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Contra el protocolo de Kyoto

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Esta serie de artículos fue publicada originalmente en La Revista de Libertad Digital.
 
¿Se está calentando el planeta?
Por Fernando Díaz Villanueva
 
El latiguillo de moda de unos años a esta parte entre gentes de progreso y políticos de retroceso es el del calentamiento global. Todos los desajustes meteorológicos, desde las inundaciones a las olas de frío pasando por las sequías, los tifones y los vendavales, se explican por el mismo patrón. El planeta se está calentando, y, como consecuencia de ello, las cosechas se perderán, los bosques se secarán y la humanidad perecerá achicharrada bajo un sol de justicia. ¿Tal es el desesperanzador futuro que le espera a nuestro mundo?, ¿es cierta la profecía del calentamiento global?
 
Lo cierto es que no lo sabemos. Ni los científicos, ni los políticos, ni nadie en absoluto. No hay evidencias que apunten a que el planeta se caliente, al menos en el largo plazo. Hace menos de treinta años, tan pocos que muchos de los lectores aún lo recordarán, la misma comunidad científica que hoy se apuesta el dedo meñique a que su predicción es correcta, aseguraba que la tierra se encontraba a las puertas de una glaciación. Curiosamente achacaban su causa a los mismos males que hoy provocan el calentamiento. Según aquella descabellada teoría, en los años venideros los glaciares y los casquetes polares avanzarían inexorablemente enterrando a la corrupta civilización occidental bajo varios metros de hielo purificador. El pronóstico falló pero entonces muchos se la creyeron a pies juntillas.
 
La historia no era nueva, diez años antes, en la década de los sesenta, los mismos científicos, o sus profesores universitarios, habían profetizado que se estaba incubando una bomba poblacional que acabaría con los recursos del planeta y provocaría una hambruna sin precedentes. La biblia de aquel movimiento neomaltusiano fue un librito de un tal Paul Ehrlich, un majadero que se dedicaba a la cría de mariposas, titulado The Population bomb (La bomba poblacional) que obtuvo un notable éxito editorial. A juicio de Ehrlich “La batalla para alimentar a toda la humanidad se ha acabado [...] En la década de los 70 y 80, centenares de millones de personas se morirán de hambre”, y no precisamente en Ýfrica, el entomólogo aseguraba que unos 65 millones de norteamericanos morirían de inanición en la década de los setenta, “la mayoría niños” precisaba con intención de atemorizar a los lectores. En aquella década naturalmente nadie murió de hambre en Estados Unidos cuya población ha aumentado en 100 millones de personas desde la publicación del libro en 1968.
 
Las profecías apocalípticas de Ehrlich sin embargo cuajaron, y se sumaron a las de los primeros ecologistas, los de la nueva era glacial. Los hippies y los universitarios ociosos las tomaron como propias, y anduvieron lo menos tres lustros incordiando con su verdad revelada a gobiernos, empresas y ciudadanos indefensos a través de la televisión y las pretenciosas revistas científicas. Ehrlich estaba tan convencido de su teoría que llegó a aceptar una apuesta del afamado economista liberal Julian Simon sobre su proyectado encarecimiento de las materias primas. Ehrlich perdió y, aprovechando la derrota, publicó otro libro, The population explosion en 1990 reafirmándose en su tesis del fin de los recursos y el hambre generalizada. Como era de prever no volvió a dar ni una pero siguió teniendo lectores muy apasionados que todavía hoy repiten como papagayos su repertorio de sandeces.
 
Gran parte de los lectores de Ehrlich y casi todos los que en los setenta se dejaron los dedos escribiendo para demostrar la nueva era glacial que se nos venía encima, son hoy los valedores del calentamiento global. Con semejante currículo es ya difícil confiar en sus predicciones pero, como el tiempo no pasa en balde, los apóstoles del armaggedon se han dotado esta vez de un nuevo prontuario con apariencia más científica y más resultona en los medios audiovisuales. Y es que el calor asusta más que el frío, perecer asfixiado, envuelto en sudor y sufrimientos es de una plasticidad mayor que la aséptica e indolora muerte por congelamiento. De esta manera, los que antaño daban alaridos por la reaparición de los hielos perpetuos, hogaño nos advierten de lo inevitable de un calentamiento general del planeta sino se hace lo que ellos dicen.
 
El hecho es que la tierra puede perfectamente estar calentándose o estar enfriándose. La tendencia, simplemente, la desconocemos. Si algo han aprendido los climatólogos, desde que esa disciplina se convirtió en ciencia, es que el clima es tan caprichoso como variable, y tan difícil de pronosticar como huidizo al limitado entendimiento humano. Hace mil años, ayer por la tarde en términos geológicos, el clima era más cálido. Hacia el año 1000 de nuestra era los vikingos llegaron a Groenlandia y la llamaron así porque el paisaje era eminentemente de color verde, no en vano Groenlandia en inglés se dice Greenland, Tierra Verde. Hoy la mayor isla del mundo es un casquete polar, un enorme cubito de hielo varado en mitad del Atlántico y prácticamente inhabitable. Por aquel entonces, en el amanecer del segundo milenio, sabemos que la bondad de las temperaturas posibilitó que las áreas de cultivo se extendiesen hasta la misma Escandinavia o que, por ejemplo, la población de Europa creciese notablemente. Los expertos conocen esta época, comprendida entre los siglos X y XIV, como el óptimo climático medieval. Si los climatólogos lo han llamado óptimo será por algo, y es que cuando la temperatura media del planeta sube la vida florece, ha sido así desde que el mundo es mundo y desde que el primer organismo unicelular hizo su debut en el caldo primigenio.
 
