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Explotación infantil, boicots y el camino a la pobreza

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Traducido por Daniel Rodríguez Herrera

Dos periodistas cuentan esta anécdota desde Tailanda:

Entre la media docena de hombres y mujeres comiendo sentados en un banco, había un trabajador de treinta y muchos años llamado Mongkol Latlakorn. Era un día caluroso, perezoso, de modo que empezamos a charlar sobre la comida y, poco después, sobre nuestras familias. Mongkol mencionó que su hija, Darin, tenía 15 años, y su voz se suavizaba cuando hablaba de ella. Era bonita y lista, y laesperanzas de su padre descansaban en ella.

- ¿Está en el colegio? - preguntamos.

- Oh, no – dijo Mongkol, con sus ojos brillando, divertidos por la ocurrencia -. Ella trabaja en una fábrica en Bangkok. Hace ropa para exportar a America. – Entonces nos explicó que le pagaban dos dólares al día por turnos de nueve horas, seis días a la semana.

- Es un trabajo peligroso – añadió -. En dos ocasiones las agujas le atravesaron las manos. Pero sus jefes le vendaron las manos y, en ambas ocasiones se puso mejor y pudo volver al trabajo.

- Es terrible – murmuramos compasivamente.

Así comienza el artículo sobre la explotación laboral en el New York Times escrito por Nicholas Kristof y Sheryl WuDunn hace dos años. Los dos han estado viviendo algunas temporadas en Asia durante 14 años, investigando y escribiendo su libro sobre las emergentes economías asiáticas, Thunder From the East. Como la mayoría de los occidentales, Kristof y WuDunn llegaron a Asia horrorizados por las condiciones de trabajo de las que habían oido hablar y que pudieron presenciar personalmente. Como la mayoría de los occidentales, acostumbrados a jornadas de 40 horas, permisos por enfermedad y vacaciones, ambos estaban indignados por la manera en que las compañías occidentales explotaban a los trabajadores del Tercer Mundo. Pero continuemos leyendo:

Mongkol nos miró, desconcertado.

- Es una buena paga - dijo -. Espero que pueda mantener ese trabajo. Hay rumores sobre el cierre de fábricas aquí y allá, y a ella le han dicho que su fábrica puede cerrar. Ojalá no suceda. No sé lo que haría ella entonces.

La historia de Mongkol ilustra como, en el momento en que escribieron su libro, las opiniones de Kristof y WuDunn sobre las condiciones laborales en las fábricas del Tercer Mundo habían cambiado notablemente. Aunque lamentables, concluyeron que eran un paso crucial y necesario en la evolución de la mayor parte de las economías hacia la prosperidad.


Prohibiciones y boicots

Kristoff y WuDunn están en lo cierto, por supuesto. Y los esfuerzos por prohibir, boicotear o cerrar esas fábricas no harán más que perjudicar a la gente que trabaja allí. Eliminar la mejor de un puñado de malas opciones no beneficia en nada a los pobres. Les hace daño. A veces incluso les mata. Los ejemplos abundan:

  • A principios de los 90, el Congreso de Estados Unidos estudió la aprobación de una ley (Child Labor Deterrence Act) que habría castigado a las compañías que se beneficiaran del trabajo infantil. La ley nunca se aprobó, pero el debate que generó presionó enormemente a varias compañías multinacionales, entre ellas, a un fabricante textil alemán despidió a 50.000 niños en Bangladesh. La asociación británica Oxfam realizó después un estudio que mostró como miles de esos niños despedidos terminaron en la prostitución, el crimen o en la muerte por hambre.
  • La organización de las Naciones Unidas UNICEF informó que el boicot internacional a la industria nepalí de la alfombra a mediados de los 90 provocó que varias fábricas tuvieran que cerrar; miles de chicas nepalíes entraron entonces en el negocio del sexo.
  • En 1995, un conjunto de grupos contrarios a la explotación llamó la atención sobre las condiciones en las fábricas textiles de Pakistan dedicadas a las prendas deportivas. En respuesta, Nike y Reebok cerraron sus factorías en Pakistan, y otras compañías las acompañaron poco después. El resultado fue de decenas de miles de pakistaníes desempleados. El sueldo medio en Pakistán bajó un 20%. Según Keith E. Maskus1, economista de la Universidad de Colorado, estudios posteriores mostraron que una gran proporción de ellos acabaron en la delincuencia, la mendicidad o la prostitución.
  • En 2000, la BBC realizó un reportaje sobre fábricas en Camboya que tenían lazos tanto con Nike como con Gap. La BBC reveló durísimas condiciones de trabajo, encontrando niños de menos de 15 años trabajando en turnos de más de 12 horas. Tras la emisión, tanto Nike como Gap dejaron Camboya ante la presión de la opinión pública. Camboya perdió 10 millones de dólares en contratos y cientos de camboyanos perdieron sus trabajos.


