Teoría política
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Luchadores por la libertad
Enviado por el día 5 de Noviembre de 2003 a las 20:43
No importa si son de izquierda o derecha, creyentes o ateos, de dònde sea que vengan, ¿què les parece si compartimos algunos ejemplos de personas que hayan luchado y sufrido por la libertad y los derechos humanos?
Ahì les va un artìculo publicado en La Prensa de Panamà el 3 de noviembre pasado, coincidiendo con el centenario de nuestra independencia. El autor es un publicista que luchò a brazo partido contra la dictadura que desgobernò mi paìs desde 1968 a 1989. Una persona que por su posiciòn econòmica acomodada no necesitaba luchar por la libertad, pero que lo hizo, con todos los riesgos conexos.
Un 3 de noviembre diferente
En un momento recibía de todos los rincones de mi celda el canto hermoso de hombres hermanados en los horrores de la prisión
Alberto B. Conte
abconte@cableonda.net
El prístino sonido del clarín lidera el atronador acompañamiento de tambores en su anual saludo a la patria cada 3 de noviembre. Para mí, que crecí disfrutando con mi padre el placer de corretear a las bandas de guerra convertidas en alegres retumbos populares, aquel placer solo era igualado por el delicioso sabor de unos panqueques con jamón y queso flotando en dulce sirope de Arce, en el desaparecido café Pepsicola de la 5 de Mayo, donde terminaban las correrías.
Estar preso en un calabozo de las Fuerzas de Defensa para el 3 de noviembre de 1988 tendría una sola compensación: oír desde dentro del monstruo las dianas que serían especiales para el jefe. Era como comerse el pastel y conservarlo; no habría panqueques, pero sí asiento de primera fila en lo que imaginaba sería un tropel de trompetazos y estruendosos redoblantes, combinados en una alegoría musical.
Pero, ya hacía unos días, no oía práctica alguna de la banda de cornetas y tambores de la institución, lo que me extrañó al punto de preguntarle al soldado que me llevó desayuno, las razones de ese silencio. “¡No hay plata para los cueros!”, fue la tajante respuesta. Claro que sabía que la situación financiera de la institución era precaria, pero no tanto como para privar a la patria de los melodiosos saludos. Y así fue. Ni en la madrugada ni en todo el día sonó un solo redoble ni cantó un solo clarín. Era un 3 de noviembre diferente por la tristeza de quienes lo vivíamos.
Recién terminados los rezos de todas las noches, y empezando el relajo a toda voz de los presos antes del apagado de luces y de la orden de dormir, llamé a voces la atención de los detenidos en la celda 51, vecina de mi calabozo. Al cabo de un momento se oyó la voz de algún recluso que pedía silencio. “El viejo quiere hablar, silencio, silencio”. Poco a poco fue bajando la vocería, los gritos pasaron a murmullos y estos a silencio y atención.
“Panameños, compatriotas –empecé– hoy ha sido el 3 de noviembre más triste de mi vida, no solo porque estoy privado de libertad, sino porque no ha habido saludos a nuestra nación. Somos los jirones de la patria de los que habló el poeta, pero somos hombres que amamos nuestra panameñidad. Es poco lo que les voy a pedir: acompáñenme a cantar el himno nacional”.
Sin tono guía, a capella absoluta, comenzaron a oírse las primeras palabras del himno y poco a poco se animaron voces y volumen. En un momento recibía de todos los rincones de mi celda el canto hermoso de hombres hermanados en los horrores de la prisión. El volumen de voz era cada vez más alto y al final del himno pasaron a las consignas de “Viva Panamá”, Justicia”, “Abajo la tiranía”, “El que no brinca es sapo”, y por ahí se fueron las voces y las palmas hasta que sonaron las primeras bombas lacrimógenas y las mangueras entraban chorros de agua en las celdas abriendo paso a los antimotines que a punta de macana y gases fueron sacando a los presos hacia el patio de la prisión, hasta que se sofocó el tumulto.
Desde mi calabozo no podía ver lo que ocurría. Oí quejidos de los golpeados y gritos de los soldados. Así pasó toda la noche y parte del día siguiente. Ya casi al anochecer, sentí las voces de soldados, cerrojos abriéndose y el rumor de los detenidos de vuelta a la 51. Al rato, “Viejo, viejo” –oí que llamaban y respondí– “esto fue del c... viejo. Todas las galerías cantaron el himno y los tuvieron que sacar al patio a gas, manguerazos y patadas. Ahora están preguntando quién fue el incitador y todos se echaron la culpa. Del c... viejo, del c...”
Nunca había vivido, y dudo que vuelva a vivir, un tributo tan hermoso a nuestra patria. El tiempo pasó y volvieron los tambores y cornetas, marimbas y uniformes, dianas, desfiles, banderas y discursos, pero para mí, nunca habrá un 3 de noviembre tan diferente como aquel que viví.
