Barry Goldwater, Mr. Conservador
A la hora de defender la libertad, el extremismo no es ningún vicio. Y dejadme que os recuerde que, a la hora de defender la libertad, la moderación no es ninguna virtud (Barry Goldwater)
Mil novecientos setenta y dos. El senador demócrata George McGovern, que acaba de perder las presidenciales frente a Richard Nixon, recibe una llamada telefónica. Es su amigo Barry Goldwater, también senador pero, como Nixon, adscrito a las filas del Grand Old Party. "George –le dijo Goldwater–, si tienes que perder, hazlo a lo grande". McGovern debió de sonreír, pues quien así le hablaba era en aquellos tiempos el más célebre perdedor de elecciones: ocho años antes, en su pugna con Lyndon B. Johnson por la Casa Blanca, sólo había cosechado el 39% de los votos y vencido en 6 de los 50 estados de la Unión.
Barry Goldwater nació en Phoenix (Arizona) en 1909, en el seno de una familia judía de origen polaco, si bien su madre, Josephine, era episcopaliana. Josephine inculcó al joven Barry su fe y sus convicciones morales, y le enseñó a confiar en sí mismo y a dejar en un segundo plano el qué dirán. Esta virtud puede convertirse en un gravísimo inconveniente para un político. Barry lo fue, y tuvo ocasión de comprobarlo.
Cuando su padre murió, Barry, que a la sazón contaba 21 años, hubo de ponerse al frente del negocio familiar, unos almacenes que reportaron a los Goldwater desahogo económico y popularidad. Después vino la guerra, la Segunda Mundial, y nuestro personaje sirvió como piloto en el Comando Ferry, con el que literalmente recorrió el mundo: la India, Ýfrica del Norte, Nigeria, Sudamérica, China... Al abandonar las Fuerzas Armadas, ostentaba el grado de general.
Ya de vuelta a casa, se interesó por la política. Sus primeros pasos en este terreno no pudieron ser más prometedores: contra todo pronóstico, venció al popular demócrata Ernest McFarland y se convirtió en senador por Arizona. Corría el año 1952.
Pero, antes de seguir adelante, convendría que echáramos un vistazo al panorama político norteamericano del momento.
Salir del newdealismo
Pese a que muchos lo consideren un obstinado (y suicida) defensor del libre mercado, el republicano Herbert Hoover sentó las bases del New Deal, ese conjunto de políticas que acabó por convertirse en ideología y que cautivó especialmente a los demócratas... y a buena parte de la población norteamericana. A lomos del newdealismo, el Partido Demócrata se alzó con la victoria en seis de las ocho elecciones presidenciales celebradas entre 1932 y 1960; además, el Congreso estuvo en sus manos 24 de esos 28 años.
Por aquel entonces se pensaba que la economía era demasiado importante como para dejarla en manos de la gente. Todos eran keynesianos, según llegó a decirse. Bueno, no todos: ahí estaban las obras de, por ejemplo, Friedrich Hayek, Ayn Rand, Frank Chodorov o William Buckley. Por otra parte, algo se movía en las filas conservadoras... y penetraba con fuerza en el Partido Republicano.
Las dos guerras mundiales y el New Deal habían transformado radicalmente el papel del Estado en América. Los impuestos y el gasto público habían alcanzado, en un plazo de tiempo relativamente breve, unos niveles impensables sólo unas décadas atrás. El control público sobre la vida de los ciudadanos no paraba de aumentar, y se aprobaban leyes que, después de los "Decretos Abominables" de John Adams y la "Dictadura" de Lincoln, se creían desterradas para siempre.
Así las cosas, se produjo un revival del conservadurismo centrado en la defensa de los valores tradicionales; "defensa", porque estaban éstos siendo minados por el progresismo, arrollador en aquellos años, que negaba la validez de cualquier tradición y ponía en el disparadero valores como la dignidad del individuo, el esfuerzo y la responsabilidad personales, la familia, la solidaridad o la propiedad privada, en beneficio de otros de nuevo cuño.
El positivismo buscaba disolver los valores tradicionales y vaciar al individuo. Se pretendía construir un hombre y una sociedad nuevos. Contra todo ello se rebelaron hombres como Richard Weaver o Russell Kirk, bajo el influjo de intelectuales europeos como José Ortega y Gasset o Leo Strauss.
