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Hume versus Rousseau

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Es sorprendente comprobar la popularidad de la que goza Jean-Jacques Rousseau y lo poco o mal conocido que es, en general, David Hume cuando las aportaciones al pensamiento filosófico, económico, histórico y político de este último son de mucha mayor enjundia. Analizando el porqué de esto, uno acaba comprendiendo que este desequilibrio no es por casualidad.

Ambos pensadores son estrictos coetáneos entre sí en tiempos de la Ilustración europea. En concreto, Hume fue una de las figuras sobresalientes de la fructífera Ilustración escocesa que tan interesantes pensadores aportó al siglo (Ferguson, Hutcheson, Carmichael y, en menor medida, A. Smith) y que hizo de las Universidades de Glasgow y Edimburgo centros de vanguardia de la Ilustración británica, muy por delante de las Universidades tradicionales de "Oxbridge".

Por contraste, Rousseau fue más bien una rareza en el movimiento ilustrado europeo. Podría muy bien ser considerado un primer romántico prerrevolucionario infiltrado en el grupo de los enciclopedistas franceses. No sólo eso, en muchos aspectos se le puede considerar también como un reaccionario anti-ilustrado de su época. Echemos un ligero vistazo a sus respectivos pensamientos.

David Hume (1711-1776) fue un pensador profundo y coherente desde su primera obra magna en tres volúmenes titulada Tratado sobre la naturaleza humana (1739). En filosofía pura, fue el exponente más radical del empirismo inglés (continuando la labor de Locke y Berkeley). Frente a los excesos del racionalismo, alertó de los límites de la razón para prevenirnos tanto de una metafísica abstracta plagada de sustancias que nada tenía que ver con los hechos, como de un conocimiento de esos mismos hechos engañosamente seguro de sí mismo. Sus advertencias despertaron a Kant de su "sueño dogmático" e hizo moderarse, a partir de entonces, al racionalismo exagerado continental.

En el pensamiento político, pese a su escepticismo, tuvo la sensatez de reconocer que, a pesar de las limitaciones del hombre, éste había creado –sin previos consensos explícitos– instituciones y tradiciones válidas y muy útiles para la supervivencia y desarrollo del hombre en sociedad. Se opuso frontalmente, por tanto, a toda teoría contractualista explicativa del origen del gobierno y de las leyes. Ni siquiera nuestro escocés la tomó como hipótesis de trabajo por ser una entelequia alejada de la realidad. Hume, así como los demás ilustrados escoceses, estaban vacunados contra estas quimeras al tener todos ellos más bien poca fe en las competencias de nuestra razón para organizar por "designio" la sociedad.

El pensamiento de Hume en temas económicos, sus críticas al mercantilismo por su visión estática de la balanza de pagos entre países, su confianza en el libre mercado como impulsor de la beneficiosa división internacional del trabajo, su comprensión exacta de la naturaleza del dinero y de la conveniencia de que tuviera siempre un "valor intrínseco" como practicaba en aquellos tiempos el Banco de Amsterdam, la alta estima de la labor del comerciante, la tendencia a la igualación entre tipos de interés y tasas de beneficio, así como sus agudos comentarios en muchos otros asuntos económicos fueron sorprendentemente modernos para aquella época. Acertó, además, en casi todos ellos salvo en contados desvaríos, también sorprendentemente modernos (pensaba que la inflación moderada era impulsora del crecimiento económico o bien ignoraba el "efecto renta" en la teoría cuantitativa del dinero).

Tan sólo le faltó sistematizar en un solo tratado todo su rico, pero disperso, pensamiento económico. De haberlo hecho intuyo que la "supuesta" paternidad de la moderna economía política hubiese recaído en él y no en Adam Smith.

Por su parte, el pensamiento político de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) pasó por erráticos avatares a lo largo de su existencia, pero tuvo una virtud inigualable: fue un forjador nato de términos preñados de modernidad (de la mala) que, andando el tiempo, tuvieron gran aceptación: "bondad natural del hombre", "la voluntad general", "el pueblo", "la igualdad social", "alienación del hombre", etc.

