el sistema inglés sigue atrayendo las simpatías de todo auténtico demócrata. Pero ofrece un grave inconveniente: al ser elegido un solo candidato por distrito, ¿qué pasa con aquellos electores que han dado su voto a (han puesto su confianza en) candidatos no elegidos?, ¿se quedan sin representante? Los ingleses operan con la ficción de que la elección sirve para designar al representante de todo el distrito, que la elección es el método democrático para dirimir la contienda entre diversos aspirantes a representar el distrito. Por tanto, el elegido es representante también de aquellos que no le han votado. A esto llamamos una ficción democrática porque el sistema electoral inglés impone a quienes no han votado al candidato elegido un representante que no ha merecido su confianza: por ello podríamos hablar de la violencia institucional del sistema electoral inglés.


3. - Nuestra propuesta

Imaginemos unas elecciones al Congreso de los Diputados. La votación es uninominal; no hay candidaturas de listas. Hay naturalmente una lista de candidatos, pero el elector no vota una lista sino un candidato, precisamente aquel que merece su confianza. En esto, y sólo en esto, se parece nuestra propuesta al sistema inglés. Pero hay que obviar las desventajas del sistema inglés. Para esto se ha inventado la segunda vuelta, como es el caso francés; pero ello no resuelve el problema fundamental de que muchos electores se quedan sin representante. Nuestra propuesta es que las circunscripciones sean plurinominales: a cada distrito corresponden varios escaños (entre cinco y ocho); en esto se diferencia nuestra propuesta del sistema inglés. Son proclamados diputados los candidatos (cinco, seis... según el número de escaños que corresponda al distrito) que hayan obtenido el mayor número de votos. Ahora bien, aquí está la segunda parte -y la gran innovación- de nuestra propuesta: cada diputado lleva al Congreso los votos que le hayan otorgado los electores, de modo que su voto en la cámara expresa y vale los votos que haya conseguido; en esto se diferencia nuestra propuesta de todos los sistemas electorales hasta ahora practicados. Expliquemos este punto.

El problema de la distancia entre elector y elegido tiene su raíz en el hecho de que todos los sistemas electorales van dirigidos a conseguir una gran simplificación de los números. El número de partida es el de los electores, que en España son más de 33 millones. El número de llegada es el de los elegidos, que en España son los 350 diputados del Congreso. Este proceso de simplificación se produce porque el principio, hoy por hoy incuestionable, de la igualdad del voto de los votantes (cada elector tiene un voto que vale sólo como uno) se aplica también al voto de los representantes (cada diputado, cuando vota en el Congreso, tiene un voto que vale sólo como uno). ¿Por qué esto es así?, ¿por qué el voto de un diputado que ha sido elegido por 5.000 votantes vale igual que el de otro que ha sido elegido por 50.000? Este proceso de simplificación ha sido inevitable por la dificultad de operar, a la hora de hacer una votación en el Congreso, con sumas que pueden tener cientos de sumandos cada uno de los cuales puede tener varios dígitos. Es una dificultad puramente técnica. Pues bien, esta dificultad ya no existe. Las computadoras pueden hacer estas operaciones en décimas, centésimas o milésimas de segundo. Para ello no hacen falta computadoras gigantescas o sofisticadas. La mayoría de los PC que se encuentran en nuestros hogares sería capaz de realizar estos recuentos en tiempos prácticamente instantáneos. Es decir, hoy serían perfectamente operativas las votaciones de un Congreso en el que, por ejemplo, el voto del diputado A valiera 80.325 votos, el del diputado B 6.537, el diputado C 15.092, etc., justamente los votos que los ciudadanos real y exactamente han conferido a cada diputado.

Por tanto, proponemos que, en vez de que el voto de los diputados valga igual, el voto de cada representante elegido valga los votos reales que los ciudadanos le hayan otorgado. Las decisiones del Congreso ya no se tomarían con cifras del tipo de las actuales, por ejemplo 182 votos a favor, 101 en contra y 67 abstenciones, sino con otras que podrían ser como las siguientes: 12.325.837 votos a favor, 7.100.221 votos en contra y 6.003.250 abstenciones.


4. - Ventajas

Es evidente que si el ciudadano sabe que su voto va a ser permanentemente contabilizado, que cada vez que vote su representante está efectivamente presente su voto, queda superada la distancia psicológica entre elegido y elector que antes señalamos. El elector puede sentirse motivado a votar porque ya no piensa en un acto que termina en sus efectos directos en el recuento de votos y la atribución de los escaños, porque ya no teme por la inutilidad de su voto, sino que sabe que, a través del voto que ha dado a su representante, adquiere una presencia permanente en la toma de decisiones políticas: vota no solamente el día de las elecciones sino durante toda la legislatura. Además el ciudadano puede controlar el uso que el representante hace de su voto: cada votante sabe con nombres y apellidos qué representante tiene su voto y cómo lo utiliza. Si en la primera parte de nuestra propuesta (votación uninominal en distritos plurinominales) jugaba un papel dominante el principio de confianza, en la segunda (presencia permanente de los votos populares en el voto de cada diputado porque el voto de cada diputado tanto vale cuantos votos ha recibido) lo juega el principio de participación.

