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14 de Octubre de 2006

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Todo un hombre de Estado
Bitácora de Juan Ramón Rallo Julián

Acuerdos de distribución y competencia: El caso del cine

Berlin Smith comentó hace unos días mi propuesta de boicot total al cine español. Desde su punto de vista, se deben hacer algunas matizaciones que a un economista liberal no se le pueden escapar, en concreto, que el mercado del cine no es de libre competencia.

¿Y ello por qué? Por los acuerdos colusorios entre las grandes distribuidoras norteamericanas. El tema ya surgió hace unos meses en la bitácora de Santiago Navajas, pero en aquel momentó se me olvidó responderle. Así que aprovecho este post para replicar a ambos.

El erróneo concepto de competencia perfecta

Gran parte de la comprensión actual del concepto de competencia está basado en los modelos de "competencia perfecta" (para una crítica relativamente detallada de este modelo, podéis consultar este artículo mío y especialmente este otro de George Reisman), que básicamente establece que todos los productores deben tener el mismo poder de mercado para que nadie logre explotar al consumidor cargándole precios superiores a su coste marginal de producción. La competencia actuaría, según este modelo, como un nivelador entre los competidores: el que se mueva no sale en la foto.

Casualmente, como recordaba Hayek, cuando eliminamos la posibilidad de rebajar los precios, diferenciar el producto, llegar a acuerdos entre empresas para rivalizar mejor con otras o publicitar más y mejor nuestros productos, poco o nada del significado de "competir" sigue en pie.

La competencia se caracteriza, en realidad, por un proceso de rivalidad entre individuos para alcanzar un mismo fin. Su etimología es clara cumpetitio o concurrencia múltiple de peticiones sobre una cosa. Cuando se compite no todos pueden llegar a la meta ya que, en otro caso, no existiría competencia entre ellos. La competencia perfecta, en cambio, pretende repartir equitativamente el resultado entre todos los participantes, de modo que la recompensa de cada uno se conoce con anterioridad al proceso competitivo. De hecho, si el resultado ya está predeterminado y la acción individual no puede modificarlo, no se genera ninguna competencia para lograrlo. La competencia perfecta simplemente significa la ausencia de competencia.

Cuando hablamos de competencia en el libre mercado (existen otras formas de competencia, como la política o la criminal), ésta sólo puede entenderse como que todos los fines competitivos y todas las acciones distinadas a lograrlos se concilien de forma voluntaria. Es decir, que los distintos actores del mercado puedan realizar y aceptar esas ofertas -con sus compromisos asociados- sin que nadie los reprima.

En definitiva, lo que caracteriza la competencia no es la ausencia de "poder de mercado" (entendido como capacidad para influir sobre el precio), sino la ausencia de "poder político" (entendido como capacidad para imponer por la fuerza la voluntad sobre otra persona).

Monopolio, diferenciación y acuerdo colusorio

Vamos a ver tres casos en los que suele argüirse que no existe competencia y que se está violentando el libre mercado. Dado que las dos primeras ya han sido objeto de estudio en muchas otras ocasiones (por ejemplo, aquí y aquí) y que el auténtico caballo de batalla de este post es el último, sólo los comentaré brevemente.

Suele decirse que el monopolio explota al consumidor al no existir competencia. Lo cierto es que desde el punto de vista de la competencia perfecta -donde sólo comparamos la elección en función de las opciones presentes predeterminadas-, cuando sólo existe una empresa en el mercado, los consumidores se hayan sometidos. Ahora bien, si tomamos la auténtica definición de competencia, comprobaremos que sólo cabrá hablar propiamente de monopolio cuando se impida por la fuerza que otros individuos lancen sus ofertas en el mercado. Por tanto, cuando exista libertad de entrada -de lanzamiento de ofertas- no habrá monopolio y, de hecho, si observamos que sólo existe una empresa en ese mercado, se deberá más bien a que es la más eficiente y la que mejor sirve a los consumidores, y no la más explotadora.

Si hemos dicho que la competencia consiste en llegar a un objetivo, las empresas únicas serán aquellas que han logrado su objetivo: lograr vender todos sus productos, hasta el punto de que otras empresas no pueden vender los suyos a precios y cantidades remunerativas.

Tan pronto como la empresa única comenzara a explotar al consumidor, siempre que exista libertad de entrada, otra podrá surgir para volver a ganar el favor del consumidor.

La diferenciación opera del mismo modo; es una estrategia de competición. La competencia puede efectuarse de dos modos: o rebajando la contrapartida exigida (competencia en precio) o incrementando el valor de lo entragado (diferenciación). Si a) una empresa quiere vender toda su producción con margen remunerativo, b) existen otras empresas que también quieren hacerlo y c) el mercado no está en expasión (o lo que es idéntico: para vender toda su producción dos empresas deberán ofrecer al menos uno de sus productos a un mismo consumidor), las empresas tendrán que lanzar ofertas para ganarse el favor del consumidor. Estas ofertas serán siempre o una rebaja del precio o un aumento de la calidad del producto que mantenga un margen atractivo.

