Absolutismo en el siglo XXI
Por Manuel Llamas
La hegemonía del Estado Absoluto entre los siglos XVI y XVIII tan sólo fue posible gracias a la aparición previa de una serie de conceptos e instituciones hasta entonces desconocidos: el Estado-nación, la ruptura con la Iglesia, el abandono del derecho natural y una redefinición de la idea de soberanía y "virtud". Todos ellos, vigentes hoy en día. ¿Casualidad?
1. Introducción
La presión fiscal y la capacidad de los gobernantes para crear e imponer leyes son los dos rasgos esenciales para poder determinar con cierta precisión la amplitud y el alcance de la intervención estatal sobre los derechos naturales de los individuos (libertad y propiedad privada).
En este sentido, el absolutismo regio –desarrollado entre los siglos XVI y XVIII– y el totalitarismo propio del siglo XX son identificados, comúnmente, como los paradigmas de la opresión del poder político sobre la libertad individual. En su estudio sobre el pensamiento absolutista en Italia y Francia, Rothbard (Historia del Pensamiento Económico, volumen I) detalla los rasgos esenciales de esta teoría política a través del análisis de sus principales detentadores filosóficos.
Ahora bien, antes de entrar en materia, resulta imprescindible responder a la siguiente pregunta: ¿cómo y por qué triunfó el absolutismo? El denominado Antiguo Régimen alzó su edificio gracias a la existencia previa de dos pilares básicos: a saber, el surgimiento de la figura del Estado, como ente propio y autónomo, y el desarrollo del humanismo, en contraposición al pensamiento escolástico hegemónico en la Baja Edad Media.
2. El nacimiento del Estado-nación
En primer lugar, cabe señalar que, con anterioridad al siglo XIV, los reyes franceses alimentaban sus arcas gracias, exclusivamente, a los recursos derivados de sus propias rentas y servidumbres señoriales, así como a la aplicación de determinadas levas impositivas, cuya aprobación por parte de los restantes estamentos sociales tan sólo se concedía a regañadientes y en situaciones de emergencia (como, por ejemplo, en caso de guerra).
El equilibrio que históricamente existió entre el poder de la Iglesia y el del Estado se rompió, precisamente, en el siglo XIV. Nació entonces el denominado Estado-nación, cuya figura se fue imponiendo progresivamente a las tradicionales ciudades-estado propias de los siglos anteriores. La drástica ruptura entre el poder temporal que ostentaba el rey y el poder eterno, representado por el Papa en la Tierra, se materializó en un constante aumento de impuestos y regulaciones estatales.
Así, por ejemplo, Enrique IV (El Hermoso), regente de Francia hasta principios del siglo XIV, comenzó a imponer gravosos tributos sobre las ferias que, hasta entonces, eran zonas libres de impuestos y reglamentaciones. Además, aplicó levas confiscatorias a los oficios, grupos adinerados (la incipiente burguesía), judíos e italianos. Asistimos, pues, al nacimiento del sistema de impuestos regulares, hasta entonces desconocido.
La necesidad de recaudar nuevos fondos por parte del rey responde al mantenimiento de las costosas campañas bélicas que, desde finales del siglo XIII y hasta mediados del XV, enfrentó a la monarquía francesa con la británica, y cuyo principal exponte fue la Guerra de los Cien Años (1337-1453).
Ni siquiera la Iglesia Católica pudo escapar al yugo de la intervención regia. Los reyes ingleses y franceses empezaron a cobrar impuestos a la Iglesia y, de hecho, El Hermoso llegó incluso a secuestrar al Papado mismo, trasladando su sede de Roma a Aviñón, y designando él mismo nuevo Papa. La autoridad espiritual había sucumbido, pues, a la autoridad terrenal del creciente estado-nación.
Durante el siglo XIV el rey convirtió en una práctica común devaluar la moneda, solicitar financiación a la banca y aplicar nuevos impuestos: los tributos absorbían hasta el 40% de los beneficios de las explotaciones agrarias monásticas (algo así como el Impuesto de Sociedades hoy); los trabajadores pagaban un impuesto anual uniforme, equivalente al salario mensual de un campesino y al semanal de un artesano urbano (similar al IRPF); nacieron los tributos ad valorem, que gravaban todo tipo de transacciones comerciales, como bebidas, sal, lana o ventas al por mayor (nacen los Impuestos Espaciales), entre otros tributos.
Figuras todas ellas que, lejos de ser temporales y extraordinarias, se acabaron convirtiendo en permanentes y estructurales para financiar los ingentes gastos bélicos del Estado monárquico.
Curiosamente, en este período, la peste negra hace estragos entre la población europea. Rothbard, en una original interpretación, vincula el estallido de esta terrible pandemia al nacimiento y desarrollo del Estado-nación: "El énfasis en la devastación causada por los brotes epidémicos de peste negra a mediados del siglo XIV es parcialmente acertado, pero inevitablemente superficial, por cuanto estas epidemias fueron también en parte consecuencia de la quiebra económica y de la caída de los niveles de vida de comienzos de siglo. La causa de la gran depresión de Europa occidental puede resumirse en pocas palabras: el dominio recién impuesto del Estado".