Cómo el comercio libre elimina la explotación

En realidad, todos los países prósperos del planeta pasaron por un periodo en el que dependieron del trabajo en condiciones miserables. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Suecia y muchos otros recorrieron el camino a la modernidad a lomos del trabajo infantil. La decisión era sencilla: o trabajo o hambre. No era una elección maravillosa, pero al menos tenían elección. Los activistas anti-globalización están haciendo todo lo que está en su mano para asegurarse de que esa decisión no pueda ser tomada por aquellos que viven las economías más pobres.

Los críticos argumentan que, al contrario que a principios del siglo veinte, actualmente las compañías son suficientemente prósperas como para pagar jornales de subsistencia mínima, establecer condiciones de trabajo saludables y proteger el medio ambiente en el tercer mundo. Pueden estar en lo cierto.

Pero entonces, ¿qué ventaja tendría para ellos invertir en los países en desarrollo? El trabajo barato es lo único que el tercer mundo tiene para atraer la muy necesaria inversión de los países occidentales. Si se elimina, no habrá ninguna empresa que incurra en los costes de construcción de fábricas, transporte, seguridad y todos los demás gastos que implica mantener la producción en el extranjero.

Uno de los principales críticos del libre comercio llega a admitirlo. En la introducción a su libro The Race to the Bottom, el icono de la anti-globalización Alan Tonelson escribe lo siguiente, en referencia a la Organización Mundial de Comercio:
La mayoría de los miembros del tercer mundo en la organización – o al menos sus gobiernos – se oponen a incluir cualquier derecho laboral o protección medioambiental en los acuerdos comerciales. Veían los bajos salarios y un control bajo de la contaminación como los mayores activos que podían ofrecer para atraer a los inversores internacionales para crear fábricas y empleos y traer el capital que necesitan desesperadamente para otros propósitos relacionados con el desarrollo. Efectivamente, observan, la mayoría de los países ricos ignoraron el medio ambiente y limitaron el poder de los trabajadores (por decirlo suavemente) al comienzo de sus historias económicas. ¿Por qué los países en desarrollo hoy deberían ser más estrictos?
Tonelson, por supuesto, estaba en el camino de hacer otro argumento. Pero, inadvertidamente, reveló una inconsistencia que siempre pone en duda la legitimidad de la lógica anti-globalización: los boicots, el "comercio justo", las regulaciones y la presión pública no castigan a las corporaciones que se benefician del trabajo en el Tercer Mundo. Tan sólo hacen daño a los trabajadores de los países pobres y, en menor grado, a los consumidores occidentales.

La mejor manera de reducir los apuros de esos trabajadores es más comercio libre, no menos. Si los trabajadores ganan 75 céntimos en la Fábrica A – la única en la ciudad – lo mejor que puede pasarles es que abra otra fábrica. Si la Fábrica B paga menos de 75 céntimos, no atraerá a los trabajadores. Si ofrece exactamente 75 céntimos, atraerá a los pocos trabajadores que no haya conseguido trabajo en la Fábrica A. Si ofrece, en cambio, más de 75 céntimas, posiblemente conseguirá a los mejores trabajadores de la Fábrica A. La Fábrica A debe decidir si aumenta sus salarios o busca nuevos trabajadores, lo que significa que habrá más empleo.

La alternativa: obligar a la Fábrica A a pagar salarios artificialmente altos. Esto elimina la ventaja que llevó a la Fábrica A a invertir en un país en vías de desarrollo. La Fábrica A empaqueta sus bártulos y vuelve a los Estados Unidos. La Fábrica B nunca llega existir, porque la compañía que iba a construirla no ve ninguna ventaje (léase trabajo barato) en invertir en un país en desarrollo. Los sueldos en la Fábrica A pasan de 75 céntimos al día a nada.

En lugar de tener dos fábricas pagando al doble de trabajadores sueldos más altos, permitiéndoles avanzar lentamente en el camino que les aleja de la pobreza, una comunidad es privada de sus fábricas, sus empleos y su esperanza.


Algunos ejemplos del éxito de la "explotación"

La historia reciente tiene muchos ejemplos de historias sobre como el trabajo en términos de explotación ha ayudado a economías pobres a saltar a la prosperidad. Y dada la interconectividad y la tecnología disponibles en la economía mundial actual – y las grandes cantidades de riqueza occidental que pueden emplear para ayudarse – podrían dar el salto en una fracción del tiempo que le costó a Occidente.