Pero, como ya apunté antes, el clima es cambiante, y al pequeño óptimo de la Edad Media le sucedió lo que se ha denominado como la Pequeña Edad de Hielo que se inició tímidamente en el siglo XV y se extendió hasta bien entrado el XIX. En Londres, por ejemplo, se celebraban ferias sobre el cauce helado del Támesis hasta tiempos de Napoleón, y en Madrid, en la cálida España, existió una pista de patinaje sobre hielo natural en el parque de El Retiro hasta el reinado de Alfonso XII. Si hoy observamos el soberbio río que atraviesa el centro de Londres, o si nos detenemos ante los rosales que hoy ocupan la antigua pista de patinaje de El Retiro concluiremos que el clima se ha calentado, y estaremos en lo cierto. Hace más calor que hace un siglo pero no sabemos porqué. Hace más frío que hace un milenio y tampoco sabemos porqué. La condición humana tiene estas servidumbres.
 
Algunos astrónomos han apuntado que la causa quizá se encuentre en las manchas solares porque, a fin de cuentas, el único radiador que calienta la tierra es el astro rey y sólo de los rayos que nos regala pueden provenir cambios térmicos de semejante envergadura. Otros buscan los cambios en la oscilación natural del clima. Según esta teoría cada 10.000 años el hemisferio norte se congela para entrar en un letargo de unos 100.000 años. A esto se le conoce como glaciación. Casi toda la orografía de la Europa actual está modelada por los glaciares, y algunas partes del continente han estado durante varios periodos completamente enterradas bajo el hielo. Si la tendencia se mantiene lo lógico es pensar que lo próximo que nos espera es una glaciación porque hace más o menos 10.000 empezaron a retroceder los hielos, es decir, que nos encontramos en el ocaso de un periodo interglaciar.
 
Ante evidencias de tal magnitud, esto es, clima sumamente variable, glaciaciones brutales y dulces óptimos en los que prospera la vida, los ecologistas apenas pueden ofrecer unos estudios realizados con un ordenador, si, un ordenador como el que tiene usted en casa pero algo más potente. En la matriz de datos de estas computadoras ejecutan unos programas llamados Modelos de Circulación General o MCG a los que suministran una cantidad –siempre limitada- de variables. Las conclusiones son las que ellos quieren. Crean en la memoria de estos ordenadores una atmósfera en miniatura y al antojo del investigador de turno que, por lo general, suele ser ecologista y suele estar concienciadísimo con eso del medio ambiente. Si los resultados no confirman la hipótesis prefabricada del científico, éste seguirá modificando las variables hasta decir eureka y presentarlo como un gran descubrimiento.
 
Las sucesivas conferencias sobre el cambio climático se han inspirado en los datos extraídos de esos modelos, las decisiones de muchos gobiernos se han tomado partiendo de esos datos, y el célebre y discutido Protocolo de Kioto es la aplicación práctica y a escala global de lo que unos científicos jugando a ser Dios han conseguido sacar a sus máquinas. Tras el presumido consenso de la “Comunidad Científica” viene la campaña de propaganda. Del primero se enteran cuatro, los autores del experimento y dos más aficionados a perder el tiempo con estas cosas. Del segundo, en cambio, nos enteramos todos. No existe organización ecologista que no dé el tostón con lo del calentamiento global. Son además pertinaces e inasequibles al desaliento. Si hace un verano especialmente caluroso es muestra inequívoca de sus teorías. Si llueve más de la cuenta significa que el clima anda como loco y apoya la tesis del calentamiento. Si hace frío, mucho frío, aunque más difícil de defender, también se toma como una evidencia de que algo falla y, naturalmente, de que algo hay que hacer.
 
Los ecologistas parecen tener en la cabeza una temperatura idónea fuera de la cual todo es sospechoso y antinatural. ¿Cuál es la temperatura ideal de la Tierra?, la actual, la del óptimo climático medieval, tal vez la de la pequeña edad de hielo, o quizá la de la última glaciación que transformó el continente europeo en un inmenso casquete. Ni el más curtido de los auto arrogados defensores del planeta podría contestar a esta pregunta, porque, tras el camelo del calentamiento global, no hay ecología, ni climatología, ni ciencia, ni siquiera sana curiosidad por el devenir térmico del planeta. Detrás del bulo hay ideología, y de la mala. Tras los bastidores del timo de principios de siglo se encuentra un subproducto de la ideología que subyugó a un tercio de la humanidad bajo la hoz y el martillo durante 70 interminables años. El ecologismo es marxismo simplificado, remozado y pasado por la turmix para hacerlo más digerible a las nuevas generaciones. Se vale de lo mismo, de la mentira, de la desinformación y de la propaganda, eso sí, escudándose tras un pretencioso consenso científico que, como dijo un sabio, es siempre el primer refugio de los granujas.
 