3. El abandono del derecho natural
Por otro lado, con el nacimiento del Estado-nación y su separación del poder eclesiástico, comienzan a desarrollarse las primeras teorías políticas justificadoras del poder absoluto del estado. Frente a la doctrina del derecho natural, que sometía el poder del rey a los dictados de la ley divina, los nuevos teóricos propugnaban la supremacía del Estado sobre el orden espiritual y de la ley positiva sobre el derecho natural.
Y ello fue posible gracias a la ruptura ideológica del tomismo. Es el denominado nominalismo, corriente filosófica que negaba a la razón humana capacidad suficiente para alcanzar verdades esenciales. O dicho en otros términos, la razón es incapaz de alcanzar una ética sistemática para el hombre. De este modo, el nominalismo medieval es la base teórica sobre la que luego surgirán el pragmatismo y el positivismo lógico. Es, en definitiva, el principio del fin del derecho natural.
Sin embargo, el golpe definitivo a la escolástica llega con el triunfo del protestantismo y, especialmente, el calvinismo, en el siglo XVI. Mientras que el catolicismo considera que Dios se manifiesta a través de las facultades humanas y, por tanto, puede ser conocido no sólo por la fe sino también por la razón y los sentidos, las doctrinas instauradas por Martín Lutero y Juan Calvino sitúan a Dios más allá de las facultades humanas. La única vía de comunicación con Dios es la pura fe en la revelación.
El hombre está condenado, es pecado puro y, por lo tanto, la razón humana no es digna de confianza. De este modo, según Calvino y Lutero, resulta imposible diseñar una ética social a través de la razón. Ésta únicamente proviene de la autoridad divina, expresada a su vez en la revelación bíblica. Ambas doctrinas rompen, pues, con el derecho natural de los escolásticos y pasan a abrazar plenamente el derecho positivo, que se convierte en el nuevo paradigma de la teoría política.
Así pues, la Reforma Protestante culmina el proceso de ruptura entre Iglesia y Estado iniciado en el siglo XIV, hasta el punto de que la Iglesia empieza a ser administrada por el propio Estado. En el siglo XVI, la monarquía sueca expropia las propiedades de la Iglesia católica y convierte los diezmos eclesiásticos en impuestos que van a parar a la Corona. Lo mismo sucede en Dinamarca, Suiza, Alemania o Inglaterra, entre otros países.
Ante tales acontecimientos, no es de extrañar que los primeros teóricos jesuitas considerasen a Lutero y a Maquiavelo como los padres fundadores del "impío Estado moderno" ya que ambos, aunque por razones diferentes, rechazaron "la idea del derecho natural como fundamento moral apropiado para la vida política", tal y como señala el profesor Quentin Skinner (The Foundation of Modern Political Thought).
De este modo, el surgimiento del Estado-nación y el abandono del derecho natural como fundamento de la moral abonaron el terreno para el posterior nacimiento y desarrollo del estado absolutista entre los siglos XVI y XVIII.
4. El caso de Italia: Maquiavelo (1469-1527)
Dentro de la corriente absolutista destacan los casos de Italia y Francia, por las importantes aportaciones realizadas por algunos de sus filósofos y pensadores. En el primero destaca por encima de todos la figura de Nicolás de Maquiavelo que, con sus obras El Príncipe y los Discursos, revolucionó la forma de concebir y ejercer el poder político vigente hasta entonces.
Italia estaba dividida en ciudades-estado que eran gobernadas por oligarcas republicanos o monarcas que, en la mayoría de los casos, ejercían el poder de forma despótica. Sin embargo, pese al crecimiento de la intervención estatal, existían ciertos límites infranqueables. Así, con independencia de la forma de gobierno existente, la acción del gobernante debía regirse, siempre y sin excepción, por la virtud cristiana. El príncipe debía ser honesto, honorable, generoso, benévolo y justo.
De este modo, aunque el poder estatal carecía ya de barreras institucionales capaces de hacerle sombra, se encontraba limitado por determinados principios morales a los que debía obediencia. Maquiavelo rompe con esta tradición en el siglo XVI, abriendo las puertas de par en par al absolutismo regio.
Maquiavelo redefine el concepto de "virtud", dando origen a un nuevo paradigma, hasta entonces desconocido, en el ámbito de la teoría política: frente a la "honestidad" cristiana, la "virtud", según este autor, consiste en la cualidad del gobernante para mantener y agrandar su poder haciendo uso de cualquier medio necesario a su alcance.
Y es que, si el fin del rey es mantener el poder a cualquier precio, la mentira, el engaño o la crueldad están plenamente justificados. Por ello, Maquiavelo es el fundador de la ciencia política moderna, ya que abandona los juicios de valor, pero también fue un predicador de la maldad. Tal y como advierte Rothbard, "fue ambas cosas" pero, sobre todo, "el filósofo y apologeta por excelencia del poder omnímodo e ilimitado del Estado absoluto".