El movimiento conservador era variopinto y abigarrado, pero había dos factores cohesivos que lo consolidaron y dieron sentido. Uno de ellos era el comunismo, enemigo intelectual y militar. Tenía la ventaja de ser un valor negativo: contra un enemigo común se desdibujan las diferencias y se resaltan las ideas y valores compartidos; además, en la época de Franklin Delano Roosevelt la infiltración comunista en el aparato federal había alcanzado niveles sorprendentes: ahí estaba el secretario del Tesoro, Harry Dexter White, que fue el delegado estadounidense en Bretton Woods, o Alger Hiss, cuyo caso hizo saltar todas las alarmas. El otro elemento de cohesión fue de carácter positivo: la revista National Review, fundada en 1955 por William Buckley, que en poco tiempo se convirtió en la publicación de referencia para los conservadores.
Barry Goldwater contribuyó al despertar conservador con un auténtico superventas: The Conscience of a Conservative (La conciencia de un conservador), que vendió nada menos que tres millones y medio de ejemplares entre 1960 y 1964, año en que su autor se enfrentó en las urnas a Lyndon Johnson. Es un libro extraordinario, en el que se da cuenta de los tres elementos fundamentales del movimiento conservador estadounidense: el tradicionalismo, el liberalismo y el anticomunismo.
"El conservador –escribe Goldwater– sabe que tratar al hombre como parte de una masa indiferenciada es condenarle, en última instancia, a la esclavitud (…) Para su propio bien, y el de la sociedad, todo hombre es responsable de su propio desarrollo. Las elecciones que han de gobernar su vida debe tomarlas él mismo, no las puede tomar ningún otro ser humano". Goldwater concedía dignidad y valía a todo el mundo, y lo hacía desde unas convicciones netamente conservadoras: "Todos somos iguales a los ojos de Dios, pero no lo somos en ningún otro sentido". He aquí la base de su conservadurismo y de su individualismo, una combinación que a otros autores creaba verdaderos problemas.
Creía en el gobierno limitado, y lo expresaba con abrumadora sencillez: "Mi ánimo no es aprobar leyes, sino derogarlas"; "tengo escaso interés en racionalizar o hacer más eficiente el Estado, ya que lo que quiero es reducir su tamaño". En este punto, sin embargo, el anticomunismo le ponía en apuros, pues para llevarlo a la práctica, en aquellos tiempos de enfrentamiento (también militar) con el totalitarismo rojo, abogaba por el Warfare State –el Estado en Guerra, digamos–, lo cual podría entrar en conflicto con su fe en la autonomía personal, la libertad y el sometimiento del Estado a los límites de la Constitución.
En 1963 Barry Goldwater parecía de los pocos hombres capaces de enfrentarse desde el Partido Republicano a John Fitzgerald Kennedy. Sus ideas, empero, no eran en absoluto compartidas por todo el GOP; de hecho, se creó una coalición progresista dentro del partido –comandada por Henry Cabot Lodge y Nelson Rockefeller– para cerrarle el paso en su carrera hacia la Casa Blanca. Con todo, nuestro personaje consiguió salirse con la suya en la Convención Republicana, celebrada el 10 de julio en San Francisco. En su discurso de aceptación de la candidatura republicana, Goldwater pronunció una de sus frases lapidarias: "A la hora de defender la libertad, el extremismo en la defensa de la libertad no es ningún vicio".
Las elecciones de 1964 estuvieron marcadas por el asesinato de Kennedy. El 22 de noviembre del año anterior un joven comunista, Lee Harvey Oswald, le disparó desde una ventana del sexto piso de un almacén de libros de Dallas (Texas). Con la muerte del presidente se esfumaron todas las posibilidades de Goldwater. En un principio esto podría parecer extraño, ya que fue un comunista quien acabó con la vida de JFK, y nuestro hombre se había destacado, precisamente, por su oposición al totalitarismo rojo. Pero la izquierda, de un modo un tanto... ¿sorprendente?, redirigió las culpas a la derecha, en cuyo extremo colocaron al candidato republicano.