 
¿Qué es el Protocolo de Kioto?
Por Gabriel Calzada
En junio de 1988, coincidiendo con una época de sequedad y calor extraordinarios, un científico de la NASA, James Hansen, declaró ante el congreso de los EE.UU. que existía una fuerte "relación causa efecto" entre las altas temperaturas y las emisiones humanas de ciertos gases en la atmósfera. Hansen desarrollaría un modelo informático que predecía una elevación de la temperatura media global del planeta entre 1988 y 1997 de casi medio grado centígrado.
 
Si bien el modelo y sus conclusiones fue duramente criticado por la inmensa mayoría de los climatólogos, fue muy bien recibido por la prensa y por un movimiento ecologista que hasta hacía nada trataba de alarmar a la ciudadanía de los países desarrollados con la supuesta llegada del Apocalipsis de la mano de una gran glaciación. En 1990, espoleada por el modelo de Hansen y otros similares, las Naciones Unidas organizaron uno de esos circos a los que nos tiene tan acostumbrados –y al que en esta ocasión llamarían Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC)– para tratar de hacer creer al mundo que el medio político y no el económico soluciona los grandes problemas del planeta como, supuestamente, sería el caso de un clima con temperaturas alocadamente ascendentes por culpa de la actividad –económica– humana.
 
Por desgracia para el movimiento, 1997 tenía que llegar algún día y los datos reales sobre la variación de las temperaturas se conocerían. En efecto, resultó que el calentamiento de aquellos 10 años se había quedado reducido a 0,11 grados centígrados según las estaciones meteorológicas situadas en tierra, casi cinco veces menos de lo esperado por los alarmistas. Ahora bien, si se tomaban los datos más precisos de los que se disponía, las mediciones mediante satélites, el calentamiento no sólo no había existido sino que las capas bajas de la atmósfera habrían experimentado un enfriamiento de 0,24 grados centígrados.
 
A pesar de que el IPCC había hecho el ridículo más espantoso al dar por buenos los modelos faltos de respaldo científico que la realidad se encargaría de desbaratar, el plan para rescatar al mundo del gran peligro fraguado, según el movimiento radical ecologista, por el egoísmo capitalista, no se iba a detener. Así, el IPCC de 1995 reconoció la veracidad de las críticas científicas a la teoría del calentamiento global, pero sugirió que podía ser que los efectos nos resultasen invisibles debido a la interacción de otras emisiones humanas –concretamente los sulfatos- que estarían ocultando la peligrosa realidad subyacente. Vamos, que aunque no se hubiese podido verificar su existencia, el calentamiento antropógeno del planeta estaría teniendo lugar de manera imperceptible. ¿Y qué otra cosa podíamos esperar de unos señores que cobran enormes sueldos y majestuosas dietas por reunirse y planificar la salvación de todos los seres vivos del planeta?
 
Así es cómo nace el acuerdo para poner en marcha un plan de salvación mundial consistente en reducir la emisión de los gases que supuestamente estarían provocando el calentamiento del planeta, también conocidos como gases de efecto invernadero (GEI). El protocolo, llamado de Kyoto en dudoso honor a la ciudad que acogió su redacción, es un documento a través del cual, una vez ratificado por los gobiernos o parlamentos de los países firmantes, éstos se comprometen a que sus ciudadanos limiten las emisiones de dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, hidrofluorocarbonados, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre. El objetivo consiste en reducir el nivel de las emisiones humanas de esos gases en "no menos del 5% al de 1990 en el periodo de compromiso comprendido entre el año 2008 y 2012." Para lograrlo, además de recomendarse el fomento del desarrollo sostenible, la promoción de "sistemas agrícolas sostenibles a la luz de las consideraciones del cambio climático" o la reducción de las deficiencias del mercado y de cualquier incentivo fiscal o libertad comercial que pueda ser considerada contraria al fin último e incuestionable de un desarrollo sostenible sin cambios climáticos, se determina el nivel definitivo al que cada país tiene que limitar sus emisiones. Quién sabe si conscientes de la radicalidad del proyecto y de las catastróficas consecuencias socio-económicas a las que su cumplimiento tiene que dar lugar, y que luego analizaremos, los redactores del protocolo de Kyoto previeron en el artículo 6 la creación de un mercado de derechos de emisión en el que los países o las empresas poseedoras de estos derechos podrían venderlos a otros países o empresas y, así, dispersar, retrasar y difuminar los efectos sobre la economía mundial. Para garantizar el cumplimiento, el protocolo anuncia el nombramiento de comités de expertos que controlen la viabilidad de los planes nacionales y la veracidad de los informes anuales sobre cumplimiento que el protocolo requiere a los gobiernos de los países firmantes. Además, se establece que los países desarrollados que firmen el tratado cooperen con los países pobres, mediante ayuda financiera y tecnológica, para dotarles de aquellas tecnologías que ayuden a limitar sus emisiones de gases y a logar un desarrollo sostenible de sus economías.
 
