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Salvador Allende. Antisemitismo y Eutanasia Reseña
Salvador Allende. Antisemitismo y Eutanasia


Ýltera, Barcelona, 2005
173 páginas

¿Quién era realmente Salvador Allende?

Por

Esta es, textualmente, la enigmática pregunta que un día le hizo Simon Wiesenthal, el célebre cazador de nazis, a Víctor Farías, filósofo, historiador, Catedrático de la Freie Universitat de Berlín, académico en Estados Unidos y Argentina.

Víctor Farías está a punto de regresar a su Chile natal después de cuarenta fructíferos años en Alemania, donde fue alumno dilecto de Heidegger. Con el tiempo, acabaría profundizando en las conexiones de la filosofía de su maestro -y del maestro mismo- con el nacionalsocialismo; Heidegger y el nazismo se convirtió en un acontecimiento editorial e intelectual tras permanecer cinco años inédito. Temor editorial, algo a lo que el autor está acostumbrado: veinticinco años tuvo que esperar a la imprenta La izquierda chilena. Mucho menos ha tardado su última obra, Salvador Allende. Antisemitismo y Eutanasia, a pesar del rechazo de su editorial, Seix Barral, y también de Planeta, que lo consideraron “un libro estupendo, pero impublicable”. Lo mismo que otras catorce editoriales.

Quien sienta algún afecto por la figura de Salvador Allende, es decir, toda la izquierda, está a punto de encontrarse con una desagradable sorpresa, por decirlo suavemente. Recordarán al ex presidente socialista de Chile como el revolucionario mártir que tantos jóvenes lloramos en los años setenta ante las estremecedoras escenas finales de La batalla de Chile, aquella película inacabable que había que ver por trozos. En realidad fue un convencido antisemita, un defensor de la predeterminación genética de los delincuentes que extendió su racismo a árabes y gitanos, consideró que los revolucionarios eran psicópatas peligrosos que había que tratar como enfermos mentales, propugnó la penalización de la transmisión de enfermedades venéreas y defendió la esterilización de los alienados mentales. Ideas rechazadas por la opinión pública mundial en pleno, con una sola excepción: la Alemania nazi. Porque Allende defendía estas posturas precisamente en los años treinta.

Lo tiene muy difícil quien intente negar estos extremos; el mismo Allende lo dejó todo escrito en dos piezas que se han mantenido ocultas hasta hoy y que Farías ha rescatado. Se trata de Higiene mental y delincuencia, la memoria o tesis que Allende presentó en la Universidad de Chile en 1933 para obtener el título de Médico Cirujano, y el Proyecto de Ley que elaboró siendo ministro de Salubridad del gobierno del Frente Popular (1939-1941) de Pedro Aguirre Cerda. Proyecto que no llegó al parlamento por el rechazo de la sociedad en general y de la clase médica en particular, destacando la oposición frontal de las primeras autoridades del momento en psiquiatría y genética, los doctores Vila y Cubillos.

En declaraciones al diario La Nación, Allende explicó su proyecto como “un trípode legislativo en defensa de la raza”: tratamiento obligatorio de las toxicomanías, de las enfermedades venéreas -“transformando en delito su contagio”- y “esterilización de los alienados mentales”. Allende preveía la creación de un Tribunal de Esterilización, inaccesible a la familia del enfermo y competente para dictar sentencias inapelables. Leemos en el Artículo 23 que “todas las resoluciones que dicten los tribunales de esterilización (...) se llevarán a efecto, en caso de resistencia, con el auxilio de la fuerza pública”. Farías subraya las “increíbles analogías entre el proyecto nazi y el de Salvador Allende”, entre la Ley de Esterilización del chileno y la “Ley para precaver una descendencia con taras hereditarias” dictada por el Tercer Reich en 1933. El número y tipo de enfermedades que ambas normas recogen son idénticos; contienen capítulos casi iguales. En cuanto a las diferencias, es más duro Allende: la esterilización de los alcohólicos crónicos es obligatoria en el proyecto chileno, no en la ley alemana.

