Recursos naturales y medio ambiente
Por George Reisman
Traducido por Mariano Bas Uribe
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Parte B. El asalto ecologista al progreso económico
5. Ecologismo, intelectuales y socialismo
El ecologismo es enemigo no sólo de la civilización industrial, del individualismo y del capitalismo, sino también de la tecnología, la ciencia, la razón y la vida humana. Debe ser combatido en nombre de esos valores. Son los intelectuales quienes deberían liderar la lucha contra él. Supuestamente, son hombres de pensamiento y por tanto automáticamente abogados de la razón, la vida humana y todos los valores humanos fundamentales que se basen naturalmente en la razón, como la ciencia y la tecnología.
Por supuesto, desafortunadamente las cosas no son así. Si los intelectuales se hubieran opuesto al ecologismo, nunca hubiera alcanzado el predicamento que tiene. Probablemente no existiría, y si existiera estaría completamente desacreditado. El hecho es que la gran mayoría de los intelectuales de hoy en día, que deberían luchar por valores humanos, o bien no conocen lo suficiente como para hacerlo o tienen miedo de hacerlo o, peor aún, se han convertido ellos mismos en los enemigos de los valores humanos y están trabajando activamente del lado del ecologismo.
Creo que en buena medida el odio al hombre y la desconfianza en la razón mostrados por el movimiento ecologista son una proyección del odio a sí mismos y la desconfianza en su pensamiento de muchos intelectuales contemporáneos, que se han hecho mucho más agudos como consecuencia de visible colapso mundial del socialismo y del hecho de que, como partidarios y apologistas del socialismo, han sido responsables de la destrucción que éste ha causado. Como los partidos responsables del socialismo—de un sistema que ha traído pobreza y tiranía a cada país en que se ha impuesto, de la Rusia Soviética y las naciones del Este de Europa a China Continental, Indochina, Etiopía, Angola y Cuba—sin duda han resultado ser “una plaga para el mundo”. Y si el socialismo representaba de hecho la razón y la ciencia, como muchos intelectuales no pueden sino continuar creyendo, esto justificaría desconfiar de la razón y la ciencia. Porque entonces, la razón y la ciencia habrían sido responsables de millones de muertes.
Por supuesto, no son la razón y la ciencia las responsables de estas muertes. Los responsables son las ideas perniciosas e irracionales y el carácter inmoral de la mayor parte de las últimas generaciones de intelectuales. Aunque nunca se habla de ello, de hecho es innegable que las manos de bastantes generaciones de intelectuales occidentales están cubiertas de sangre: intelectual y moralmente han sido cómplices, antes o después de los hechos, de las matanzas masivas cometidas por los regímenes socialistas.
El socialismo, nacional e internacional, marxista y nazi, con toda su destructividad gratuita y matanzas masivas no fue un accidente que llegara a la humanidad bajado del cielo. Era el producto de las ideas morales y económicas preponderantes de generaciones de intelectuales occidentales. Karl Marx y Friedrich Engels y todos los intelectuales que elaboraron y difundieron su teorías, fueron responsables de que el socialismo llegara al poder en Rusia y China y allá donde se extendió el poder de los comunistas. Y todos esos intelectuales que posteriormente rechazaron conocer lo que pasaba en esos países, que negaban los hechos, los justificaban o directamente mentían acerca de ellos—ellos son responsables de que el socialismo haya seguido en el poder.
Y más allá de esos grupos, y en lo fundamental igual de responsables, han resultado ser todas las hordas de intelectuales que sistemáticamente evitaban las ideas de los principales teóricos defensores de capitalismo y críticos del socialismo, ignorando o al menos rechazando tomar en serio esas ideas. Como consecuencia de esa omisión, incluso el mismo nombre de Ludwig von Mises, que ha sido el mayor defensor del capitalismo y crítico del socialismo de todos los tiempos, todavía es un desconocido para la mayoría de los intelectuales.