Por lo que atañe a España, en el año 2012 las emisiones de los GEI no deberán exeder en un 15% el nivel de 1990. Ese dato se traduce en la menor cuota de emisiones autorizadas de CO2 en toda Europa: 8,1 tonelada por habitante y año, la mitad que, por ejemplo, Irlanda. Además, como era de esperar, la realidad productiva de este país se ha encaminado por otras direcciones. En el año 2000 las emisiones ya eran un 33,7% superiores a las de 1990 y se calcula que en el año en curso debemos de haber sobrepasado holgadamente las del año de referencia en más de un 40%. Si el gobierno socialista no estrangula las previsiones de crecimiento más moderadas, y aún contando con un fuerte incremento en la eficiencia de los procesos productivos, en torno al año 2010 el diferencial entre la reducción comprometida a través de la ratificación del salvaje protocolo de Kyoto y el incremento de las emisiones asociadas al crecimiento esperado en un entorno de mayor eficiencia energética y productiva sería de un mínimo de 41 puntos porcentuales. Ese diferencial supondría la necesidad de adquirir anualmente derechos de emision para unas 125 millones de toneladas de emisiones, lo que supondría un desembolso de entre 1875 y 3750 millones de euros anuales. Para hacerse una idea de lo que suponen esas cantidades astronómicas, un valor medio de dicha horquilla representaría más del doble del Fondo de Cohesión que España recibió de la UE en el año 2003 o algo más que la aportación del Estado al Fondo de Reserva para Pensiones.
 
Pero de acuerdo con el régimen de comercio europeo de derechos de emisión, hay sectores regulados que soportarán la inmensa mayoría de la carga y sectores no regulados que se verán algo más liberados. En el año 2000 el 59,9% de las emisiones provenían de sectores no regulados como el transporte, la agricultura, la alimentación, los servicios o las emisiones residenciales. Así que los sectores regulados (Eléctrico, refino de petróleo, cemento, cal-vidrio-cerámica, papel y siderurgia) tendrán que bailar con la más fea en el cumplimiento del protocolo de marras. El panorama no puede ser más desolador. El sector eléctrico, previsiblemente el más afectado por el protocolo y contra el que el mismo pareciera estar diseñado, espera tener un déficit en nuestro país de 12,2 millones de toneladas anuales lo que, en caso de haber suficientes derechos en venta a los precios estimados actualmente, podría costarles 244 millones de euros anuales. Tan sólo la preponderancia de una ideología roji-verde totalmente fanatizada puede explicar que ni siquiera bajo estas circunstancias se le permita a las compañías aumentar la producción de energía a través de nuevas centrales nucleares que pueden producir gran cantidad de energía barata y que no emiten gases GEI.
 
En un estudio reconocidamente moderado en sus conclusiones, Price Waterhouse & Coopers estima que el cumplimiento del protocolo costará como mínimo a los españoles la friolera de 19.000 millones de euros entre 2008 y 2012. Además, sus autores se muestran convencidos de que provocará un incremento adicional de la inflación de 2,7% en el año de su puesta en marcha, una reducción inmediata del PIB de casi un 1%, una previsible deslocalización de parte de la industria española hacia países donde el protocolo no se haya firmado o en los que tengan excedentes de derechos de emisión, y un fuerte encarecimiento de la energía. A estas consecuencias inmediatas sólo pueden seguirle el aumento del desempleo, la desaparición de industrias relativamente pequeñas y estancamiento económico general.
 
Además, a nivel internacional se producirá una distorsión de la competencia y una disminución de la productividad global que sufrirían especialmente los países más pobres. Por un lado, las empresas terminarán estableciéndose en lugares donde, a pesar de haber peores condiciones de negocio, la ausencia de limitaciones irracionales sobre la emisión de GEI las hace más atractivas. Por el otro lado, los países con exceso de derechos podrán subvencionar aquellas industrias que los gobernantes consideren necesario. El resultado no es otro que una gigantesca patada a la estructura de la división del trabajo internacional que dejará de tener relación con la productividad relativa de los factores de producción según las distintas regiones.
 
Visto el enorme coste económico y, como tanto gusta decir a nuestros intervencionistas, social, la pregunta salta a la vista hasta del más ciego: ¿qué es lo que se espera conseguir si afrontamos esos enormes costes del cumplimiento de la imposición de limitaciones a la emisión de gases GEI y, por consiguiente, a la producción industrial y energética? ¿En cuántos grados lograríamos mitigar el hipotético aumento de las temperaturas? Pues bien, aún aceptando a efectos dialécticos las previsiones del IPCC, que han demostrado ser sistemáticamente exageradas, de un incremento de 2 grados centígrados para el año 2100 –tomando 1990 como base- los expertos calculan que si todos los países firman y cumplen el protocolo la temperatura media de la tierra se reduciría 0,07 grados centígrados. Esta cifra es tan pequeña que ni los termómetros terrestres pueden medirla de manera fiable. Si tenemos en cuenta la hipótesis más probable según los climatólogos, de un calentamiento hasta el año 2100 de un grado centígrado, el ahorro de calentamiento sería tan sólo de 0,04 grados centígrados y si tenemos en cuenta que no todos los países piensan cumplir con el protocolo, la reducción en la temperatura global de la tierra gracias al plan de Kyoto resultaría estar muy por debajo de 0,03 grados centígrados; probablemente menos de 0,02. ¿Y para esa despreciable reducción de la temperatura media del planeta vamos a destrozar de manera salvaje nuestra economía? Esta actitud suicida es lo que hizo retirarse a EE.UU. y es uno de los argumentos que esgrime Rusia para su reticencia a la hora de ratificar el protocolo. Asi, los EEUU, guiados por la responsabilidad y la racionalidad seguirán la senda de progreso mientras que Europa, instalada en el radicalismo ecologista y la irracionalidad más absoluta conducirá a sus habitantes a una auténtica travesía por el desierto.
 