La campaña de la izquierda, y en particular de los medios de comunicación y del Gobierno, contra Goldwater fue verdaderamente extraordinaria. Lograron imponerle ropajes que no eran suyos y hacerle aparecer como una especie de ser antediluviano, caduco, quién sabe si de otro mundo. Las viñetas pintaban a sus seguidores con carteles que proclamaban: "Goldwater for President, 1864". Pero sus ideas, que descansaban en el cumplimiento de la Constitución y en devolver a los estadounidenses gran parte de la libertad que se les había arrebatado, no tenían nada de extemporáneo ni de minoritario. Y Goldwater, que había asumido a la perfección las enseñanzas de su madre, no prestaba atención a lo que los demás pudieran pensar de él, sino que se guiaba por los dictados de su conciencia. Nada de ello le hacía ningún bien como candidato.
Además, su mensaje era fácilmente manipulable. Se opuso a la Ley de Derechos Civiles, por lo que se le acusó de racista. Pero él no albergaba un ápice de racismo. No es sólo que su ayudante en el Senado fuera una mujer negra, es que no reparaba en la raza a la hora de hacer amistades. Por lo demás, su estricto individualismo no le permitía esas consideraciones colectivistas. Fueron otras poderosas razones las que le llevaron a oponerse a aquella norma. "No puedes aprobar una ley que me haga como tú o que te haga como yo. Esto es algo que sólo puede ocurrir en nuestros corazones", decía; y él no aceptaba que esas decisiones morales fueran impuestas por el Estado. Es más, aseguraba que la llamada affirmative action (discriminación positiva) reintroducía por la puerta de atrás ese principio de asignación en función de la raza "que hace de la segregación racial algo moralmente condenable y ofensivo para la libertad".
Así pues, fue precisamente su moral contraria al racismo lo que le llevó a oponerse a la Ley de Derechos Civiles. Pero tenía aún más razones para rechazarla: y es que se trataba de una norma que violaba la Constitución, dado que otorgaba al Gobierno federal unos poderes que no se le habían concedido. Y Goldwater, como buen liberal, era defensor de los derechos de los estados que conformaban la Unión.
Sus enemigos no pararon en barras a la hora de sumirle en el descrédito. El célebre presentador de televisión Walter Cronkite tomó la decisión de mentir a su audiencia y aseguró que Goldwater había respondido con un "no comment" cuando se le preguntó por el asesinato de Kennedy. Por su parte, Lyndon Johnson llegó a decir que era "un demagogo vociferante y loco de atar que quiere destruir la sociedad", nada menos. El candidato demócrata, y presidente en ejercicio, no se quedó ahí, sino que cargó contra los partidarios de su contrincante en estos términos: "Parecían querer dar marcha atrás al reloj en cada una de las conquistas de los últimos 30 años, sólo por tener la oportunidad de votar [berreando] nigger[1], nigger, nigger".
Goldwater era partidario de someter a prueba las armas nucleares norteamericanas, dado que unos informes habían revelado que su funcionamiento presentaba fallas. Pues bien, los demócratas se apoyaron en ello para desatar una de las campañas mas execrables de la historia electoral de los Estados Unidos. En uno de sus anuncios se veía a una niña deshojando una margarita; la cámara se iba acercando a uno de sus enormes ojos azules hasta que se producía un fundido en negro y el final de una cuenta atrás. Acto seguido se veía una explosión nuclear, a la que sucedía la voz de Johnson, que decía: "¡Esto es lo que está en juego! Construir un mundo en el que todos los hijos de Dios puedan vivir, o poner rumbo a las tinieblas. Debemos amarnos los unos a los otros; de lo contrario, moriremos". En ese juego de sugerencias y connotaciones que es la política desde el nacimiento de la televisión, el equipo de Johnson había demostrado una maestría y una maldad sin precedentes.
Johnson no se dedicó sólo a denigrar a medio país y a perpetrar propaganda de la peor especie, sino que se valió de los servicios de inteligencia, el FBI y la CIA, para espiar al GOP. Colocó un agente de la CIA en el comité republicano de campaña y sembró de micrófonos los teléfonos de los ayudantes de Goldwater. Con total descaro, los demócratas llegaron a presentar propuestas del equipo de Goldwater un día antes de que éste las hiciera públicas. La situación llegó a tal extremo que dos periodistas preguntaron al candidato republicano por su plan para enviar al ex presidente Eisenhower a Vietnam, una idea que sólo había comentado con dos de sus más estrechos colaboradores. Los periodistas aseguraron que su fuente era la Casa Blanca.