Kristoff y WuDunn indican, por ejemplo, que le llevó 58 años a Gran Bretaña duplicar su renta per capita tras su revolución industrial. China – hogar de millones de trabajadores explotados – duplica su renta per capita cada diez años. En la provincia sureña de Dongguan, salpicada de fábricas, los salarios se han multiplicado por cinco en tan solo los dos últimos años. "Ha aparecido un mercado privado de vivienda", escriben Kristof y WuDunn, "y se abren salas de videojuegos y escuelas de informática para satisfacer a trabajadores con ingresos crecientes… empieza a asomarse la clase media."

Los dos autores indican que, si las provincias chinas fuesen países separados, las 20 economías que más rápidamente han crecido de 1978 a 1995 serían todas chinas.

El economista sueco Johan Norberg escribe en su libro In Defense of Global Capitalism que si a Suecia le costó 80 años llegar a la modernidad, a Taiwan y Hong Kong sólo les llevó 25. Predice que todo el sureste asiático será suficientemente próspero para prohibir el trabajo infantil en 2010.

Y es justo eso. Un país debe poder permitirse prohibir el trabajo infantil para que el trabajo infantil desaparezca. En otro caso, sin trabajo, los niños mendigarán, morirán de hambre, de malaria o de diarrea.

China, Taiwan, Hong Kong – todos aceptaron el trabajo en durísimas condiciones como escalón a la prosperidad.


Buenas intenciones y el camino a la pobreza

Comparemos estos países con aquellos que tradicionalmente han "prescindido" de estas condiciones de trabajo: los resultados son contundentes.

India, por ejemplo, se ha resistido durante largo tiempo a ser "explotada" por la inversión extranjera. Fue, por ejemplo, una de las últimas grandes naciones del mundo en las que se introdujo la Coca-Cola. En consecuencia, la India vivió en una pobreza abyecta durante décadas. India solo abrió sus mercados a Occidente en la última parte del siglo pasado y, como escribe Norberg, su economía mostró inmediatamente signos de vida. El porcentaje de niños que trabajan ha caído del 35% al 12%.

El economista y columnista sindicado Thomas Sowell describe como los sentimientos en contra de ese tipo de empleos impidieron en los años 50 en Ýfrica del Oeste:
Hace medio siglo, la opinión pública en Gran Bretaña llevó a sus empresas instaladas en el Ýfrica Colonial a pagar salarios más altos que los que las condiciones económicas locales hubiesen ganado. ¿Cuál fue el resultado? Muchas más solicitudes que empleos.

No sólo un gran número de africanos frustrados no consiguieron trabajo. Tampoco obtuvieron la experiencia laboral que les hubiera permitido mejorar sus capacidades y convertirse en trabajadores mejores y mejor pagados en el futuro.
Hoy, por supuesto, el Ýfrica occidental y subsahariano está entre las regiones más necesitadas de la tierra. La renta per capita es actualmente menor que la que fue en los 60.

Pero incluso en esa desolación parpadean tenues destellos de esperanza. Norberg escribe que unos pocos países - Botswana, Ghana y, más notablemente, Uganda – han liberalizado sus políticas comerciales en los últimos años y ya han empezado a ver reducciones de dos dígitos en sus índices de pobreza. Uno se pregunta que hubiera sucedido si la bienintencionada opinión pública británica de los años 50 se hubiera aguantado la incomodidad a corto plazo del principio de la industrialización africana a cambio de los beneficios a largo plazo de unas economías modernas. El Ýfrica de hoy podría haber sido muy, muy diferente.


El debate continúa...

Al final, es perfectamente natural y aceptable para los cómodos consumidores occidentales el sentirse perturbados por las condiciones de trabajo en el extranjero. Presiones modestas sobre las compañías pueden llegar a reducir esa pesada carga que tienen las economías subdesarrolladas sobre sus hombros. Pero boicotear las fábricas del Tercer Mundo – o apoyar leyes en casa que fuercen la implantación de "salarios de subsistencia" fuera – les roba a esas naciones sus ventajas competitivas sobre los mercados occidentales.

Los gobiernos de los países subdesarrollados dan la bienvenida a las explotadoras fábricas. La mayoría de los trabajadores del tercer mundo también. La historia ha mostrado que son importantes para la maduración de las economías en desarrollo. Los consumidores occidentales conseguirán bienes más baratos. Los únicos perdedores parecen ser los activistas anti-globalización y los sindicatos incapaces de competir con fuerzas de trabajo más baratas. Puestos unos frente a otros, los ganadores del debate parecen claros.

1 The Race to the Top: The Real Story of Globalization, de Tomas Larsson.