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La catástrofe argentina, la izquierda y su indeleble pulsión antiliberal

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En su imprescindible libro "La gran mascarada", J. François Revel nos advierte con claridad admirable de la increíble habilidad de la izquierda para no asumir sus propios errores y acabar achacándolos a sus enemigos. Así pasó con la caída del muro de Berlín, que para los intelectuales izquierdistas sólo demostró el fracaso... ¡del liberalismo!, y así pasa ahora también con la crisis argentina, que de hacer caso al líder actual de la izquierda política española estaría causada por el sistema de libre mercado.

Decir, como afirma Zapatero, que "no se puede abandonar un país a las fuerzas del mercado global" refiriéndose precisamente a uno de los países con la economía más intervenida de Hispanoamérica es, además de un sarcasmo, un ejemplo más de la desfachatez con la que una y otra vez, la izquierda imputa al liberalismo -su demonio particular- el naufragio de su propia política, que cuenta por fracasos, a cual más clamoroso, todas las ocasiones en que ha sido puesta en práctica a lo largo y ancho de los cinco continentes.

En Argentina se han implantado desde los años 80 todas las recetas económicas típicas de la izquierda: intervencionismo de precios y mercados, incremento elefantiásico del sector público con el consiguiente desbordamiento del gasto del estado y una corrupción política y económica de tintes colosales. El paraíso de cualquier socialista, vamos. Tan sólo desde mediados de los años 90 se ha intentado poner freno a esa vorágine de despropósitos económicos introduciendo tímidas dosis de liberalismo para evitar, o al menos retrasar, el colapso del sistema (disminución del gasto público, privatización de empresas gestionadas por el estado o el aumento de la inversión internacional). Precisamente esas primeras muestras de racionalidad económica, puestas en práctica paradójicamente por el partido justicialista (¡Cómo verían la situación!), contaron con la firme oposición de la izquierda argentina, que interpretó este modesto golpe de timón como alta traición a sus principios más sagrados.

La situación de la economía argentina hubiera necesitado desde el principio la introducción a ultranza de los principios liberales en su política: liberalización de precios y mercados, una política financiera coherente que fortaleciera su moneda, reducción drástica del gasto público y la promulgación de leyes que garantizaran la existencia de un estado de derecho fuerte para proteger la libre competencia de toda tentación monopolística y de la corrupción endémica del país.

Lamentablemente la pusilanimidad e incuria de los distintos gobiernos ha imposibilitado la puesta en práctica de este paquete de medidas, limitándose a introducir tímidas reformas para no soliviantar a una izquierda siempre presta a saltar a la yugular de cualquiera que limite sus prebendas. Con todo, la incipiente reducción del gasto público y la privatización de empresas del estado paliaron de alguna manera una situación económica que amenazaba con colapsar mucho antes de lo que finalmente lo ha hecho. La única culpa del liberalismo, por tanto, ha sido alargar unos años la vida del enfermo pero la dosis ha sido tan insignificante que el finalmente ha pasado a mejor vida.

¿Cual es la enseñanza que extrae la izquierda de todo el proceso?: El liberalismo es culpable. Es decir, el enfermo se ha muerto por una dosis masiva de socialismo en vena, pero la culpa del fallecimiento es del antídoto, que fue aplicado tarde y además en una dosis insuficiente. La proverbial coherencia de la izquierda, ya saben.

Y como broche de oro, aquí tienen ustedes otra perla del Secretario General de los socialistas españoles respecto a lo aprendido de la crisis Argentina, que demuestra una vez más la incapacidad patológica de la izquierda de aprender de sus propios errores del pasado.: "Hace falta un gobierno mundial que controle la economía" (sic). Vale tanto como decir: Ya hemos acabado con Europa del este, gran parte de Asia y Sudamérica, hundamos ahora al resto del mundo. La culpa, como siempre, del liberalismo.