Maquiavelo, uno de los primeros escritores ateos, considera la expansión del poder como un "bien superior", de modo que los individuos han de subordinarse plenamente a los dictados de la clase gobernante. El "bien común", representado en la figura del príncipe, está por encima de los intereses privados, que Maquiavelo califica como "egoístas". El Estado es la prioridad suprema y, por lo tanto, los ciudadanos deben abandonar la ética cristiana, ya que la verdadera virtud reside en la grandeza del estado.
El autor italiano justifica la crueldad, el sacrificio, el castigo e, incluso, la "aniquilación" del propio pueblo con tal de alcanzar dicho fin último y supremo. Sus seguidores se extienden por Europa, y gracias a su obra nace un nuevo concepto: la denominada "razón de estado", que aún persiste con vigor en nuestros días.
En esencia, Maquiavelo articula una nueva moralidad carente de límites en torno a la figura del gobernante. Una moralidad superior y diferente a la del ciudadano corriente que, en el modelo político de Maquiavelo, no deja de ser más que un mero súbdito.
5. El caso de Francia: Bodino (1530-1596)
Y si Maquiavelo fue el fundador de una nueva "virtud" carente de cortapisas y restricciones en el ejercicio del poder político, Jean Bodino fue el impulsor del absolutismo francés en el siglo XVI gracias a su nuevo concepto de soberanía.
El rey, como soberano, es el único legislador legítimo, el creador de ley por antonomasia y, como consecuencia, está por encima de la ley, según Bodino. Los súbditos deben acatar sus decretos, sin que sea preciso su consentimiento, y la ley que emana del poder soberano del monarca es superior a cualquier ley consuetudinaria o institución. El poder soberano es, además, unitario e indivisible.
El triunfo de este pensamiento permitió instaurar en la Francia del siglo XVI un sistema de impuestos regular y una presión fiscal creciente, sin apenas oposición.
Tras estos avances teóricos en la justificación del poder regio, tan sólo faltaba un elemento para culminar por completo la figura del monarca absoluto. Se trata, cómo no, de la fusión entre la soberanía absoluta y el derecho divino.
Así, los seguidores de Bodino desarrollaron en el siglo XVI y XVII la idea de que el "rey gobierna por mandato de Dios", es el representante o vicario del poder divino en la esfera temporal. Y si la voluntad del rey es la voluntad de Dios en la Tierra, sus mandatos son por definición "justos" y, por lo tanto, carece de sentido limitar el ejercicio de su poder.
De este modo, Pierre Grégoire, uno de los férreos defensores de la sanción divina del monarca, abogó por aplicar una prerrogativa fiscal ilimitada, justificando así la eliminación en la práctica de todo derecho de propiedad. En concreto, argumentaba que el rey posee una autoridad absoluta sobre todas las personas y propiedades de sus súbditos, por lo que los estados generales (representación de los estamentos) debían ser abolidos.
Mientras, Adam Blackwood, otro absolutista radical, aún fue más allá al teorizar sobre un estado natural primigenio en el que "todas las tierras" pertenecían "originariamente al rey, quien las entregó a otros", por lo que "todas las tierras le deben tributo y permanecen sometidas a su autoridad".
Todo ello, culmina, finalmente, con el apogeo del estado absolutista francés en el siglo XVII, cuyo mayor exponente fue Luis XIV (1638-1715), conocido como el Rey Sol.
Conclusión
Así pues, observamos que la hegemonía del Estado Absoluto entre los siglos XVI y XVIII tan sólo fue posible gracias a la aparición previa de una serie de conceptos e instituciones hasta entonces desconocidos: el concepto del Estado nación, la ruptura con la Iglesia, el abandono del derecho natural y una redefinición radical de la idea de soberanía y "virtud" en el ámbito político.
Ahora bien, visto lo visto, ¿qué diferencia existe entre el absolutismo regio y la democracia parlamentaria, más allá de mera forma en que se elige al gobernante (soberanía popular frente al monarca soberano)? Estado nación, ruptura con la Iglesia, derecho positivo, razón de estado, bien común son conceptos de máxima vigencia hoy en día. Además, en la práctica, no existe ya división de poderes.
Es más. Si coincidimos en que la presión fiscal y la capacidad del Estado para crear leyes son los rasgos esenciales que permiten medir la extensión del poder público sobre la esfera individual, tal y como señalábamos al comienzo de este artículo, ¿cómo podríamos calificar a un Estado que acapara de media casi el 40% de la riqueza nacional y cuya capacidad legislativa carece de contrapesos efectivos? ¿Democracia absolutista, quizás?
De hecho, ¿se puede calificar de "capitalismo" el modelo económico vigente hoy en día, o más bien se trata de "mercantilismo" tal y como acontecía en la era de los reyes absolutos? Todo hace indicar que, en pleno siglo XXI, aún vivimos, por desgracia, bajo el yugo del absolutismo, sólo que vestido con ropajes democráticos.