12 de Octubre de 2005
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Bitácora de Juan Ramón Rallo Julián
Arthur Seldon nos deja
Ha muerto Arthur Seldon, célebre autor de Capitalismo y cofundador del Institute of Economic Affairs. Quizá uno de los mejores homenajes que podamos hacerle sea divulgar su pensamiento a través de sus siempre comprensibles reflexiones. Descanse en paz.
El capitalismo no pide defensa sino alabanza. Hablan por él sus logros en la creación de altos y crecientes niveles de vida para las masas, sin merma de las libertades personales. Sólo los sordos dejarán de oírlo y los ciegos dejarán de verlo.
Los políticos occidentales que desean el poder de control del gobierno han dejado ya de apellidarse socialistas. Han cambiado su nombre por el de demócratas. Con independencia de sus respectivos credos, ahora ocultan sus intenciones bajo diversas etiquetas: socialdemócratas, demócrtas liberales, demócratas cristianos. Pero bajo estas diversas denominaciones, lo que todos ellos persiguen es la supresión del capitalismo a manos del Gran Gobierno.
La propiedad privada del capitalismo produce una poderosa incitación a proteger, conservar, mejorar y ampliar los bienes poseídos. La propiedad pública (o común, o social, o municipal o colectiva) del socialismo, ya sea la del socialismo ruso o la del Servicio Nacional de la Salud, de los ferrocarriles o de las bibliotecas públicas de Gran Bretaña, destruye los incentivos para proteger o mejorar lo poseído.
La propiedad privada es una institución que funciona con poderosa eficacia. La propiedad pública es un mito, un eufemismo socialista tras el que se oculta el poder político, acaparado por un puñado de irresponsables sin los deberes de los propietarios. La política y los políticos, el gobierno y la burocracia ocupan sectores demasiado amplios de nuestra vida cotidiana, de nuestra existencia personal.
En el mercado las personas que soportan malos servicios pueden, de ordinario, acudir a otros proveedores; ya el simple conocimiento de que pueden hacerlo impide que estas deficiencias se extiendan o se mantengan durante mucho tiempo. En los servicios de la Administración los individuos están, en general, atados.
La idea del control público es una vaciedad. El control diario debe delegarse en los funcionarios en el caso de la administración pública y en los directores de las firmas en el caso del mercado, pero la diferecia entre la reducidísima capacidad de esquivar funcionarios ineficaces o corruptos y la facilidad de rehuir a ineficaces o corruptos directores de compañías privadas es de un grado tan amplio que se convierte en una diferencia de principio.
El error fundamental de los modelos macroeconómios todavía utilizados por los planificadores de la Administración es que reflejan totales o porcentajes de producción y consumo, de ahorro o de inversión, mientras que las decisiones individuales se guían básicamente por pequeñas variaciones marginales en estas cantidades.
Los valores del mercado son superiores a los del proceso político porque permiten a los ciudadanos expresar sus puntos de vista, sus preferencias, sentimientos, prevenciones, lo que les gusta o les desagrada como personas concretas, sin necesidad de tener que pasar por el filtro político de la aprobación de la mayoría (o de la minoría mayoritaria).
Si rechazamos la comercialización en las actividades de la vida humana, en los afanes cotidianos, en el ocio y los deportes, tendremos que aceptar la politización de todos estos sectores. Ésta es la alternativa. Llegados a este punto no pueden existir dudas sobre cuál de las dos opciones es preferible. El proceso de mercado permite las decisiones individuales; el proceso político exige que estas decisiones sean colectivas y que se les impongan a los individuos y a las minorías. El proceso de mercado amplía lo individual; el individuo puede errar, pero es él quien toma sus propias decisiones. El proceso político diluye al individuo en las decisiones colectivas.
El capitalismo no pide defensa sino alabanza. Hablan por él sus logros en la creación de altos y crecientes niveles de vida para las masas, sin merma de las libertades personales. Sólo los sordos dejarán de oírlo y los ciegos dejarán de verlo.
Los políticos occidentales que desean el poder de control del gobierno han dejado ya de apellidarse socialistas. Han cambiado su nombre por el de demócratas. Con independencia de sus respectivos credos, ahora ocultan sus intenciones bajo diversas etiquetas: socialdemócratas, demócrtas liberales, demócratas cristianos. Pero bajo estas diversas denominaciones, lo que todos ellos persiguen es la supresión del capitalismo a manos del Gran Gobierno.
La propiedad privada del capitalismo produce una poderosa incitación a proteger, conservar, mejorar y ampliar los bienes poseídos. La propiedad pública (o común, o social, o municipal o colectiva) del socialismo, ya sea la del socialismo ruso o la del Servicio Nacional de la Salud, de los ferrocarriles o de las bibliotecas públicas de Gran Bretaña, destruye los incentivos para proteger o mejorar lo poseído.
La propiedad privada es una institución que funciona con poderosa eficacia. La propiedad pública es un mito, un eufemismo socialista tras el que se oculta el poder político, acaparado por un puñado de irresponsables sin los deberes de los propietarios. La política y los políticos, el gobierno y la burocracia ocupan sectores demasiado amplios de nuestra vida cotidiana, de nuestra existencia personal.
En el mercado las personas que soportan malos servicios pueden, de ordinario, acudir a otros proveedores; ya el simple conocimiento de que pueden hacerlo impide que estas deficiencias se extiendan o se mantengan durante mucho tiempo. En los servicios de la Administración los individuos están, en general, atados.
La idea del control público es una vaciedad. El control diario debe delegarse en los funcionarios en el caso de la administración pública y en los directores de las firmas en el caso del mercado, pero la diferecia entre la reducidísima capacidad de esquivar funcionarios ineficaces o corruptos y la facilidad de rehuir a ineficaces o corruptos directores de compañías privadas es de un grado tan amplio que se convierte en una diferencia de principio.
El error fundamental de los modelos macroeconómios todavía utilizados por los planificadores de la Administración es que reflejan totales o porcentajes de producción y consumo, de ahorro o de inversión, mientras que las decisiones individuales se guían básicamente por pequeñas variaciones marginales en estas cantidades.
Los valores del mercado son superiores a los del proceso político porque permiten a los ciudadanos expresar sus puntos de vista, sus preferencias, sentimientos, prevenciones, lo que les gusta o les desagrada como personas concretas, sin necesidad de tener que pasar por el filtro político de la aprobación de la mayoría (o de la minoría mayoritaria).
Si rechazamos la comercialización en las actividades de la vida humana, en los afanes cotidianos, en el ocio y los deportes, tendremos que aceptar la politización de todos estos sectores. Ésta es la alternativa. Llegados a este punto no pueden existir dudas sobre cuál de las dos opciones es preferible. El proceso de mercado permite las decisiones individuales; el proceso político exige que estas decisiones sean colectivas y que se les impongan a los individuos y a las minorías. El proceso de mercado amplía lo individual; el individuo puede errar, pero es él quien toma sus propias decisiones. El proceso político diluye al individuo en las decisiones colectivas.
Comentarios
A mí no me gustó especialmente su libro Capitalismo. Muchos argumentos para rellenar absurdos tales como, recuerdo ahora, 'el socialismo es inviable mientras exista el egoismo', puaj
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