Si eliminamos la diferenciación como instrumento de la competencia, estamos limitando en el nombre de la competencia la posibilidad de emitir ofertas, esto es, la posibilidad de competir. En concreto, dañaríamos a aquellas empresas capaces de generar continuamente nuevos valores añadidos sobre el producto con la menor movilización de recursos y factores productivos posibles. Es decir, restringiríamos el grado de innovación y de creatividad de los actores del mercado.

Es relativamente fácil darse cuenta de que tanto la existencia de una empresa única como de productos diferenciados no supone un atentado a la competencia, sino más bien el resultado previsible de un intenso proceso competitivo.

Lo que quizá resulte más difícil de entender es por qué los acuerdos colusorios tampoco lo hacen. Distingamos en primer lugar entre dos modalidades distintas de colusión. La primera sería equivalente a una fusión de todas las empresas del mercado: todas las empresas firman un acuerdo para fijar cuotas de producción e incrementar los precios.

Este acuerdo no supone un atentado a la competencia siempre que se mantenga la libertad de entrada y, de hecho, suelen ser acuerdos bastante inestables precisamente por eso. Lo que hacen los acuerdos colusorios es favorecer a los competidores ineficientes de manera gratuita: si yo vendo televisores más caros que Sony y Panasonic, pero ambas empresas acuerdan poner el precio por encima del mío, yo obtengo una ventaja competitiva sin hacer nada.

En ocasiones, sin embargo, el aumento del precio no favorecerá la entrada de ninguna nueva empresa. Imaginemos que yo puedo vender televisores a 1000 euros, pero que no lo hago por Sony y Panasonic los venden a 100. Pero estas dos empresas firman un acuerdo colusorio y los colocan a 900. El precio se ha multiplicado por nueve, pero yo sigo sin poder competir.

Aquí hay dos puntos a recordar. Primero, si ningún otro competidor puede vender por debajo de 900, el cartel seguirán siendo todavía quien mejor sirve al mercado. Segundo, el acuerdo colusorio puede ser muy beneficioso para el consumidor.

Sé que esta última afirmación puede parecer antiintuitiva, pero es esencial que lo comprendamos. Los consumidores no sólo reciben ofertas de parte del sector televisivo, sino del resto de la economía. Esto significa que todas las empresas están compitiendo entre sí por la captación de capital y, a través de él, de los factores productivos.

El incremento del precio de la televisión puede estar plenamente justificado para mantener un margen remunerativo. Si no incrementamos el precio y el interés sobre el capital invertido en el sector de la producción de televisores cae, las empresas progresivamente se descapitalizarán (el capital marchará a otros sectores que proporcionen un mayor interés) y, al final, es probable que sólo quede una de ellas que fije el precio en 900 (eso sí, con un tamaño y una capacidad productiva mucho menor del que habría tenido el cartel).

Si creemos que cuando esa única empresa se quede con todo el mercado (por ejemplo, es previsible que Boing termine batiendo a Airbus) el Tribunal de Defensa de la Competencia debería dividirla en dos para, de este modo, garantizar precios de 100, entonces sólo estaremos perpetuando una empresa pobre, incapaz de atraer capital, de invertir y de innovar. Venderemos televisores a 100, pero no se seguirá invirtiendo en incrementar la capacidad productiva o en descubrir mejores televisores, simplemente porque no es rentable.

En otras palabras, el cartel puede tener pleno sentido empresarial para incrementar la rentabilidad del negocio sobre los capitales invertidos y así mejorar el producto.

El otro tipo de acuerdo colusorio al que nos habíamos referido es probablemente el paradigma de restricción de la competencia y de creación de monopolios: los acuerdos de distribución explícitos o tácitos. Estos acuerdos consisten en que a) las empresas firman un acuerdo con todos los distribuidores para que no presten ese servicio a ninguna empresa adicional o b) se amenaza a las distribuidoras con cancelar sus contratos masivamente si prestan ese servicio.

Un intervencionista observaría rápidamente un fallo del mercado y reclamaría la entrada en escena del Tribunal de Defensa de la Competencia para garantizar que todas las empresas tengan acceso a los distribuidores.

En realidad, no obstante, estos acuerdos son una pieza esencial del funcionamiento del mercado. Los empresarios confrontan una incertidumbre inerradicable en la obtención de beneficios. Tienen que realizar importantes inversiones que no saben si algún día llegarán a recuperar.