La mayor parte de los intelectuales nunca se ha preocupado por intentar entender las bases intelectuales del capitalismo: esto es, las teorías económicas no sólo de von Mises sino también de los economistas clásicos británicos y austriacos en general y la filosofía política de John Locke y de los Padres Fundadores de los Estados Unidos y, más recientemente, la filosofía de Ayn Rand. En su mayor parte, los intelectuales o bien ignoran la base intelectual del capitalismo o encuentran que es objeto de burla y la ridiculizan. Ideas como la ley de la ventaja comparativa y la armonía de propios intereses individuales de todos los individuos y grupos, que aceptan los defensores del capitalismo, habrían evitado la ascensión tanto del marxismo como del nazismo y que hubieran estallado ambas guerras mundiales—si los intelectuales se hubieran arriesgado a entenderlos.[1]
Por tanto, creo que no faltan causas por las que la generalidad de los intelectuales actuales hayan perdido la confianza en la razón. La generalidad de los intelectuales ha practicado una larga política de evasión masiva y voluntaria consistente en rechazar saber lo que podría haber sabido. Ha llevado la evasión hasta el punto de crearse a sí mismos una noción completamente ilusoria de la racionalidad, que ahora se ha venido abajo. Hasta ahora la generalidad de los intelectuales se ha evadido de la realidad de forma que en lo que se refiere a la evidencia de la fiabilidad de la razón, se concluye el hecho de que, partiendo de la base de todo aquello en que creen, el socialismo debería funcionar. Como he indicado anteriormente, creen que basándose en todos los principios que reconocen, el socialismo es ética y económicamente superior al capitalismo.[2] Y cuando, por fin, la generalidad de los intelectuales enfrenta la insoslayable y abrumadora evidencia del fracaso del socialismo, en lugar de reconocer que han estado profunda y devastadoramente equivocados, deciden que no hay otra alternativa que alzar las manos y estimar que el fracaso del socialismo constituye la prueba final y convincente del fracaso de la razón. Y por tanto, según creo, al evaluar lo que consideran como su larga adhesión a la razón en su apoyo al socialismo, a la vista de los crecientes ríos de sangre, llegan a la conclusión de que la razón puede ser una devastadora fuerza destructiva y que aquéllos que muestren adhesión a la razón son dignos de odio.
En otras palabras, la generalidad de los intelectuales de hoy tiene una muy buena razón para dudar de su mente y odiarse a sí mismos. Y por tanto no es sorprendente ver que a medida que el fracaso del socialismo marxista “científico” se va haciendo más y más evidente, las filas de los “verdes”, que odian la ciencia y la tecnología, crecen más y más.
Pero a pesar de que los verdes han llegado a odiar la ciencia y la tecnología, continúan amando el socialismo. Su concepción de un mundo “postindustrial” es completamente socialista.
De hecho, debe considerarse que el movimiento ecologista puede potencialmente alcanzar los objetivos del socialismo globalmente, a pesar de todos los enormes reveses que éste ha sufrido en todo el mundo. El establecimiento de un socialismo mundial está implícito en los esfuerzos por limitar las emisiones globales de dióxido de carbono y otros productos químicos. El establecimiento de esos límites globales y su distribución entre los distintos países del mundo implica la existencia de una autoridad planificadora central mundial con respecto a una amplia variedad de medios de producción esenciales. Sería necesaria una autoridad de ese tipo para determinar qué países recibirían el derecho a quemar tanto petróleo o carbón y para controlar hasta qué punto virtualmente cualquier proceso industrial que emita productos químicos llega a constituir un riesgo de contaminación global. Una autoridad planificadora central global está implícita en todos los esfuerzos internacionales potenciales para combatir supuestos problemas globales. Porque lo que siempre está presente en todos esos esfuerzos es el intento de organizar a la humanidad en una unidad colectiva que actúe como un solo hombre y lo haga consistente y coordinadamente, es decir, planificada centralizadamente.