Pero dejemos hablar al Allende de Higiene mental y delincuencia: “Los hebreos se caracterizan por determinadas formas de delito: estafa, falsedad, calumnia y, sobre todo, la usura”. Refiriéndose a los revolucionarios, destaca “la influencia perniciosa que sobre las masas pueda ejercer un individuo en apariencia normal y que, en realidad, al estudiarlo nos demostraría pertenecer a un grupo determinado de trastornos mentales (...) este tipo de trastornos colectivos tienen a veces caracteres epidemiológicos, y es por eso que cuando estallan movimientos revolucionarios en ciertos países, éstos se propagan con increíble rapidez a los estados vecinos.” Curioso pensamiento para un declarado marxista.

En una reciente entrevista para el diario La Segunda, Farías señala que “En Chile hubo y hay una gran cantidad de antijudíos. Lo increíble es que mientras los líderes nazistas González von Marées, Carlos Séller y Tomás Allende, el padre de la escritora Isabel Allende, afirman que los judíos son un daño, pero reconocen la pluralidad de las razas, en su Memoria Allende se muestra como antisemita en el sentido biológico”.

No es extraño que quien defendía las tesis del determinismo racial, la genética del delito para judíos, árabes y gitanos, quien comulgaba con la eugenesia negativa de los nazis, acabara protegiendo en los años setenta, siendo ya Presidente, al criminal de guerra nazi Walter Rauff, residente en Chile. La denuncia procede directamente de Wiesenthal. Él puso a Víctor Farías sobre la pista cuando lo abordó, tras recibir el Gran Collar de la RFA, con la pregunta que nos sirve de título: ¿Quién era realmente Salvador Allende? La respuesta la hemos ido viendo, y se completa contestando a otra pregunta: ¿Quién era Walter Rauff, el protegido de la Unidad Popular?

Walter Rauff fue el inventor del sistema de exterminio con camiones de gas y, por tanto, el responsable de la muerte de medio millón de personas en Auschwitz, un criminal despiadado que asesinó “prácticamente con sus propias manos”, explica Farías, a más de cien mil personas. Simon Wiesenthal deseaba para Rauff un final similar al de Adolf Eichmann. Por eso escribió al presidente socialista narrando las atrocidades del criminal de guerra que su país acogía. En respuesta, Wiesenthal recibió “una carta fría”. Hubo más cartas inútiles. El cazador de nazis autorizó a Farías a publicarlas. Aparecieron en el epílogo de Nazis en Chile, desencadenando una agria polémica entre el filósofo y la hija de Allende, Isabel.

Que decida el lector si hay relación entre esas dos sombras en la biografía de Salvador Allende: la que se cierne sobre el médico y ministro de los años treinta, la que anubla al presidente de los setenta, época en que se forjó el poderoso icono del progresismo. Entre el racista de Higiene mental y delincuencia, pronto ministro responsable de una Ley de Esterilización calcada de la legislación nazi que estaba siendo aplicada en Alemania, y el presidente de la Unidad Popular que entristece y decepciona a Simon Wiesenthal, sembrando la sospecha.

¿Quién era realmente Salvador Allende? -preguntó Wiesenthal a Víctor Farías, invitándole tácitamente a investigar.

Pero si es tan conocido...

No, no. Déjeme contarle: Yo le escribí a Allende relatándole las atrocidades del criminal de guerra Walter Rauff, residente en Chile.

¿Y qué le respondió?

Recibí una carta fría. Como Salvador era un icono en el mundo entero, una víctima, lo dejé ahí. Pero quizás usted me pueda ayudar.

¿Cómo?

Me podría ayudar a buscar las cartas, porque las perdí.

Parece evidente que si Wiesenthal quería que Farías le ayudara es porque creía que la negativa de Allende a entregar a Rauff debía acreditarse en el futuro. El filósofo chileno tardó varios años, pero encontró al fin la correspondencia. Una carta dormía en un archivo italiano, otra en Austria... Y entonces se puso en contacto con Wiesenthal:

¿Puedo publicarlas?

