Cuatro tópicos (y una cita apócrifa) sobre la democracia
Por Tomás Salas
Tomás Salas es Doctor en Filosofía y Letras. Este artículo fue publicado originalmente en ALFA (revista de la Asociación andaluza de Filosofía), nº 14, junio 2004, págs. 163-169.
Pocas palabras tienen un uso tan frecuente como “democracia” y sus derivados; y este uso y abuso proviene, precisamente, de su prestigio, casi sin competencia entre los términos que definen realidades políticas y sociales. “Democracia -escribe Rafael del Águila- es una de las pocas ´buenas palabras´ que existen en el vocabulario político”. En esto parece todo el mundo estar de acuerdo. Basta con calificar a alguien de “democrático” para que sea valorado positivamente; y basta adosar este calificativo a un nombre, sea el que sea, para que éste adquiera, como por arte de magia, una virtud indiscutible. Sin embargo, esta generalización, este uso ambivalente y siempre connotado positivamente, tiene la contraprestación de la inexactitud y el tópico. Esto es: usar este nombre en vano. No hay ninguna palabra en el léxico político (y habrá pocas en el léxico en general) que sea usada más veces de forma gratuita y oscurecedora; que sirva de comodín para designar las más diversas realidades; pocas palabras habrá sobre las que pese una mayor costra de tópicos que la constriñen y que hacen que su significado, tan rico histórica y conceptualmente, quede vacío y se convierta en un formulismo huero.
Este trabajo pretende indagar en estos usos tópicos que nacen, en gran medida, de la identificación del término con uno de sus aspectos parciales, que es tomado como total y prácticamente único. Por ejemplo, la democracia tiene que ser participativa, pero usar el término como sinónimo de “participación” es una impropiedad que confunde la parte con el todo. Se pretende descubrir esos usos inadecuados y, con ello, intentar devolver a la palabra su verdadera entidad. Decía Mallarmé, desde una concepción elitista del arte, que hacer poesía era evitar las “palabras de la tribu”; la labor intelectual tiene como una de sus funciones, y no la menos importante, devolver su auténtico contenido a palabras manipuladas, devolverles su función clarificadora, con el fin de la tribu siga entendiéndose. Antes de repasar estos tópicos, que pretenden ser una selección significativa aunque no exhaustiva, quiero hacer algunas precisiones previas.
De entrada, dejo fuera los usos que podríamos llamar “perversos” de la palabra, que más que un tópico, suponen una abierta y consciente manipulación de la palabra. Por ejemplo, los términos “democracia popular” de los países comunistas o el de “democracia orgánica”, con el que se definía a sí mismo el franquismo. Me limito, pues, a lo que entendemos por “democracia” cuando nos referimos a un país como los de la Unión Europea, que cumplen con un mínimo de requisitos que lo definen como democrático.
Cuando hablo de un “significado correcto” que hay que recuperar, no me refiero a lo que sería un “tecnicismo” de la Ciencia Política , sino simplemente a lo que sería un uso adecuado, no manipulable ni manipulador, un uso que sirva más para clarificar que para oscurecer la comunicación. No se trata, pues, de problemas de tecnicismos o terminologías, sino de un uso pragmático del lenguaje, lo que nos saca fuera del ámbito estricto de la Ciencia Política y nos pone en la Sociología y la Lingüística.
Los ejemplos que se van a ver no pertenecen, evidentemente, al mundo científico, pero tampoco a lo que llamaríamos un nivel vulgar o coloquial del lenguaje. Son expresiones y modismos que están frecuentemente en la boca de los políticos, los sindicalistas, los comunicadores, los periodistas, los llamados líderes de opinión; que pueden leerse y oírse en los medios y que, por tanto, tienen un gran poder de seducción e influencia sobre el habla general.
Se confunde, casi siempre con una buena intención que no niego, la democracia con un conjunto de valores morales deseables y que forman un consenso más o menos aceptado por las ideologías y las religiones: la no violencia, la solidaridad, la tolerancia con el prójimo que es distinto o fastidioso, el acuerdo amistoso, etc. Muchas veces se habla de “actitudes antidemocráticas”, cuando sería más propio hablar de “actitudes violentas”. Con frecuencia se usa el calificativo de “democrático” cuando mejor iría “bueno”, “ético”, “pacífico”. Un ejemplo que nos llega todos los días (una búsqueda superficial en las hemerotecas nos demostraría su abundancia) es, en el contexto del conflicto vasco, el término “partidos democráticos” para referirse a todos aquellos que no apoyan abiertamente la violencia. El término así usado es sumamente equívoco y obvia que pueden darse los casos de que a) un partido que apoya una causa inmoral (o que defiende medios inmorales para su consecución) puede, desde un punto de vista jurídico-formal, cumplir los requisitos del carácter democrático, b) un partido que defiende la democracia se puede ver obligado a usar o justificar medios violentos de fuerza en casos extremos. No tiene, pues, porque existir una identificación entre democracia y no-violencia. De hecho, históricamente, las democracias se han tenido que armar y lanzarse a la guerra para defender su sistema y protegerse de sus enemigos con una acción que no podía ser sino violenta (caso del nazismo). Del mismo modo, cabría la hipótesis, no tan remota como parece, que una doctrina no (o anti) democrática pudiese defenderse y difundirse por medios pacíficos.