No es sorprendente que uno de los más eminentes teóricos del movimiento ecologista, Barry Commoner, ofrezca un puente específico entre las doctrinas socialistas y las ecologistas. El puente tiene forma de un intento de validación ecológica de una de nociones más pronto desacreditadas de Karl Marx—la predicción de Marx del progresivo empobrecimiento de los asalariados bajo el capitalismo. Commoner intenta rescatar esta noción arguyendo que lo que habría evitado que la predicción de Marx no se cumpliera hasta ahora sería solamente que las empresas se habían visto subsidiadas a costa del medio ambiente. En efecto, dice Commoner, la explotación de los trabajadores se ha visto mitigada por la capacidad—temporal—del capitalismo de explotar el medio ambiente. Pero ahora este proceso debe llegar al fin y los supuestamente inherentes conflictos entre capitalistas y trabajadores emergerán con toda su fuerza. En las propias palabras de Commoner:
Marx creía que a medida que el capital se acumulaba, la cantidad de sus formas fijas (maquinaria productiva)—que se relaciona con lo que llamaba la “composición orgánica del capital”—se incrementaría. Esto es el denominador de la ecuación del beneficio, y Marx creía que al aumentar este denominador, la tasa de beneficio disminuiría. Para contrarrestar esta amenaza, necesitarían hacer incursiones cada vez mayores en la porción de la producción que va a los trabajadores. Las clases trabajadoras se verían cada vez más empobrecidas y el creciente conflicto entre capitalista y trabajador llevaría a las situaciones de cambio revolucionario que es el resultado político del análisis marxista…
Curiosamente, una explicación de por qué ha fallado en materializarse—hasta ahora—la predicción de Marx, aparece a partir del mejor conocimiento de los procesos económicos como consecuencia de la reciente preocupación por el medio ambiente… Puesto que nadie tiene que pagar por ello, no hay nada que evite que haya contaminación. Como apunté en The Closing Circle, “Una empresa que contamina el medio ambiente está por tanto viéndose subsidiada por la sociedad; en esta medida, la llamada libre empresa no es completamente privada.” También he apuntado que esta situación lleva a “… un efecto colchón temporal de ‘deuda con la naturaleza’ representado por la degradación de medio ambiente en el conflicto entre el empresario y el asalariado, que al llegar ahora a sus límites puede revelarse en toda su crudeza… En este sentido la aparición de una inmensa crisis en el ecosistema puede considerarse, a su vez, como la señal de una crisis emergente en el sistema económico”.[3]
Por tanto, de acuerdo con Commoner, Marx estaría en lo cierto después de todo—basándose en cosas como la acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera y de latas de cerveza en la playa. Esto supuestamente llevaría al mundo a adoptar un sistema social en el cual se produciría en total mucho menos y en el que los miembros de un grupo sólo podrían prosperar a costa de las pérdidas de miembros de otros grupos. En ese mundo, aparentemente, Commoner se sentiría como en casa. Sería un mundo en el que la gente no se uniría para someter a la naturaleza para su continuo y mutuo beneficio, sino un mundo empobrecido y estático en el que los hombres tienes que luchar entre sí por migajas, supuestamente por el beneficio de apaciguar a la naturaleza.