Sí, aunque es triste.

Las cartas vieron la luz en el epílogo de Nazis en Chile. Y, efectivamente, fue muy triste, porque revelaban, en palabras de Farías, “la verdadera identidad histórica” de Allende, el líder que se hizo fuerte en el Palacio de la Moneda, que murió tras dejar grabado un mensaje cuya audición todavía nos estremece. La publicación indignó a la hija del mártir, Isabel, quien, “muy alterada”, le gritó a Farías al teléfono: “¡Mi papá no es nazi!” Él respondió que su padre, que se proclamó revolucionario, se había negado a entregar a un criminal de guerra, y de paso apuntó a “dos personalidades que (le) acompañaron muy de cerca en su itinerario político: Eduardo Novoa Monreal y Enrique Shepeler”.

Sabemos que en 1972 le pidió Wiesenthal por primera vez al presidente de Chile que iniciara los trámites oportunos para procesar a Walter Rauff o, más exactamente, para reabrir el proceso contra él. En 1963, la Corte Chilena había zanjado el asunto invocando la prescripción de los delitos imputados. Según el tribunal, el paso de treinta años impedía cualquier actuación penal. Wiesenthal esgrimió ante Allende lo que todos sabemos, que los crímenes contra la Humanidad no prescriben. Pero no se limita a invocar el principio general, sino que se pone en la tesitura de recordarle al presidente de Chile la legislación internacional firmada por su país, y cita hasta tres tratados: de 1948, de 1952 y de 1970. Estas normas, que vinculan a Chile, recogen con claridad la no prescripción de los crímenes contra la Humanidad y la primacía, en estos asuntos, de la justicia internacional sobre la nacional. La conclusión es inevitable: Allende incumple a conciencia tratados vigentes.

A Wiesenthal le parece increíble que el socialista no acepte tan sólida argumentación, que mienta, que afirme que definitivamente no es posible actuar contra Rauff porque hay que acatar las resoluciones de la justicia chilena. Como afirma Farías, “Salvador Allende asume la doctrina anterior a Nüremberg, por lo tanto, de facto, defiende la posición de un criminal de guerra terrible”, o bien “Se trata de un encubrimiento de uno de los peores criminales de guerra que conoce la humanidad.”

No sólo cae un mito –otro- de la izquierda, también hay que enfrentarse a una monstruosa simetría: los argumentos que infructuosamente repite en sus cartas Wiesenthal son exactamente los mismos que se emplean en el juicio elevado por Baltasar Garzón y Joan Garcés, el abogado valenciano que se entrevistó con su correligionario Allende en la Moneda el 11 de septiembre de 1973, unas horas antes de la muerte del presidente, y que un cuarto de siglo después consiguió que el juez Evans dictara orden de detención contra Pinochet a petición de Garzón.

Si nos felicitamos por las actuaciones contra Pinochet, no podemos justificar a un Allende que ignora la misma fundamentación para librar de castigo a Rauff, que había matado ciento cincuenta veces más que el dictador chileno. Si es que la contabilidad pinta algo en el asesinato masivo. Y si aceptamos las razones de Allende, no podemos defender el procesamiento de Pinochet. Escojan.

La polémica reavivará más recuerdos incómodos. Apunta Farías, entrevistado en La Segunda el 18 de marzo de 2005, que existen otros “elementos biográficos lamentables de Allende, como son los dineros que trata de obtener de forma subrepticia de la Alemania Democrática, o los grandes negocios con conocidos personajes del mundo económico, como los Urenda de Valparaíso (...) Existen en él desfases fundamentales, porque afirma que es uno de los fundadores del PS, junto con Grove y otros jerarcas, sobre la base del marxismo-leninismo, al mismo tiempo que escribe textos absolutamente antisemitas y señala a los revolucionarios como sicópatas (...) En la vida de Allende hay casi sólo incoherencias”.