Muchas de estas inversiones ofrecen una gran rentabilidad pero a su vez están sometidas a una elevada incertidumbre. Por ejemplo, se yo construyo el famoso puente entre Valencia y Mallorca, es evidente que me puede proporcionar grandes beneficios ante la enorme demanda que tendría. Ahora bien, para amortizar ese proyecto es probable que necesite entre 20 o 30 años, en cuyo momento las tarifas de avión pueden ser tan baratas que la gente utilice mucho menos el automóvil.

Conforme prolongamos en el tiempo la amortización de nuestra inversión, menor comprensión sobre las circunstancias futuras tenemos y, por tanto, más incertidumbre confrontamos.

Pero es evidente que muchas de esas inversiones podrían sernos útiles a los consumidores y que, por tanto, habrá empresarios dispuestas a proporcionarlas siempre que sean capaces de reducir el riesgo.

Uno de los mecanismos de los que disponen los empresarios para reducir el riesgo es a través de los acuerdos de distribución. "Dado que voy a hacer una inversión enorme, firmo contigo un contrato para blindarme durante todo el plazo convenido".

Por ejemplo, un empresario puede plantearse lo siguiente: "tengo la posibilidad de invertir en una máquina que reducirá el precio de los televisores a 25 euros, pero necesitaré 10 años para recuperar la inversión. Me reuniré con las grandes distribuidoras actuales, les ofrecerá la posibilidad de vender televisores a 50 euros, pero como contrapartida les exigiré que durante 10 años sólo distribuyan mi marca. Si soy incapaz de llegar a este acuerdo con todas las distribuidoras, no realizaré la inversión".

¿Implica esto un monopolio? En absoluto. Regresemos al significado de competencia que hemos explicado. Por un lado, sigue existiendo libertad para crear distribuidoras y fabricantes de televisores. Por otro, si el acuerdo no beneficia a los consumidores (por ejemplo, porque los televisores son muy baratos, pero prefieren otros más caros y de otra marca o calidad), tanto la empresa fabricante como las distribuidoras estarán confiriendo enormes ventajas comparativas al resto de actores del mercado. Si una mayoría significativa de consumidores quieren otros televisores, basta con crear una nueva distribuidora y forrarse.

El capital para crear esta nueva distribuidora afluirá tan pronto como caigan los márgenes del resto de distribuidoras o tan pronto como se anticipe el potencial competitivo de esta nueva distribuidora. De hecho, en buena medida esto es lo que sucedió con Wal-Mart.

La colusión aplicada al cine

Apliquemos ahora nuestras conclusiones teóricas a la industria cinematográfica.

Tomaré como punto de parte la exposición de Santiago Navajas de por qué las distribuidoras de cine yankee corrompían y falseaban la competencia:

  • Las distribuidoras norteamericanas restringen la libertad de los exhibidores de seleccionar la sala más adecuada para proyectar cada una de las películas contratadas.
  • También imponen el periodo en el que deben ser exhibidas.
  • Obligan a los exhibidores a adquirir las películas por paquetes. Junto a la película elegida les obligan a comprar también otras cinco o seis que suelen ser un fracaso.
  • El método empleado para controlar la recaudación, definir la política de promoción de las películas y establecer los porcentajes que cobran a las salas de cine españolas también era objeto de protesta ante el Tribunal.

Básicamente, la distribuidora yankee les dice a los cines españoles: “si queréis comprarme la película X tenéis que comprarla en paquete con las películas P, Q y R, aunque no las queráis; tendréis que proyectarlas en las mejores salas y durante el tiempo que yo os diga, en caso contrario no podréis comprar la película X”.

Desde la óptica de la competencia perfecta, las distribuidoras deberían limitarse a ser meros intermediarios que no aportaran nada al proceso. Compran a los productores y venden a los exhibidores con margen (quedaría preguntarse, por consiguiente, cuál es la función de la distribución en este esquema simplista).

En la práctica, no obstante, las distribuidoras siguen existiendo y prestando funciones sin que nadie en el mercado haya tratado de desbancarlas y la razón es tan sencilla como que permiten incrementar de manera muy notable la calidad y cantidad de películas y, por tanto, prestan un servicio muy importante al consumidor.

Los productores de películas gastan importantes sumas de dinero en películas conscientes de que las distribuidoras les comprarán sus películas. Y las distribuidoras compran todas esas películas conscientes de que las salas de cine tendrán que proyectarlas.

Las distribuidoras no tienen por qué tratar de anticipar el éxito de todas y cada una de las películas, basta con que juzguen si tiene probabilidades normales de éxito. Las desviaciones a la alza y a la baja de ese rendimiento normal se compensarán entre sí; o dicho de otro modo, habrá grandes fracasos pero también grandes éxitos.

De este modo, fijando ciertas condiciones del contrato de las salas se aseguran una publicidad y una promoción que colocará a las películas en la posición más favorable para recuperar el capital. Reducen la incertidumbre de la inversión en películas, lo cual permite que los productores gasten dinero en muchas superproducciones.