En esa línea, debe entenderse que la creencia en la necesidad de limitar globalmente las emisiones de dióxido de carbono y otros productos químicos y por tanto la necesidad de unas cuotas internacionales de emisiones permitidas implica que cada país es un agresor internacional en la medida en que sea económicamente exitoso (y, por tanto, por supuesto, que los Estados Unidos son el agresor principal del mundo). Porque la consecuencia de su éxito se consideraría que se produce o bien por aumentar el volumen de emisiones supuestamente peligrosas por encima del límite global seguro o por imponerse sobre las capacidades de producir de otros países, cuya población tiene necesidades más urgentes. Así, al considerar la producción de riqueza como un mal a la humanidad, desde la perspectiva de los supuestos efectos en el medio ambiente, y por tanto implicando la necesidad de límites globales a la producción, el movimiento ecologista intenta validar la proposición perfectamente perniciosa, que se encuentra en el mismo centro del socialismo, de que la ganancia para un hombre es una pérdida para otro.[4]
Otra importante ilustración del las profundas simpatías por el socialismo de los verdes la ofrece una publicación reciente del Sierra Club. Es una colección de ensayos titulada Call to Action, Handbook for Ecology, Peace and Justice (Una llamada a la acción, Manual por la ecología, la paz y la justicia). El libro se dedica a “el pueblo de El Salvador” y tiene un prólogo de Jesse Jackson. Contiene artículos como “Compartir la riqueza” y “Co-ops: Una alternativa a los negocios habituales”. Muy significativamente, y resumiendo la esencia del libro, el editor declara en el prefacio que “El sistema político y económico que destruye el Tierra es el mismo sistema que explota a los trabajadores…”[5]
Por supuesto, el movimiento ecologista también predica el socialismo en escalas mucho menos grandiosas que la de una autoridad planificadora central mundial. Por ejemplo, también predica el socialismo en forma de “biorregionalismos”, que representan un socialismo a escala de regiones locales autosuficientes que supuestamente se distinguen por sus características biológicas.[6] De hecho, cabe esperar que el movimiento ecologista se dirija cada vez más hacia aquellas formas tan marcadamente primitivas de socialismo, que Marx las calificó como utópicas.
Esas formas de socialismo son más consecuentes que el marxismo con el completo irracionalismo del movimiento y también con los orígenes irracionales del propio socialismo. El socialismo se basaba originalmente en el odio a la razón, la ciencia, la tecnología y la civilización industrial que se basa en ellas. Comenzó como reacción irracional contra el surgimiento del capitalismo moderno—como parte de una reacción “romántica” más amplia como la Ilustración en general. Pero en el siglo diecinueve, el prestigio de los valores subyacentes del capitalismo resultaba incuestionable. La contribución principal de Marx al socialismo fue separarse, junto con sus seguidores, de la parte principal del movimiento socialista entonces existente, al que consideraba utópico, y arropar su programa socialista bajo el manto de la razón y la ciencia. Por tanto, el socialismo iba a estar a la vanguardia de la ciencia, la ilustración y el progreso. El desmantelamiento de esos esfuerzos, que se está llevando a cabo en todo el mundo y que se manifiesta en el colapso de los regímenes comunistas, implica que cabe esperar que el socialismo retorne a sus orígenes irracionales, que es precisamente lo que está haciendo con la expansión del movimiento ecologista.
Por tanto, el movimiento ecologista es el antiguo movimiento rojo, privado de sus pretensiones de racionalidad y buscando eludir su culpabilidad achacándosela a la propia razón, como si ésta fuera responsable del fracaso del socialismo y de todos los horrores que se han cometido en su nombre. En otras palabras, el movimiento verde desnudo del barniz de la razón y la ciencia e inclinado a su destrucción en lugar de preocupado por saber qué son la propia razón y ciencia. El movimiento verde es el movimiento rojo pero ya no en su bulliciosa y arrogante juventud, sino en su demencia senil.[7]
La única diferencia que veo entre el movimiento verde de los ecologistas y el antiguo movimiento rojo de comunistas y socialistas es la superficial de las razones específicas por las que quieren violar la libertad y la búsqueda de la felicidad individuales. Los Rojos afirmaban que al individuo no se le podía dejar libre porque las consecuencias serían cosas como “explotación”, “monopolios” y depresiones. Los Verdes afirman que al individuo no se le pueda dejar libre porque las consecuencias serían cosas como la destrucción de la capa de ozono, la lluvia ácida y el calentamiento global. Ambos afirman que es esencial un control gubernamental centralizado sobre la actividad económica. Los Rojos la quieren supuestamente para favorecer la consecución de prosperidad humana. Los Verdes la quieren para supuestamente para evitar daños medioambientales y para el propósito real y admitido de causar miseria y muertes humanas (que también era el propósito real, pero no admitido, que buscaban los Rojos). Ambos, los Rojos y los Verdes quieren que alguien sufra y muera; unos, los capitalistas y los ricos, supuestamente por el bien de los proletarios y los pobres; los otros, una importante parte de la humanidad, supuestamente por el bien de los animales inferiores y la naturaleza inanimada.