Y es que las consecuencias del tratado no podían ser otras si tenemos en cuenta que el protocolo de Kyoto no es más que un nuevo intento de planificación central de la economía a través de nuevos medios. Un plan que a juzgar por sus evidentes y nefastas consecuencias inmediatas sobre la actividad industrial y energética de los países desarrollados, parecería estar diseñado minuciosamente por enemigos del capitalismo de la talla de Lenin o Stalin. Sin embargo, cuando se trataba de su imperio comunista ambos trataron de incrementar la producción energética e industrial porque sabían que sin ese incremento no había ninguna posibilidad de mejora de la calidad de vida.
 
Afortunadamente, ningún estudio científico ha descubierto la existencia de un calentamiento global del planeta que pueda ser considerado peligroso para el hombre. Pero cuando lo haya, y lo habrá algún día porque el clima siempre ha sido cambiante y el ser humano no tiene capacidad para evitarlo, sólo será posible mitigar sus efectos sobre la salud y la economía de los seres humanos si los individuos pueden ejercer su ingenio en un entorno de libre mercado donde poder poner a prueba las diferentes formas de salvarnos. Esto es así de sencillo porque sólo el mercado libre incentiva el ahorro de los recursos que serán necesarios en esos momentos difíciles y sólo en el mercado libre los empresarios, o sea, todos nosotros, nos encontramos con la auténtica estimación de los recursos para sus distintos usos en necesidades urgentes para individuos concretos y para la raza humana en su conjunto. Si algún día nos encontramos ante una catástrofe climática global, posiblemente la podamos afrontar. Pero sólo mediante más libertad y más capitalismo y no mediante planes salvajemente colectivistas como el Protocolo de Kyoto.
 
 
Vuelta a la caverna
Por Daniel Rodríguez Herrera
 
En muchas culturas, era normal realizar sacrificos humanos para aplacar a alguna deidad. Los aztecas, sin ir más lejos, mataban a miles cada año para asegurarse buen tiempo. Es comprensible que los ecologistas, que tanto admiran y desean imitar a esas tribus en las que la esperanza de vida no llegaba a treinta años, pretendan hacer lo mismo en el altar del calentamiento global.
 
El protocolo de Kioto asume primero que existe el calentamiento, luego asegura que es causado por el hombre y, finalmente, que sus consecuencias serán malísimas. Nada de eso es seguro y para muchos científicos es extremadamente improbable. Y podemos odiar lo que queramos a Bush, que eso no hará más sencillas estas cuestiones. De hecho, el informe del 95 del IPCC, el organismo de la ONU encargado de estos asuntos, fue modificado en su versión final por políticos para incluir expresamente conclusiones que aseguraban que el calentamiento era debido a la acción humana, pese a que el documento original no decía nada semejante. En ese informe se basó el acuerdo. A eso se le denomina consenso científico.
 
En Estados Unidos, que lo han rechazado porque tiene más costumbre que nosotros de mirar las consecuencias de las políticas que proponen, y no sólo lo bien que aplacan el sentimiento de culpa colectivo, han llegado a la conclusión de que los más perjudicados por la aplicación del protocolo serían los pobres. Por eso resulta extraño que la izquierda, supuesta defensora de los débiles, se haya apuntado de forma tan entusiasta a la defensa del protocolo. Pero sólo si asumimos que efectivamente ha defendido alguna vez a los que menos tienen. Porque los precios de la energía subirían tanto que el gasto en energía de los pobres (hogares con ingresos menores a 10.000 dólares), pasarían del 10 al 20% de su presupuesto en 2010. El precio de la electricidad crecería un 52%, el coste de la vivienda un 21% y los comestibles un 9%. Hay que tener en cuenta que los costos de la energía crecen para todos, incluyendo a quienes producen bienes y servicios, por lo que éstos subirían también para los consumidores.
 
Este empobrecimiento inexorable se debe a la forma que se ha escogido para reducir las emisiones. Tan sólo unos sectores, responsables del 40% de las emisiones, serán los que tengan que reducirlos en nombre de todos. Los demás, principalmente el transporte, se quedan de momento tan anchos. La razón es sencilla: si todos tuvieramos ocasión de padecer directamente las consecuencias de Kioto, la oposición sería abrumadora. De modo que se obliga sólo a empresas, casi todas grandes, de modo que si se quejan verdes y rojos puedan acusarles satisfechos de ser unos avariciosos capitalistas que no se interesan por el bien común. Y aunque dentro de los afectados por la regulación hay sectores como el siderúrgico a los que se perjudica mucho, el ataque se dirige principalmente contra la generación de energía eléctrica, la sangre que permite que no tengamos que volver a las cavernas y calentarnos con hogueras, con el riesgo que supondría. Al fin y al cabo, emitiríamos CO2 y nos visitaría el Rainbow Warrior con una manguera.
 