Los arranques teóricos de Rousseau fueron verdaderamente extravagantes para su época (y también para la actual). Me estoy refiriendo a sus Discursos que tanta fama le procuraron. En el Discurso sobre las artes y las ciencias (1750) trató de deslumbrar (que no iluminar) a sus contemporáneos poniendo en cuarentena el indiscutido dogma de la Ilustración del progreso del hombre debido a las ciencias y a las artes. Según opinión del ginebrino, lejos éstas de haber hecho al hombre avanzar en libertad y en quilates de felicidad, lo habrían corrompido. El hombre natural (presocial y cercano al Creador) era, según él, un ser verdaderamente libre y feliz. Así, de reaccionario, así de tribal. Era una idea falaz para el que haya analizado un poco el progreso del hombre en sociedad y constatar que el estadio natural del hombre es la escasez y la inseguridad, pero era muy estimulante para el ignorante en asuntos sociales. El mito del buen salvaje estaba servido para ser engullido por los necesitados de este tipo de utopías.

Luego vio la luz el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755) en que se denunciaba las perversas consecuencias de la propiedad privada y causa de toda desigualdad, injusticia, guerra o asesinato. El buen salvaje se veía obstaculizado en su beatífica vida de paz y dicha cuando barruntó por vez primera la verja en un prado. La propiedad privada empezaba a "encadenar" al hombre. Los seducidos con estas alocadas afirmaciones fueron demasiados. Lord Acton nos advirtió casi dos siglos más tarde (y ante la generalizada aceptación de esta idea "rousso-marxista") que sin entender de verdad la institución de la propiedad privada era sencillamente imposible entender la libertad del hombre.

La siguiente obra de Rousseau, El Contrato social (1762), fue tan solo un poco más meditada que sus inmaduros Discursos. Aceptó en ella que el buen salvaje no era el estadio mejor para el hombre (vaya hombre, ¡qué avance!) y que lo importante era llegar a determinar el bien común del pueblo y, así, armonizar los asuntos de los hombres. Para ello el hombre natural debió enajenar en un prístino contrato todos sus derechos naturales a favor de la Voluntad general que se los devolvería multiplicados y mejorados en forma de derechos civiles. El hombre, participando de en la infalible Voluntad general, acoplándose a ella, se hacía libre porque "se obedecía a sí mismo" (y si no se acoplaba era que no conocía el "bien propio" y sería obligado a ello; constreñido a ser libre según los designios de la recta Voluntad general). Cualquier totalitarismo (no sólo el democrático) puede perfectamente abrevar aquí. A partir del contrato social de Rousseau, la Voluntad general, como justificadora de regulaciones de todo el ámbito de la acción humana y fuente única del derecho, no tendría ya límites en manos de los modernos gobernantes.

Años más tarde Rousseau, confesaría en carta que su propuesta de ejercer directamente, sin órganos representativos, la voluntad popular definida en su contrato social sólo podría funcionar con algún éxito en sociedades muy pequeñas como la de Córcega. ¡Qué embarazosas son siempre las confesiones de Rousseau!

Hume, partidario de los gobiernos representativos, se opuso, por el contrario, a la infalibilidad de las mayorías. En su escrito Of the First Principles of Government vino a decir que el gobierno estaba sustentado por la opinión general; pero no en el sentido rousseauniano de definir los mandatos gubernamentales por voluntad general, sino por la posibilidad de sustituir pacíficamente a los hombres del gobierno, caso de haber actuado contra dicha opinión.

David Hume fue demasiado sensato, demasiado escéptico o evolucionista como para estimular mentes calenturientas y simples, prestas a regenerar al hombre desde sus cimientos; pero fue un magnífico faro que "ilustró" a los hombres deseosos de conocimiento y cansados de supersticiones o quimeras.

El hombre actual, especialmente si es liberal, tiene claramente una deuda pendiente con el sagaz observador David Hume y una deuda que cobrar al fantasioso Jean-Jacques Rousseau.