Así las cosas, iniciativas que resultarían atractivas para el electorado, y que además desmentían la caricaturización de Goldwater como un redomado belicista, por ejemplo, la de acabar con la conscripción y hacer del Ejército un cuerpo conformado exclusivamente por voluntarios, pasaron inadvertidas.
Su derrota fue histórica: sus 27 millones de votos sólo le sirvieron para cosechar 52 sufragios en el colegio electoral. Johnson, por su parte, se hizo con el apoyo de 43 millones de norteamericanos y con 486 votos en el colegio. Goldwater ganó en 6 estados; Johnson, en 44. Pocas veces un candidato a la Casa Blanca ha sufrido una derrota tan estrepitosa.
El caso es que Goldwater defendía unas ideas compartidas por la mayoría de los estadounidenses, aunque él no supiera llevarlas a la Casa Blanca. De acuerdo con una encuesta realizada por aquel entonces, el 88% de los norteamericanos respaldaba la petición del senador por Arizona de volver a instaurar el rezo en las escuelas; 6 de cada 10 estaban de acuerdo con que, como denunciaba el republicano, el Estado del Bienestar tenía efectos desmoralizadores sobre quienes recibían ayudas y subsidios; igualmente, 6 de cada 10 consideraban que era necesario reducir el margen de maniobra del Gobierno federal. Más de la mitad de los encuestados se mostraron preocupados por los niveles de corrupción gubernamental, y para atajar este problema confiaban más en Goldwater que en Lyndon B. Johnson. Así pues, como diría Ronald Reagan más tarde: "La mayoría de la gente no votó contra su filosofía conservadora; votó contra una falsa imagen que nuestros oponentes progresistas crearon con éxito".
James Reston, del Consejo Editorial del New York Times, escribió muy ufano, tras las infaustas elecciones del 64: "Barry Goldwater no sólo ha perdido la elección presidencial, también la causa conservadora". ¡Qué equivocado estaba! Nuestro personaje puso en el centro del debate asuntos que había marginado la clase política pero que interesaban a los estadounidenses; y, por lo que se refiere al movimiento conservador, su gloriosa derrota sirvió como auténtico acicate.
En cuanto a los demócratas, que se las prometían tan felices, se vieron de inmediato empantanados en Vietnam y, debido a su estrategia de coaligarse con grupos específicos de lo más dispar, pusieron rumbo a la radicalización, dejándose en el camino los intereses del norteamericano medio. Por otro lado, dejaron abierto el "flanco sureño", por el que penetraron sin dudarlo los republicanos: las consecuencias de este cambio en la distribución geográfica del voto han sido, hasta ahora, trascendentales. Que se lo pregunten, por ejemplo, a George W. Bush...
El Partido Republicano tuvo luego por líderes a gentes como Richard Nixon, un hombre excesivamente dado al compromiso que logró llevar el GOP al poder pero que no compartía el ideario de Goldawater, y que acabó como acabó, o Ronald Reagan, que se metió en política al servicio de su admirado Goldwater, se encargó de llevar las ideas de éste a la Casa Blanca... y acabó como acabó: considerado uno de los más grandes presidentes de la historia de la Unión. Reagan fue mucho más eficaz que el senador sureño a la hora de casar los ideales conservadores con los deseos del americano medio, y aunque, como Nixon, era dado al compromiso, no dejó que ello le alejara demasiado de los valores que consideraba básicos.
Es difícil imaginar cómo hubiera sido la presidencia de Goldwater. Se hubiera tenido que enfrentar a un Congreso poco favorable, seguramente con menos éxito que Reagan. Pero habría vuelto a introducir en el lenguaje y la agenda políticos parte de los ideales de los Padres Fundadores. No obstante su "gloriosa derrota", Goldwater contribuyó en gran medida a aglutinar y relanzar el movimiento conservador en los Estados Unidos.