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Cisnes salvajes Reseña
Cisnes salvajes


Circe, Barcelona, 1991
540 páginas

El infierno estuvo allí

Por

Cisnes salvajes es una novela extraordinaria, no sólo por la profusión de vivencias a través de las cuales la autora relata con inusitada amenidad la historia china durante el siglo precedente, sino por las sobrecogedoras conclusiones que analizándolas pueden inferirse.

La estructura narrativa es bastante sencilla, Jung Chan abre las puertas de su historia familiar para hacerla converger con la Historia de su país. La vida de su abuela, de su madre y la suya propia, eje fundamental del texto, se transforman en la caída del Imperio, la República de los Señores de la Guerra, la dominación japonesa, el gobierno del Kuomintang, la guerra civil, la dictadura comunista, el Gran Salto Adelante y la espeluznante Revolución Cultural. Es también, en cierta medida, una biografía de Mao Zedong, de su carácter, de su pensamiento, de sus temores, de sus ambiciones pero sobre todo de sus métodos de control.

A diferencia de la Unión Soviética, donde la Cheka era el principal instrumento de represión y control, en su patria Mao supo valerse del vulgo para perpetuarse en el poder. ¡Sus servicios secretos estaban compuestos por 600 millones de chinos! Además, este mecanismo totalizador respondía, de la misma manera, a una de las eternas y dementes obsesiones del déspota asesino, el conflicto continuado entre la población, como extensión de la revolución permanente y de una interminable lucha de clases. Pero para ello, el régimen tuvo que articular una estrategia, no plagada de profundos errores tácticos, destinada a anular al individuo y someterlo de manera absoluta a los designios del "Gran Timonel". Está destrucción de la conciencia individual se articuló en cinco grandes pilares: destrucción de la economía de mercado, idiotización de la sociedad, deificación de Mao, depuración de los opositores y transformación de la familia en una simple organización administrativa.

Mao se dispuso controlar toda la economía china para, por una parte, eliminar cualquier posibilidad de iniciativa y genialidad ciudadana y, por otra, subordinar la supervivencia de su pueblo a una producción suministrada por la maquinaria estatal. A principios de la década de los 50, se inicia con tal propósito la campaña "de los Tres Anti", esto es, la lucha contra la corrupción, el derroche y la burocracia, seguida poco tiempo después por la campaña "de los Cinco Anti", contra el soborno, la evasión de impuestos, el fraude, el robo de propiedad estatal y la obtención de información privilegiada. Estas medidas, cuyos objetivos en cualquier sociedad democrática hubieran sido impecables, en las manos de Mao se tradujeron en durísimas persecuciones contra funcionarios del partido (condenados en la mayoría de los casos por animadversiones personales) y sobre todo contra todos los capitalistas y burgueses del país. ¿Resultado? La gente rehuyó todo contacto con el dinero, dejando la producción en manos del Estado. Empero, sin duda, lo que más desgastó la economía China y más hizo depender a la población del escaso alimento proveído en las comunas fue el Gran Salto Adelante de finales de los 50. No se trata de analizar aquí las numerosas causas que provocaron la crisis (básicamente el empecinamiento de Mao por superar la producción de acero norteamericana desatendiendo la producción de alimentos), basta mencionar el resultado: estimaciones a la baja hablan de 40 millones de muertos por inanición, la mayor hambruna de la historia de la humanidad.

Mucho se ha comentado cuánto contribuyó el la dictadura roja por extender la educación a todas las clases populares, lo cual no es menos falaz que el tópico de que Mao dio una tacita de arroz a todos los chinos durante el Gran Salto Adelante. La Revolución Cultural supuso un brutal retroceso instructivo en la medida en que la mayoría de los profesores fueron considerados "enemigos de clase", el estudio "una costumbre burguesa", el éxito escolar "el principio de la metamorfosis aristocrática" y los libros "los mamporreros del imperalcapitalismo". Me atrevo a decir que nunca nadie será capaz de ponderar con fiabilidad el costo humano, económico y sobre todo cultural que conllevó para China. La consigna habitual de "romper con la tradición" arrastró a los enajenados "guardias rojos", generalmente chiquillos menores de 15 años, a destruir todas las obras de arte ancestrales, incluida la quema de libros al estilo nazi - como manuscritos únicos que se perdieron para siempre. La mera lectura autorizada era, como no, "El libro rojo de Mao", un compendio de frases horteras y yermas, que se recitaba a modo de letanía incuestionable durante todas las clases.