Esta actitud se resume en la expresión, tan habitual, valores democráticos. Se considera la democracia como un conjunto de valores, lo que conduce, inevitablemente, al terreno de la ética. En el fondo de este uso, está la concepción de buena parte del ala izquierda del pensamiento político (Habermas, Arendt) de la democracia (es una expresión del primero) como “forma de vida”. Concepción esta que intenta trascender una idea meramente jurídico-formal de la democracia, que no sólo es un conjunto de normas e instituciones, sino también una serie de actitudes y compromisos. Esta idea, muy querida a la socialdemocracia europea, tiene, a mi entender, las dificultades que resumo en dos: a) el sistema puede quedar disuelto en un conjunto de buenas intenciones, en una moral voluntarista, ausente de articulación y formalización; y b) hablar de valores democráticos es problemático en el sentido en que, en el marco democrático, han de caber una pluralidad de valores (a fin de cuentas, la democracia es un intento de solucionar el problema de que somos diversos) que se enfrenten en una situación de seguridad y juego limpio.
Democracia suele identificarse con participación popular. Véase la siguiente expresión “La nueva forma de elección del rector, con la Ley Orgánica de Universidades, es más democrática ya que fomenta más la participación directa de todos los sectores educativos”. La cita es imaginaria, pero podía estar en cualquier periódico de tendencia favorable a la ley citada, o en el discurso de cualquier político (ídem del periódico). Esta frase, y tantas otras, llevan implícita la idea de que a más participación, más democracia. Sin embargo, este sistema que tiene un innegable componente de participación, no queda ni mucho menos definido por ésta. La democracia es un medio de “representación”, es decir, un método para que la participación directa de los ciudadanos en la vida pública se dé encauzada y representada, no directamente. Esto lleva a que la llamada “democracia directa” (el asamblearismo libertario, los “cabildos abiertos” del peronismo) sean de los mayores enemigos de la democracia, que puede despeñarse por la ladera del autoritarismo, pero también por la pendiente del populismo.
Si el tópico anterior queda resumido en la expresión valores democráticos, éste queda bien expresado con el lema de democracia como gobierno del pueblo. Esta concepción, de raíz roussoniana, es problemática desde su origen. Aranguren reconoce que a Rousseau, más que las libertades individuales, lo que le interesa es que “el pueblo se gobierne a sí mismo”. Ahora bien, “¿es esto posible? En rigor, no, y el mismo Rousseau lo vio así. A reserva de tratar, en seguida, el tema de las presuntas posibilidades de una ´democracia directa´, admitamos provisionalmente que, tan pronto como la comunidad deja de ser extremadamente reducida, sólo puede gobernarse a sí misma indirectamente, por delegación, es decir, en régimen de democracia representativa”. Ha habido históricamente sistemas en los que se ha dado cierto grado de participación popular; desde la antigua democracia asamblearia de Atenas, hasta los Estados Generales que surgieron de la revolución francesa. Sin embargo, en Atenas no había elecciones ni existía la idea de representación y en la época jacobina no hubo una garantía de lo que hoy entendemos por derechos individuales. Por otra parte, en algunos sistemas no democráticos hay ciertos grados de participación popular, si entendemos como tal, fundamentalmente, la capacidad de votar. Se votaba en la antigua Unión Soviética y en la España de Franco; se vota en la India, en México, en Perú. A nadie de se le ocurre que ninguno de estos ejemplos pueda catalogarse como una democracia en el sentido en que lo son Francia, España o Estados Unidos. El ciudadano francés, español o norteamericano posee una serie de garantías y mecanismos que protegen sus derechos personales (por ejemplo, un Poder Judicial independiente, que hace que la ley actúe con imparcialidad) que no tienen, para su desgracia, los peruanos, indios o mexicanos, aunque estos últimos visiten las urnas de vez en cuando. Si la participación popular es condición indispensable de la democracia, no es lo que la define; no menos indispensables son un sistema de protección de los derechos individuales o un mecanismo de división y control de los poderes del Estado.