Si examinamos ahora nuestra propuesta desde el punto de vista del mecanismo electoral, es evidente que nuestro sistema mantiene rigurosamente la igualdad del voto de todos los votantes: vale igual el voto de un soriano que el de un madrileño.

El voto inútil, el voto que se pierde porque va a candidatos que no fueron elegidos, plantea el problema de que estos electores se quedarán sin representante. Pues bien, en el sistema que proponemos este voto no existe o quedaría reducido a números muy pequeños. En primer lugar, la experiencia nos induce a pensar que en circunscripciones provinciales de seis u ocho escaños los no elegidos serían candidatos marginales, eliminados por el razonable requisito del 3 por ciento del que hablamos más arriba. Aun así, para los electores que se quedan sin representante, porque han votado un candidato que no ha salido elegido, la solución puede ser una segunda vuelta en la que participarían solamente aquellos candidatos que fueron elegidos en la primera. Pero proponemos otra solución más rápida y más barata: el voto transferible. Cada elector, además de señalar a su representante, tiene la posibilidad de señalar una segunda opción, otro candidato, al que transferir su voto en el caso en que su candidato preferido no hubiera alcanzado el suficiente número de votos para ser elegido. Con el voto transferible serían muy pocos los ciudadanos que se quedarían sin representante, solamente aquellos que se empeñaran en votar tanto en primera como en segunda opción a candidatos marginales.

Hagamos una última hipótesis para que el lector comprenda mejor nuestra propuesta. Sería perfectamente posible que en una circunscripción con seis escaños sólo resultaran elegidos cinco candidatos, porque sólo a ellos han ido los votos de los ciudadanos. Sería posible que el Congreso, con un total de 350 escaños, sólo tuviera, por ejemplo, 280 diputados, porque sólo a ellos han ido los votos de los españoles. En los sistemas electorales vigentes una hipótesis tal no tiene sentido; en el sistema que proponemos no plantearía ningún problema porque lo importante no es elegir a un número fijo de representantes sino que todos los votantes tengan su representante.



LA GOBERNABILIDAD DEL CONGRESO


El problema más grave que plantea este nuevo sistema electoral es la previsible fragmentación del Congreso de Diputados: probablemente aparecerán muchos partidos políticos, aparecerán diputados independientes no afiliados a partidos y probablemente no habrá ningún grupo político que obtenga la mayoría absoluta de los votos, que en España, teniendo en cuenta las previsibles abstenciones, tendría que acercarse a los 14.000.000 de votos.

Los actuales reglamentos parlamentarios se basan en el lógico principio de la decisión mayoritaria, es decir, todo órgano colegiado (puede ser el Pleno del Congreso o una comisión) decide en cualquier momento por la mayoría de votos de sus miembros presentes (mayoría simple) requiriéndose para algunos casos mayorías cualificadas. De acuerdo con este principio, la coherencia de las decisiones de un parlamento y su funcionamiento quedan garantizados cuando un conjunto de diputados, agrupados por un partido o por una coalición de partidos, alcanza la mayoría absoluta de la cámara. La seguridad de contar con una mayoría absoluta permanente y coherente es la mejor garantía de funcionamiento del parlamento. Pero no es condición indispensable, puesto que hay abundante experiencia, sobre todo en los parlamentos de los países nórdicos europeos, de funcionamiento con una mayoría no absoluta que cuenta con la no oposición sistemática del conjunto de la otra parte de la cámara. Para designar este fenómeno político se ha empleado la expresión "parlamentarismo negativo". Esta experiencia ya la hemos hecho en España con la UCD.

Nuestra propuesta es modificar el reglamento del Congreso para conseguir que la Cámara pueda funcionar apoyada en mayorías simples. Veamos.

En el procedimiento de investidura del presidente del Gobierno basta con la mayoría simple en la segunda votación cuando no se ha conseguido la mayoría absoluta en la primera. También basta la mayoría simple cuando el Gobierno plantea la cuestión de confianza. ¿Por qué en asuntos de tanta importancia la mayoría simple es suficiente para garantizar el funcionamiento del sistema y por qué no es suficiente contar con la mayoría simple para garantizar el funcionamiento en otros asuntos?