Así, no debería sorprender ver hordas de antiguos Rojos, o de aquellos que en otro caso lo hubieran sido, renegando del marxismo y transformándose en Verdes del movimiento ecologista. Es fundamentalmente la misma filosofía con distinto traje, lista como siempre para declarar la guerra a la libertad y el bienestar del individuo. Buscando destruir el capitalismo y la civilización industrial, ambos movimientos ofrecen potencialmente amplias oportunidades a individuos perversos que prefieren matar a vivir, que prefieren infligir dolor y muerte a experimentar placer, cuyo placer viene de infligir dolor y muerte.
Desgraciadamente, no faltan esos individuos. Hay asesinos en serie en el mundo. La historia nos habla de multitudes que aplaudían ante la visión de seres humanos destrozados por bestias salvajes en la arena y de otras que también aplaudían ante el espectáculo de “brujas” y herejes quemados vivos en la hoguera. En nuestro tiempo, hemos tenido a Hitler, Stalin y Mao y una pléyade de matones menores, cada uno de ellos con un completo ejército de sádicos asesinos a su entera disposición. En cada caso, excepto en los asesinos en serie, ha habido algún tipo de justificación filosófica de los asesinos, como la razón de Estado, lo que quiere Dios, conseguir espacio vital (Lebensraum) o el establecimiento del comunismo y una futura sociedad sin clases. Cada uno de esos pretendidos valores supuestamente justifica el asesinato de seres humanos. Como los comunistas decían con orgullo: “El fin justifica los medios”. Y ahora aquí están los líderes del movimiento ecologista, cuyo fin declarado es la conservación de cosas como la vida salvaje, bosques y formaciones rocosas por sí mismas, y quienes por el bien de éstas buscan estrangular y destruir la civilización industrial y diezmar la humanidad.
Sean cuales sean las quimeras de los fanáticos religiosos y de los partidarios de la guerra de clases o de razas acerca de la naturaleza real de sus valores, esas quimeras son muchísimo más estrechas en el caso del movimiento ecologista. Es transparentemente obvio que nadie en el mundo puede valorar de verdad cosas como formaciones rocosas, bosques y vida salvaje por sí mismas. Como mucho, podría compararse con valorar piedras del planeta Marte o nubes de gas de Júpiter por sí mismas. Pero lo que alguna gente sí puede valorar, desafortunadamente, es la visión del sufrimiento de otros seres humanos. Este era el valor que veían nazis y comunistas, que veían los fanáticos religiosos, que buscaban los asesinos en serie y que buscan los líderes del movimiento ecologista.
El tipo de asesinos potenciales que se pueden encontrar en el movimiento ecologista, en su mayor parte, probablemente no son personalmente violentos en apariencia. En épocas filosófica y culturalmente mejores que la nuestra, podrían incluso haber pasado toda su vida silenciosamente, en una modesta penumbra, sin dañar a nadie. En una época mejor, Hitler podría haber vivido como un modesto empapelador, Himmler como un granjero de pollos y Eichmann como un obrero u oficinista. Lenin hubiera sido probablemente un intelectual descontento y Stalin quizá un modesto clérigo. Pero bajo unas condiciones de colapso de la racionalidad, las frustraciones y los sentimientos de odio y hostilidad se multiplican rápidamente, mientras que el juicio frío, la lógica de la razón y la conducta civilizada se desvanecen. Aparecen ideologías monstruosas y los monstruos en forma humana aparecen con ellas, listos para ponerlas en práctica. El movimiento ecologista es un movimiento de este tipo, con ese potencial. Sus expresiones de aprobación de imágenes como aquélla de un ser humano aterrorizado que es comido vivo por los caimanes es una invitación a torturadores y asesinos que buscan una razón para ejercitar su ansia de sangre.