Imaginemos que los contratos se fijaran directamente entre las salas y los productores. Al margen del incremento de los costes que podría acarrear (costes de transacción), las salas sólo comprarían aquellas películas que acreditaran un éxito seguro. Por ejemplo, ¿qué la película se estrena en EEUU? Pues yo, sala española, la compro dos semanas después cuando vea las cifras de audiencia. ¿Que ha sido un fracaso? Pues no la compro. Resultado: ruina del productor.

En estos casos, resulta previsible que los productores articularan otro tipo de contratos como: “la película sólo podrá comprarse antes del estreno” o “el precio de adquirir la película irá incrementándose en función del paso del tiempo” (favoreciendo las compras anticipadas y arriesgadas frente a las tardías y más seguras). Y en todo caso, el riesgo asociado al proyecto haría que los inversores exigieran una prima mayor para llevar a cabo muchas superproducciones.

O dicho de otro modo, muchas películas que no se realizarían por ser incapaz de atraer esa mayor rentabilidad o bien sólo se realizarían a precios superiores a los actuales.

Las distribuidoras de películas, en cambio, permiten diseminar todo ese riesgo. Venden una película de éxito asegurado junto a muchas otras de éxito incierto (de hecho, hasta que no se proyecten no se conocerá su éxito o fracaso), para compensar los riesgos de estas últimas.

¿Y donde entra el consumidor en todo esto? Podría darse el caso de que los consumidores desearan menos películas y con una calidad muy elevada. Pero en este caso surgirían otras distribuidoras que sólo compraran lo mejor de lo mejor a precios un poco más elevados y luego las vendieran a las salas de distribución, sin paquetes ni condiciones.

Los cines tendrían una mayor libertad para eliminar de su cartelera las películas que no les gustan y podrían seleccionar mucho más las que sí quieren emitir. Ese mayor margen de maniobra –en la selección de ingresos y costes- debería traducirse en un mayor margen económico y en un mayor rendimiento sobre el capital que fuera desplazando progresivamente a los cines que ofrecen todo el paquete.

¿Por qué no sucede esto? Pues porque los gustos de los consumidores son variados y no desean ver únicamente películas muy muy buenas, pero muy muy escasas. Acuden al cine casi como una actividad de ocio al margen de la película proyectada, y para dar respuesta a todo ello es necesario que se creen cada año muchas películas.

Sólo las salas con mucha oferta –aunque sea mala en general- triunfan (de ahí la progresiva transición hacia los multicines desde los cines-teatro tradicionales) y esa amplia oferta sólo puede conseguirse si los productores tienen garantizada una mínima rentabilidad que sólo las distribuidoras pueden asegurarles.

Claro que este punto no agrada a la mayoría de defensores del cine patrio. Incluso Santiago Navajas llegó a afirmar que las condiciones de las distribuidoras provocaban que la igualdad de oportunidades de las películas no estuviera garantizada en España, Europa y el mundo.

Sería interesante analizar en este punto cómo el erróneo concepto de igualdad de oportunidades mina y destruye la libertad de oportunidades, pero nos llevaría por otros derroteros que no son objeto de este post.

La cuestión es que si los espectadores españoles o europeos quieren ver cine español y no pueden porque las salas están copadas con paquetes de cine americano, los propios defensores del cine nacional están dejando pasar oportunidades de beneficio extraordinarias.

Basta con que monten salas de cine que emita cine español y europeo y verán cómo los espectadores acuden a ellos. Puede que no tengan las grandes superproducciones yankees, pero tampoco las necesitan; se nos está diciendo que el cine español y europeo tiene suficiente clientela como para que sean capaces de pagar los costes de producción, distribución y exhibición sin la compensación de los grandes beneficios derivados del cine yankee. ¿Que no es posible? ¿Que lo que queremos para el cine español es que quede incluido en esos paquetes de películas malas que acompañan a las grandes producciones yankees? Bien, pues entonces sólo tenemos que montar una distribuidora que compre sólo las supermegaproducciones yankees y ofrecerlas en un paquete con las españolas. ¿Qué ese paquete es menos atractivo para las salas de exhibición que el paquete con pelis yankees? Pues organice un mejor paquete. ¿Qué ello dejaría al cine español en un lugar residual dentro de ese paquete? Pues lo lamento, que hagan mejores películas.

Conclusión

Los acuerdos de distribución de películas no suponen una restricción al libre mercado. Muy al contrario, son el mecanismo que la creatividad empresarial proporciona para solucionar o minorar el problema de la incertidumbre y así permitir la realización de inversión muy productivas (y muy arriesgadas) dirigidas a satisfacer a los consumidores.

En tanto subsista la libertad de entrada, la auténtica competencia perdura en el mercado; sólo cabe afirmar que cualquier intervención de la legislación antitrust tan sólo ataca ese sano proceso competitivo.


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