Reflexionemos sobre el caso especial de la moción de censura en que la propuesta no sólo es de rechazo del Gobierno (aspecto negativo) sino que simultáneamente tiene que incluir un candidato a la presidencia del Gobierno (aspecto positivo). Esta articulación compleja ha bastado para garantizar la estabilidad del Gobierno: la mayoría de la cámara tiene que estar de acuerdo no sólo en el aspecto negativo (voto en contra) sino también en el aspecto positivo de la propuesta. El contenido, por tanto, de la moción de censura y consiguiente votación no es "sí" o "no" al presidente A, sino presidente A o presidente B. Por tanto, son posibles dos tipos de votaciones: la del "sí o no" (votos a favor, votos en contra), y la que podríamos llamar de "alternativas positivas" (elegir entre A, B, C, etc.). Siempre que un órgano colegiado haya de tomar una decisión con una votación del tipo "sí o no" (hoy día es prácticamente el único que se aplica), la única manera de garantizar la aprobación (o el rechazo, si la propuesta viene de la oposición y el partido gobernante no quiere admitirla) es contar con la mayoría absoluta de los miembros. Pero si la decisión se toma sobre diversas propuestas positivas que se ponen a votación juntas, de modo que no haya lugar para el voto expresamente negativo (el voto en contra), aunque sí para la abstención, basta la existencia de un grupo (un partido o coalición) que tenga la mayoría simple con relación a los otros grupos para garantizar el funcionamiento coherente de la Cámara.

Es necesario clasificar las votaciones del Congreso para ver a cuáles de ellas se puede aplicar el sistema de las "alternativas positivas". En principio hay que reducir al mínimo los casos en que sea posible el voto puramente negativo (el voto en contra), porque el voto negativo es el recurso fácil para encubrir la propia incompetencia y porque en el voto negativo coinciden, sin ningún compromiso ni costo político, formaciones entre sí opuestas. Si a un partido le parece incorrecta una determinada propuesta o una determinada política, el pueblo tiene derecho a exigirle que exponga su alternativa, la que para dicho partido sería la propuesta correcta, que la razone y la proponga al parlamento para ser votada como alternativa. Si el tal partido no tiene alternativa, la única postura correcta es callarse y abstenerse.

Como es obvio, este apartado no tiene por objeto entrar en el prolijo tema de la elaboración de un nuevo reglamento parlamentario, sino exponer solamente de modo solamente indicativo que un parlamento puede ser perfectamente operativo con una mayoría simple y, consiguientemente, defender que el nuevo sistema electoral que proponemos es perfectamente compatible con la gobernabilidad de la cámara.


EL CAMINO HACIA EL NUEVO SISTEMA ELECTORAL


Por razones de claridad y rapidez nuestras reflexiones se han centrado en el Congreso de los Diputados. Es evidente que la democracia no se limita a dicha Cámara. Necesitamos más democracia también en el Senado. También en los parlamentos de las comunidades autónomas. Y, sobre todo, en los ayuntamientos. Decimos "sobre todo" porque la auténtica democracia que deseamos ha de construirse de abajo arriba y ha de comenzar por los ayuntamientos: cada ciudadano debe saber quién le representa en el ayuntamiento. Si los ayuntamientos no son verdaderamente democráticos, esto es, representativos y participativos, no hay auténtica democracia. Es evidente también que las propuestas que defendemos tienen una clara y fácil aplicación a cualquier cámara representativa de cualquier nivel democrático. El sistema electoral que proponemos es perfectamente válido y aplicable para las elecciones de las comunidades autónomas y para las elecciones municipales. En consecuencia, también hay que reformar los reglamentos de parlamentos y ayuntamientos para que el órgano colegiado pueda funcionar correctamente siempre que se consiga una sólida mayoría simple.

La puesta en práctica de este sistema exige resolver una serie de problemas técnicos de menor cuantía. Su discusión rebasa los límites de este artículo, cuyo objetivo es solamente suscitar un debate.

La prudencia aconsejaría aplicar este nuevo sistema primero a nivel local, luego a nivel autonómico y finalmente a nivel nacional. Todavía más prudentemente, el primer paso debería limitarse a introducir el nuevo sistema en los ayuntamientos de una o dos comunidades autónomas. Si hay voluntad política de profundizar en la democracia, hay que comenzar por los ayuntamientos. Pero, ¿hay voluntad política? Esta es la pregunta final y este es el problema de fondo.

Digamos con toda claridad que el gran problema de instaurar el sistema electoral que proponemos no es técnico sino político. En nuestra opinión el gran problema para la reforma del sistema democrático es la resistencia de los partidos. Creemos que este nuevo sistema electoral acabaría con la partidocracia tal como ahora la vivimos, porque la personalidad individual de los candidatos tendría mucha más importancia que en la actualidad. Al haber mucha menos distancia entre representante y representado la función mediadora de los partidos quedaría muy reducida. El representante sabría que su apoyo verdadero no está en el partido sino en sus votantes. El proceso electoral sería mucho más simple y menos costoso. La vida política sería mucho más transparente y menos propicia a la corrupción: cada diputado o concejal sabría que tiene detrás miles de ojos que han puesto su confianza en él. Y así podríamos ir imaginando las ventajas políticas del sistema electoral que proponemos. Pero, puesto que estamos en una partidocracia, poco se puede conseguir si solamente convencemos a los ciudadanos. Paradójicamente es en los partidos donde está la real dificultad para una profundización y modernización del sistema democrático representativo. Pero si los ciudadanos convencidos son muchos, cabe la esperanza de que las ejecutivas de los partidos también terminen por convencerse de que su futuro democrático está en una renovación del tipo que aquí proponemos.