Lo cierto es que la parte del león de la generación de energía en España se produce quemando combustibles fósiles. En otros países como Francia, gran impulsor de Kioto, se emplea energía nuclear, que es la alternativa más económica. A los ecologistas, sin embargo, tampoco les gusta y pretenden que nos surtamos de las llamadas fuentes renovables: eólica, solar e hidroeléctrica. De éstas, las dos primeras sólo sirven para poco más que encender una linterna, aunque sólo si hay suerte y el tiempo acompaña. La única que produce algo más que un chisporroteo es la hidroeléctrica, pero tiene la desventaja de que nos estamos quedando sin pueblos que inundar para construir embalses.
 
Chirac aseguró en la reunión del año 2000 de la ONU realizada para tratar estos asuntos que el protocolo es un "instrumento genuino de gobierno global". Ciertamente, la resistencia europea a aceptar que cuenten sumideros de CO2 como los bosques dentro del cálculo de lo que cada país tiene permiso para emitir refleja más un intento de fastidiar a los norteamericanos que de reducir de verdad las emisiones. Después de todo, una tonelada de CO2 absorbida es lo mismo que una tonelada de CO2 que no se llega a emitir nunca. Un estudio publicado por Science asegura que todas las emisiones de Estados Unidos y Canadá son absorbidas por la vegetación de esos países. Del mismo modo, resulta absurdo que los límites de emisión reflejen valores históricos referidos a un año concreto, 1990, y no a la eficiencia de las industrias afectadas. Así, un país que hubiera reformado sus centrales energéticas para que fueran más eficientes y emitieran menos CO2 antes de ese año, como Estados Unidos, sale perjudicado, mientras que otro plagado de centrales ineficientes, como Rusia, tiene mucho más fácil el cumplimiento. Tampoco tiene razón de ser, si lo que queremos es reducir las emisiones de CO2, que diez de los veinte países que más producen ese gas (entre ellos China, que ocupa el segundo lugar, e India, que está en el sexto) no tengan que cumplirlo. Pero, sobre todo, el diseño del protocolo no refleja más que un intento de gobernar de forma planificada, al soviético modo, todo el mercado de la energía.
 
El objetivo de toda actividad humana racional es lograr estar mejor que antes de realizar esa actividad. Así pues, el objetivo de Kioto, asumiendo la buena voluntad de quienes lo proponen, no es reducir las emisiones de CO2, ni reducir la temperatura de la Tierra, sino que en 50 o 100 años estemos mejor que si no lo hubieramos adoptado. Sin embargo, como nos enseñó Ludwig von Mises, es imposible tener de forma centralizada la información suficiente como para saber si eso es así. Kioto intenta hacerle al mercado energético lo que Lenin y sus alumnos procuraron hacerle a la economía entera. De hecho, el esquema que crea un "mercado" en el que las empresas puedan comprar y vender cuotas de emisiones resulta extremadamente similar a los fracasados mecanismos propuestos por Oskar Lange para lograr que el comunismo fuera viable.
 
Y es que el protocolo de Kioto no es más que la nueva manera en que la planificación central de la economía ha decidido volver a entrar en nuestras vidas, tras el fracaso de los experimentos comunistas. El mercado energético de los países que lo adopten se convertirá así en la cuarta economía planificada del planeta, acompañada en ese noble empeño por Corea del Norte, Cuba y la Política Agraria Común. Solo debiera bastar eso para emitir más CO2 quemando el papel en que fue escrito.
 
 
Despídase de su coche
Por Gorka Echevarría
 
Cuando comenzó la Revolución Industrial y se introdujo la maquinaria para producir en masa y reducir costes, aumentando de paso la calidad, hubo quienes se dedicaron a quemar aquellas máquinas. Se autodenominaban luditas. Alegaban que la introducción de las máquinas acabaría con el trabajo. Los hechos, sin embargo, demostraron lo contrario.
 
Por entonces no había ecologistas. Con ellos quizá la batalla de los luditas hubiese prosperado. Habrían convencido a la sociedad que las máquinas contaminan y que reducirían el nivel de vida de la gente. La sociedad desarmada ante tales argumentos habría aceptado regresar a la Edad de piedra y Henry Ford nunca hubiera podido ofrecer coches a bajo precio para que no sólo los ricos pudieran disfrutar de este fabuloso medio de transporte.
 
Los planteamientos en contra del uso del automóvil y de la construcción de vías para los ciclistas o de calles peatonales a las cuales no podían entrar los coches eran propios de los ecologistas. Por ejemplo, en un pueblecito cercano a Nueva York donde se ha vuelto al trueque y no hay Mc Donalds, la alcaldesa de la llamada “ecoaldea”, Liz Walker señala que "El individualismo a ultranza y la cultura del coche han dinamitado la sociedad americana".
 
Greenpeace por su parte se dedicó incluso a establecer criterios medioambientales para la candidatura olímpica de Sevilla 2004. Así señaló que “En los aspectos relacionados con el transporte, la realización de los Juegos Olímpicos de Sevilla debe ser aprovechada para impulsar en la ciudad y su entorno de sistemas de transporte público y privado de bajo impacto ambiental, contribuyendo a un incremento en la calidad de vida en la ciudad. Estas iniciativas tendrán como consecuencia una reducción en las emisiones contaminantes y la congestión del tráfico, y limitarán el consumo energético”.
 