El autor es publicista
Ahì les va un artìculo publicado en La Prensa de Panamà el 3 de noviembre pasado, coincidiendo con el centenario de nuestra independencia. El autor es un publicista que luchò a brazo partido contra la dictadura que desgobernò mi paìs desde 1968 a 1989. Una persona que por su posiciòn econòmica acomodada no necesitaba luchar por la libertad, pero que lo hizo, con todos los riesgos conexos.
Un 3 de noviembre diferente
En un momento recibía de todos los rincones de mi celda el canto hermoso de hombres hermanados en los horrores de la prisión
Alberto B. Conte
abconte@cableonda.net
El prístino sonido del clarín lidera el atronador acompañamiento de tambores en su anual saludo a la patria cada 3 de noviembre. Para mí, que crecí disfrutando con mi padre el placer de corretear a las bandas de guerra convertidas en alegres retumbos populares, aquel placer solo era igualado por el delicioso sabor de unos panqueques con jamón y queso flotando en dulce sirope de Arce, en el desaparecido café Pepsicola de la 5 de Mayo, donde terminaban las correrías.
Estar preso en un calabozo de las Fuerzas de Defensa para el 3 de noviembre de 1988 tendría una sola compensación: oír desde dentro del monstruo las dianas que serían especiales para el jefe. Era como comerse el pastel y conservarlo; no habría panqueques, pero sí asiento de primera fila en lo que imaginaba sería un tropel de trompetazos y estruendosos redoblantes, combinados en una alegoría musical.
Pero, ya hacía unos días, no oía práctica alguna de la banda de cornetas y tambores de la institución, lo que me extrañó al punto de preguntarle al soldado que me llevó desayuno, las razones de ese silencio. “¡No hay plata para los cueros!”, fue la tajante respuesta. Claro que sabía que la situación financiera de la institución era precaria, pero no tanto como para privar a la patria de los melodiosos saludos. Y así fue. Ni en la madrugada ni en todo el día sonó un solo redoble ni cantó un solo clarín. Era un 3 de noviembre diferente por la tristeza de quienes lo vivíamos.
Recién terminados los rezos de todas las noches, y empezando el relajo a toda voz de los presos antes del apagado de luces y de la orden de dormir, llamé a voces la atención de los detenidos en la celda 51, vecina de mi calabozo. Al cabo de un momento se oyó la voz de algún recluso que pedía silencio. “El viejo quiere hablar, silencio, silencio”. Poco a poco fue bajando la vocería, los gritos pasaron a murmullos y estos a silencio y atención.
“Panameños, compatriotas –empecé– hoy ha sido el 3 de noviembre más triste de mi vida, no solo porque estoy privado de libertad, sino porque no ha habido saludos a nuestra nación. Somos los jirones de la patria de los que habló el poeta, pero somos hombres que amamos nuestra panameñidad. Es poco lo que les voy a pedir: acompáñenme a cantar el himno nacional”.
Sin tono guía, a capella absoluta, comenzaron a oírse las primeras palabras del himno y poco a poco se animaron voces y volumen. En un momento recibía de todos los rincones de mi celda el canto hermoso de hombres hermanados en los horrores de la prisión. El volumen de voz era cada vez más alto y al final del himno pasaron a las consignas de “Viva Panamá”, Justicia”, “Abajo la tiranía”, “El que no brinca es sapo”, y por ahí se fueron las voces y las palmas hasta que sonaron las primeras bombas lacrimógenas y las mangueras entraban chorros de agua en las celdas abriendo paso a los antimotines que a punta de macana y gases fueron sacando a los presos hacia el patio de la prisión, hasta que se sofocó el tumulto.
Desde mi calabozo no podía ver lo que ocurría. Oí quejidos de los golpeados y gritos de los soldados. Así pasó toda la noche y parte del día siguiente. Ya casi al anochecer, sentí las voces de soldados, cerrojos abriéndose y el rumor de los detenidos de vuelta a la 51. Al rato, “Viejo, viejo” –oí que llamaban y respondí– “esto fue del c... viejo. Todas las galerías cantaron el himno y los tuvieron que sacar al patio a gas, manguerazos y patadas. Ahora están preguntando quién fue el incitador y todos se echaron la culpa. Del c... viejo, del c...”
Nunca había vivido, y dudo que vuelva a vivir, un tributo tan hermoso a nuestra patria. El tiempo pasó y volvieron los tambores y cornetas, marimbas y uniformes, dianas, desfiles, banderas y discursos, pero para mí, nunca habrá un 3 de noviembre tan diferente como aquel que viví.
El autor es publicista