8 de Junio de 2006
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El diálogo de Gallardón
Gallardón anda obsesionado por que la gente le vea y le escuche. Quiere hablar, sonreír y bromear. La cámara tiene que sacarle en la pose correcta, el micrófono debe besar los tímpanos del oyente. Es necesario crear una mitomanía de proximidad, de hombre medio y cercano tan del gusto de los populistas.
Si hace tiempo ya nos ofreció su marañoniana definición de liberalismo tal que “liberal era quien sabía escuchar” hoy nos brinda su zapaterial concepción de democracia: “democracia es hablar”, en concreto poder hablar en un programa de radio donde perdió los estribos por escuchar cómo unos oyentes le dedicaban algo distinto a los halagos y peloteos diarios propios de sus cortesanos.
La combinación de estas dos vaguedades provoca una cierta esquizofrenia circular que nos ofrece una definición perfecta del gallardonismo: hablarse a sí mismo para poderse escuchar con mayor placer. Todo ello, claro, a fuer de demócrata y liberal.
Olvida el alcalde de Madrid –o quizá lo tenga demasiado presente- que la reiteración del diálogo puede ser la permanencia de la injusticia si el que habla no tiene nada que decir y el que escucha nada nuevo que oír. Si el diálogo se convierte en requisito de la libertad, entonces la elección humana queda predeterminada y caemos en la esclavitud de las palabras, o más bien en la dictadura de la palabrería hueca.
El diálogo no es ni condición ni garantía de la libertad. No es condición porque el ser humano sólo entra en contacto con unos pocos cientos de personas a lo largo de su vida y ello no significa que coaccione a los miles de millones restantes; no es garantía porque el diálogo sólo es un medio de resolver discrepancias que puede fracasar y hacer perder el tiempo a los interlocutores.
A pesar de esto, los políticos, que por su propia naturaleza son contrarios al diálogo, suelen blandirlo como arma absolutista contra cualquier decisión de los individuos. Todo debe ser dialogado y consensuado; todo debe contar con su plácet y aquiescencia -aun cuando no tuvieran derecho a meter las narices en el asunto.
Su oficio, de hecho, consiste en manejar el BOE y las leyes para obligar a los individuos a dirigirse en la dirección pretendida. Su modus operandi no es el acuerdo con sus súbditos, sino la coacción directa. El diálogo está del todo ausente en el ejercicio de su cargo; los políticos sólo hablan entre ellos para repartirse el botín y esquilmar a sus presas cautivas, su diálogo es equivalente a la planificación del iter criminis. Es la farsa del estafador charlatán, el espejismo del soliloquio conversador.
Los Zapateros y Gallardones utilizan la excusa del diálogo para arrogarse los poderes de la sociedad civil. Con su lenguaje vacuo y enredador pretenden adormilar a las víctimas de su arrolladora planificación socialista; son culebras travestidas de encantadores de serpientes. Mientras se escucha no se reflexiona; mientras se oye al otro, no se puede protestar; mientras te hablan, es posible quedarse dormido. Este sueño eterno, esta anestesia permanente, es el objetivo último pretendido por el populismo lenguaraz del antiliberalismo nacional.
Comentarios
P.D Recordar que antes de que su ascediente Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y él mismo, buscarán la protección de la prensa del Imperio del Mal, la izquierda les motejaba de "repelentes niños Vicente". ¡Qué poca memoria tienen algunos!
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