En mi opinión, el abierto irracionalismo del medioambientalismo y el ecologismo no los señala como otra cosa que como el repiqueteo de la muerte intelectual del socialismo en Occidente, la convulsión final de un movimiento que hace sólo unas pocas décadas buscaba ansiosamente los resultados de paralizar las acciones de individuos por medio de “ingeniería social” y ahora busca paralizar las acciones de los individuos por medio de prohibir ingeniería de cualquier clase. Si es posible una comparación de este tipo, pienso que los Verdes están en realidad un punto por debajo de los Rojos y desaparecerán mucho más rápidamente de la escena, a causa de su abierta irracionalidad. En el caso del socialismo y los Rojos, hubo durante muchos años al menos espacio para algunas dudas de mucha gente. Fue posible durante muchos años que la gente creyera que el propósito de los sacrificios humanos que se pedían por parte de los ricos y capitalistas fuera elevar el nivel de vida medio de los seres humanos al traer la justicia y la prosperidad a los trabajadores, que supuestamente había sido las víctimas de las injusticias y la maldad económica del capitalismo.
Pero para el ecologismo y los Verdes, lo primero a sacrificar, sin pensarlo un momento, es el nivel de vida de los trabajadores y del ser humano medio. De hecho, desde la perspectiva del ecologismo, su misma existencia representa principalmente un “exceso de población”, que impide la existencia de miembros más importantes de especies animales. Por tanto el sustento de los trabajadores debe ser sacrificado en masa, sin pensarlo, siempre que se ponga en cuestión la conservación de cualquier “especie en peligro de extinción”. Todo lo que los asalariados compran va a ser más caro al restringir la producción de energía e imponer un coste innecesario tras otro intentando escapar de terrores imaginarios.[8] El ecologismo y los Verdes son partidarios de sacrificios humanos aun sin pretender que haya beneficiarios humanos. Son partidarios del sacrificio—para destruir—puro y simple. Revelan así mucho más claramente que el socialismo y los Rojos la naturaleza real de la doctrina del altruismo—del sacrificio humano.[9]
Aunque esté justificado que la generalidad de los intelectuales dude de su inteligencia y se odien a sí mismos, no hay base alguna para que dirijan sus propias dudas y odios contra la razón. Lo que se toma como razón al apoyar el socialismo nunca ha sido la razón, sino despreciable ignorancia; lo que aparentemente se toma como haber sido leal a la razón en su adhesión al socialismo no ha sido nunca lealtad a la razón, sino ignorancia intencionada y desafiante. Las raíces del abandono intelectual de la razón se encuentran no en el colapso del socialismo, sino en su apoyo previo al socialismo.
Hace una generación o más, cuando la generalidad de los intelectuales todavía mostraba confianza en la razón, lo que esto significaba en la esfera de la política y la economía era que el equivalente a un puñado de hombres—una élite intelectual—se arrogaría el monopolio del pensamiento: negarían la racionalidad e independencia de la masa de la humanidad y la tratarían como una arcilla a moldear. Todo el mundo se vería obligado a vivir su vida de acuerdo con su plan centralizado. Éste era el significado del socialismo y su “ingeniería social”.
Naturalmente, este proyecto fracasó miserablemente. Sin embargo, sin duda su fracaso no fue un fracaso de la razón. Por el contrario, fue el fracaso de una idea monumentalmente irracional: que el ejercicio independiente de la razón por parte de la gran masa de la humanidad pudiera prohibirse en la esfera económica y que de alguna forma mediante la fortaleza de una diminuta e insignificante fracción de la inteligencia colectiva de la humanidad, podría conseguirse el éxito económico para todos. Fuera cual fuera el tipo de “fatal arrogancia”, por usar la expresión del profesor Hayek, no fue ninguna arrogancia de la razón.[10] Desde su base, el proyecto entero venía marcado por el más profundo desprecio por la razón—por la razón de toda la humanidad en lugar de la de la élite intelectual, que iba a gobernar a la humanidad bajo el socialismo.