Con la aplicación del Protocolo de Kioto, los ecologistas pueden conseguir hacer ese sueño realidad. Como este tratado –basado en dudosas conclusiones científicas un tanto dudoso– impone una serie de medidas que conllevarán el incremento de los precios de la energía y de los bienes manufacturados, volver a la tracción animal será no ya una utopía sino una propuesta válida.
 
En medio de una escalada de precios de la gasolina y el diesel que el International Council for Capital Formation estima entre un 17 y un 25%, un incremento del precio de la electricidad utilizado en los procesos de producción en un 70%, la reducción del PIB español en casi un 5% y el consiguiente aumento del paro en 850.000 puestos de trabajo anuales, utilizar el coche se va a convertir en un bien de lujo, casi tanto como comer caviar todos los días o ser dueño de un Ferrari. Si a esto le añadimos que actualmente el impacto de los impuestos especiales sobre los carburantes suponen el 75% del precio por litro de gasolina, el incremento de precios de los carburantes sería aún mayor de lo que ha estimado el ICCF. Asimismo, habría que determinar el impacto del incremento de la energía en la producción de vehículos y el coste de los nuevos los motores que, al parecer, se van a introducir a partir del 2010 (biocombustibles, pilas de combustible de hidrógeno...) para hacerse una idea del altísimo precio a que ascenderán los coches.
 
Aparte del incremento de los precios, como ha apuntado Price Waterhouse en un estudio sobre el impacto de Kioto en la economía española, España debe reducir su alto “exceso de emisiones” en un “escaso” periodo de tiempo. Cualquier exceso en las emisiones máximas de C02 fijadas (un 15% superior a las de 1990 en el periodo 2008 a 2012), se pagará muy caro. Al ser el sector del transporte y el de la energía los más afectados por Kioto, el sueño de Ford de motorizar a todos los ciudadanos será una utopía. Al fin y al cabo, este siglo será el de los ecologistas, personas que se preocupan tanto del Medio Ambiente que consideran que las necesidades humanas son pecaminosas y perversas.
 
En su ensayo “La filosofía de la Privación” el periodista Peter Schwartz señala que los ecologistas consideran que el hombre debe ser el “obediente esclavo” de la naturaleza teniendo que adorarla como si de un Dios se tratara. Ante esta nueva religión, los coches, como símbolo del capitalismo, deben desaparecer a pesar de ser el mejor medio de transporte accesible a la gente que se ha inventado hasta la fecha. Ahora bien, según los ecologistas y políticos, tendremos que utilizar la bicicleta para ir al trabajo, pasear para ejercitar los músculos, respirar aire limpio y disfrutar de la congestión de los transportes públicos sacrificando nuestra comodidad por el Dios “naturaleza”. El coste será muy alto pero al menos, alegan los ecologistas, dejaremos un medio ambiente impoluto a las próximas generaciones. ¿De verdad merece la pena tanto sacrificio si ni siquiera estamos seguros de que el Protocolo de Kioto podrá revertir el supuesto calentamiento de la tierra? Pronto llegará el momento en el que el día sin coche no se celebrará en una fecha específica sino que se disfrutará todo el año casi como los “no-cumpleaños” en Alicia en el País de las Maravillas.
 
 
Desindustrialización forzosa
Por José Carlos Rodríguez
 
El protocolo de Kyoto es un fraude. Tiene una base científica muy débil y pese a ello, propone una serie de medidas que tendrán un impacto económico sobrecogedor y para obtener un retraso en el calentamiento global, ciertamente escaso: 0,19ºC en 50 años. O retrasar el calentamiento previsto para 2100 hasta 2106. Todo ello, dando por buenos los resultados que el propio protocolo espera de su aplicación, lo que es más que dudoso, por el demostrado desdén hacia la ciencia y porque cabría pensar en un sesgo a favor de la obtención de mayores resultados previstos.
 
Pese a estas consideraciones, ¿A qué nos obligarían las administraciones a renunciar para obtener tan magros e inciertos resultados?
 
El protocolo prevé alcanzar en 2012 unos determinados niveles de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con implicaciones dramáticas sobre la marcha de la industria. Tenemos que partir de que la elección del uso actual de los combustibles y otros recursos por parte de la industria está basada en los precios de los servicios a que dan lugar y del coste de los mismos. En un sistema de precios libres, la elección de dichos recursos es la más económica posible dadas las circunstancias. En tal caso, obligar a las industrias a reducir sus emisiones les forzaría a las siguientes opciones: La primera de ellas es el cese o la reducción de la actividad que conlleva una pérdida directa. Pero las posibles consecuencias no se agotan aquí, las empresas tendrían que adoptar otros métodos de producción que resultaran en una menor emisión de GEI. Ello implicaría o bien recurrir a métodos que ahora no se utilizan porque son económicamente ruinosos, o bien invertir en la creación de los mismos; en ambos casos la sociedad acabaría perdiendo. Además la aplicación del tratado implicará cambios en los precios relativos de los factores de producción, que exigirán a la industria un costoso ajuste. Tanto los costes energéticos como los de transporte u otros se extenderán por el conjunto de la sociedad pero exigirán también realizar onerosos ajustes. No obstante, esto es solo el comienzo del análisis.
 