Hay una idea que está latente en muchos discursos políticos y que se podría exteriorizar en este aserto: la democracia es (sobre todo) de izquierdas. Esta idea no se dice así, explícitamente, pero se da a entender con frecuencia implícitamente. Parece que la izquierda es demócrata por naturaleza, mientras la derecha tiene que hacer un esfuerzo para serlo. Hasta hace poco era frecuente la expresión “derecha democrática”, como si la matización fuese necesaria. En el caso español, esto se acentúa. La izquierda española, de forma muy especial, alardea de un historial democrático (que se remonta casi a los orígenes de la historia) y de oposición a la dictadura. Y acusa a la derecha de una tendencia, que para ellos es poco menos que genética, al autoritarismo (y, hasta hace poco, la palabra “franquismo” salía a relucir en más de un debate político). Sin embargo, si bien es cierto en la derecha española hay un largo historial de pensamiento antidemócrata (desde Donoso Cortés a Franco, pasando por el integrismo monárquico de Vegas Latapié), también es verdad que para considerar a personajes como Largo Caballero, la Pasionaria o Durruti (por poner ejemplos de tres tipos de izquierda de distinta militancia) como demócratas hay que tener un sentido algo laxo y relativizante del concepto. La derecha se adapta perfectamente a la democracia, porque desde ella, en un marco de estabilidad jurídica y de cambios graduales, puede defender bien sus intereses. De hecho, la democracia en sus orígenes responde más a una mentalidad conservadora que al idealismo de izquierdas. Los padres fundadores del liberalismo -Stuart Mill, Locke-, más que una mejora de los niveles de vida o un reparto de los bienes, persiguen un marco de seguridad y acuerdo, en el que se garanticen la vida, la libertad y la propiedad. Se trata de partir de una situación social dada e intentar un equilibrio (no un cambio radical) posible a partir de ella, no se implantar un esquema previo (ideal) de forma voluntarista, un “racionalismo constructivista que tiende a los diseños ideales”. La teoría democrática, pues, tiene unas raíces conservadoras (vinculadas a ideas del cristianismo, sobre todo protestante), sin las cuales no se entiende el fenómeno.
Una costumbre muy frecuente en el mundo periodístico y político es usar los término de “fascismo” y “democracia” se usan como antónimos absolutos. Todo lo que no es democrático es fascista; todo lo que es violento, totalitario o intransigente es fascista, lo cual es una simplificación al alcance de cualquier mente medianamente avezada. El fascismo es, históricamente, un sistema político que se dio en la Italia de Musolinni en el período de entreguerras y que tuvo evidentes repercusiones fuera de Italia. Precisamente en España fue siempre un movimiento muy minoritario y nunca alcanzó la categoría de partido de masas que consiguieron los camisas negras en Italia y los nazis en Alemania. Partiendo de las J.O.N.S. de Ramiro Ledesma Ramos, sólo alcanzó algo de más relevancia con la Falange de José Antonio Primo de Rivera; pero este movimiento tiene unas características tan sui generis que más de un historiados duda llamarlo fascista en el sentido riguroso. La misma dictadura de Franco no se concibe como fascista; y esto lo dicen historiadores como Fusi o Preston que se definen de izquierdas. Se llega al sinsentido de llamar fascista a una organización declaradamente marxista-leninista (los mayores enemigos del fascismo) como ETA. Indudablemente, el fascismo es un enemigo histórico de la izquierda, pero también de cierta derecha. “Todos los movimientos fascistas son antimarxistas y antiproletarios, pero resultan también reactivos respecto a la derecha conservadora tradicional y por eso son antiparlamentarios, anticonservadores y antiburgueses. Todos pretendieron la creación de un Estado nuevo en que hubieran desaparecido los principios de la legalidad liberal a través de un credo voluntarista”.
Sobre pocas realidades sociales se habrá escrito y teorizado tanto como sobre la democracia. Si algo ha quedado claro después de repasar estos tópicos, es su carácter complejo, que hace que pueda haber distintas concepciones (aquí hemos hablado de la ética, de la jurídico-formal, de la representativa y esto no es, ni mucho menos, una lista cerrada). La palabra “democracia” está tan cargada de connotaciones históricas, morales, incluso sentimentales, que se hace muy compleja su delimitación semántica. Como este trabajo no pretende esta labor definidora, concluyo con la definición más pedestre pero también más exacta que conozco. Se trata de una cita, que nunca he visto por escrito pero que anda ahí de boca en boca y que se atribuye a Winston Churchill, no sé si con rigor o apócrifamente. Es la famosa definición, que sólo ha podido crear el pragmatismo ingles, de democracia como aquel sistema en que, si uno oye la puerta a las seis de la mañana, sabe que es el lechero. La democracia es, sobre todo y en última instancia, un sistema que garantiza la seguridad jurídica y, con ella, la integridad y seguridad personal. Si ésta falta, sentimos que no hay democracia, porque la libertad no se respira. Es difícil definir la salud, pero cuando estamos enfermos sabemos perfectamente lo que nos falta.