Sin embargo, si bien la eliminación del discernimiento ciudadano era uno de los propósitos de la Revolución Cultural, lo que se escondía en el trasfondo era una atroz purga del partido y la idolatría hacia el líder supremo. La represión contra los militantes fue extensa y profunda. La práctica totalidad de los altos funcionarios fueron anatematizados y sometidos a la autocrítica pública, consistente en continuos apaleamientos y vejaciones. Incluso Liu Shaoqui, presidente de la República Popular, y Deng Xiaoping, considerados ambos representantes de un cierto revisionismo a lo Jruchev, fueron destituidos de sus cargos, puestos bajo arresto domiciliario, sin menosprecio de ciertas torturas "imprevistas".

Siguiendo la siniestra lógica del terror maoísta, cuando vemos con qué crueldad, dureza, indiferencia y brutalidad socavó la fiel plataforma roja de sus acólitos en el partido no cuesta demasiado imaginar qué debió ser de la vaga disidencia contra el Régimen tiránico. La primera gran purga se llevó a cabo en 1951, dos años después de la proclamación del marxismo en China. Su objetivo era eliminar a los "contrarrevolucionarios" (todos los ciudadanos que habían integrado, años atrás, las filas del ejército del Kuomintang, liderados por Chiang Kai-shek, y que no se habían exiliado a Taiwán). Quienes no fueron suprimidos físicamente, padecieron una hiperbólica marginación social, al estilo de los parias indios. No contento con esta primera "purificación" Mao emprendió varias persecuciones más. En 1955 si inició una nueva "catarsis" destinada a descubrir a los "contrarrevolucionarios ocultos" (espías del Kuomintang y de la CIA); un año más tarde bajo el grito "que florezcan las cien flores" se exhortó a los intelectuales comunistas a que expresaran sus tibios desacuerdos con el gobierno, después de lo cual fueron encarcelados o ejecutados. Así, las cien flores dieron paso a la "Campaña Antiderechista", dejando al arbitrario rencor personal de los altos funcionarios el pleno derecho de discriminar a los enemigos de clase. La última caza importante, antes de la Revolución Cultural, se produjo en 1959, una vez el mariscal Peng Dehuai, ministro de Defensa y futurible sucesor de Mao, criticó en un congreso del partido ciertos aspectos nimios del "Gran Salto Adelante". Inmediatamente, el déspota rojo olvidó todo el afecto que sentía por Peng y lo tildó como un "oportunista de derechas", ordenando la captura urbi et orbi de sus seguidores.

Aunque todas estas medidas puedan parecer suficientes y válidas por sí mismas para robustecer la burocracia dominadora de Mao Zedong, hay un aspecto, sobre el que no suele hablarse generalmente, pero que constituye el motivo esencial de todos los males que aquejaron al país. El comunismo chino, al igual que en su día el soviético, consiguió descafeinar y debilitar hasta tal punto la familia que pasó a convertirse tan sólo en un instrumento con el que dar respuesta a los sueños de explosión demográfica del régimen. Los hijos pasaron a maltratar y denunciar a sus padres, los funcionarios antepusieron los intereses del partido al afecto familiar y el amor se convirtió en un vicio burgués. Este proceso de deshumanización personal a partir de la degradación familiar, convirtió a los chinos en pobres autómatas que seguían los designios de su Gran Timonel. Se vivía por una inercia servil y se moría por el capricho ajeno. Los valores perdieron todo su sentido y el individuo desapareció de facto para insertarse en una marea roja manejada por los vientos maoístas.

Cisnes Salvajes es el reflejo de esa época, de ese suicidio colectivo asumido con orgullo. Una novela imprescindible para comprender cómo pudieron los chinos elegir el camino de la inmolación y revivir la que fue, sin duda, la dictadura más sangrienta de la historia, pero al momento también una de las más admiradas por nuestros "inigualables" intelectuales orgánicos.