Dado que los derechos de emisión se reparten por países, dentro de los mismos se tiene que realizar una asignación por industrias o por empresas. Esto dará lugar a arbitrariedades, pero para evitarlas en alguna medida, los gobiernos se verán obligados a imponer una serie de condiciones para que las empresas puedan acceder a dichos derechos, o a un sistema de licencias. De este modo el esfuerzo empresarial no estará dedicado a servir de la manera más adecuada y barata al mismo tiempo al consumidor final, sino al cumplimiento de los nuevos criterios, en la medida en que aún sean económicamente rentables. Cumplir con los requisitos permite acceder a los derechos de emisión pero puesto que no son necesarios para servir a otras industrias o al consumidor último, suponen un comportamiento antieconómico. Mucho capital y horas de trabajo se destinarán tanto a cumplir con los requisitos gubernamentales o a conseguir las licencias como a introducir los cambios necesarios; un esfuerzo que desde el punto de vista económico, se pierde para los consumidores. Dado que el protocolo concibe medidas de distinto tipo que incentiven la consecución de los objetivos, resulta tentador por parte del sistema político, como de la industria, que de nuevo el dinero de la sociedad se vaya a subvencionar métodos de producción que si bien son económicamente ruinosos, permiten cumplir con las exigencias requeridas. Ese dinero destinado a la producción ruinosa o antieconómica se podría haber destinado de forma provechosa por los ciudadanos.
 
Dentro de un mismo país, por tanto, se producirán cambios en la estructura de la industria, que quedará afectada tras la adaptación necesaria para cumplir con los requisitos. Los cambios de la transición desde la antigua estructura a las nuevas localizaciones, organizaciones, etc implicarán, asimismo, costes. Pero por lo que se refiere al conjunto de los países la situación también habrá experimentado cambios, porque muchas empresas se verán obligadas a trasladarse a sitios que, si bien económicamente son menos competitivos que los que habían elegido, aún cuentan con derechos de emisión que les permiten continuar con la actividad. Dado que el traslado se haría a zonas menos productivas, la economía también se vería resentida por esta causa. La asignación de derechos de emisión por países bien puede ser inadecuada, especialmente cuando el paso del tiempo cambie la estructura industrial. Unos países crecerán más que otros, y necesitarán más derechos de emisión. Pero su reparto está sometido a criterios políticos, que no tienen porqué coincidir con los económicos.
 
Hay un elemento muy preocupante. El protocolo carece de base científica sólida y esta misma semana ha recibido lo que puede ser el golpe definitivo. Los informes en que se basaban habían observado la evolución de las temperaturas terráqueas y habían hallado un comportamiento llamado el palo de Hockey, porque la gráfica de dichas temperaturas se mantenía plano hasta una repentina subida en el siglo XX, formando un gráfico que en efecto se parece al stick de ese deporte. Si bien dichos informes han sido crecientemente desacreditados, los últimos análisis, según informa el New York Times, parecen acabar definitivamente con las espurias conclusiones en que se basó el protocolo. Pese a ello, pese a que ya en 1995 el IPCC (el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) reconoció que la teoría del calentamiento global no contaba con suficiente apoyo, se ha decidido seguir adelante.
 
Independientemente de los motivos que uno pueda adivinar en tal contumacia, lo cierto es que la decisión de seguir adelante resulta no ya aventurada, sino arbitraria en gran medida. Por su carácter más político que económico, nada detiene al IPCC a la hora de imponer nuevas medidas restrictivas más allá de 2012, ampliar sus atribuciones para asegurarse un mayor cumplimiento de sus objetivos (algo a lo que los organismos oficiales tienen una natural tendencia) o incluso ampliar dichos objetivos, en nombre siempre del medio ambiente, en contra siempre del ciudadano, y con total independencia de los veredictos de la ciencia. Esto tiene también implicaciones económicas, porque tal arbitrariedad lleva a la incertidumbre a los agentes económicos, que abandonarán algunos de sus proyectos que de otro modo serían beneficiosos para la sociedad. Además, dado que frena el desarrollo industrial, hace que se detenga la aparición de nuevas industrias. La empresarialidad, verdadero motor del crecimiento económico, se ve cercenado en esta importante rama de la economía, con penosas consecuencias.
 
El cálculo de los costes tanto directos como indirectos es muy difícil, pero un somero análisis lleva a conclusiones ciertamente sobrecogedoras. En el caso de los Estados Unidos, un país altamente industrializado, el PIB se podría reducir en un escalofriante 2,3% anual, según se ha calculado. En el caso de España, solo en costes directos y desde supuestos conservadores, un informe de PriceWaterhouseCoopers ha llegado a la nada tranquilizadora cifra de 19.000 millones de euros solo de 2008 a 2012. Y no es sino una pequeña parte de los costes totales impuestos al conjunto de la sociedad y que vienen por los procesos arriba descritos. No se engañe el lector sobre quién saldría más perjudicado de todo ello. En la mente de muchos están los adinerados empresarios como las víctimas más previsibles; pero en realidad serán los más pobres, tanto dentro de cada país como los que viven el las áreas más desfavorecidas del planeta, lo que se llevarán las peores consecuencias.