Hoy día, aparentemente los intelectuales piensan que han aprendido la lección. Han abandonado la ingeniería—toda ingeniería—y abandonado la razón, porque piensan que saben cómo lamentablemente pueden volverse locos lo que parecían planes bien diseñados y racionales. Ahora creen que la acción humana en la naturaleza desde la base de la razón y la ciencia es tan peligrosa como su acción sobre el hombre desde la base de la “razón” y la “ciencia”—de lo que, en un estado virtualmente demente, deciden creer que es la razón y la ciencia, esto es, el marxismo y otras variantes de colectivismo. Así, por ejemplo, creen que la ingeniería de las plantas nucleares y embalses es tan peligrosa como la ingeniería de la gente que han apoyado durante tanto tiempo en países como la extinta Unión Soviética. Así actúan. Así puede entenderse su conducta.
La lección que los intelectuales deberían haber aprendido del fracaso del socialismo, y todavía podrían aprender si decidieran acabar con su ignorancia y leer a los autores que he mencionado, sobre todo Ludwig von Mises y Ayn Rand, es precisamente la opuesta a la que afirman haber aprendido. La lección correcta es que es la razón humana lo que uno debe respetar, a saber, la razón del ser humano individual. El significado principal de esta proposición es que deben respetarse los derechos individuales, tal como los concebían John Locke y los Padres Fundadores de los Estados Unidos y que el sistema social que debe defenderse, al representar una implantación consistente de respeto a los derechos individuales es el capitalismo del laissez-faire. Si los intelectuales entendieran esa lección, entenderían que lo que es peligroso es violar el laissez-faire en la esfera de los seres humanos.
Por supuesto, el hecho evidente es que el hombre puede con éxito controlar la naturaleza en su propio beneficio vital. Pero el requerimiento político-económico esencial para lograrlo es que el gobierno no intente controlarlo. El hombre o la mujer individuales son los poseedores de razón y seres en definitiva valiosos, cada uno para sí mismo, cuyos derechos deben ser completamente respetados. Son estos soberanos individuales los que deben ser libres de actuar frente a la naturaleza. Cuando son libres, forman y consolidan las asociaciones que constituyen la sociedad de división del trabajo. Crean capitalismo. Entonces son capaces de actuar frente a la naturaleza con todo el continuo y creciente éxito demostrado por Occidente durante los dos últimos siglos o más.
Sin embargo, y debido a que la generalidad de los intelectuales actuales no distingue fundamentalmente al hombre de la naturaleza inanimada—bajo las bases filosóficas explícitas del determinismo—la conclusión a la que los intelectuales de hoy en día han llegado aparentemente a partir del fracaso del socialismo es a la noción lunática de que es peligroso violar el laissez-faire en la esfera de la naturaleza. En lugar de entender las conclusiones de los economistas clásicos británicos acerca de la prevalencia de la armonía económica natural entre seres libres y racionales y la necesidad de ausencia de intervención gubernamental, creen haber entendido la prevalencia de las supuestas armonías naturales entre los animales salvajes y los objetos inanimados. Llaman a esas supuestas armonías “ecosistemas” y creen que la existencia de “ecosistemas” requiere la ausencia de intervención de seres humanos racionales en la naturaleza. De una forma que recuerda a economistas argumentando contra la intervención gubernamental en los asuntos de la gente, argumentan contra la interferencia humana en la naturaleza y sus supuestos ecosistemas.
Curiosamente, al argumentar de esta manera, el movimiento ecologista no sólo pretende perpetuar todos los horrores del socialismo, sino que resulta encarnar lo sustancial de lo que una vez fue una injusta caricatura de los defensores del capitalismo. Porque adopta como política real lo que ridiculizaban sus predecesores intelectuales respecto de lo que los defensores del capitalismo supuestamente creían, a saber, que el hombre no debería intervenir en la naturaleza para un desatar fuerzas desconocidas. Eso era de lo acusaban repetidamente los partidarios del socialismo y el intervencionismo creer a los defensores del capitalismo cuando estos últimos se basaban en la leyes económicas y sus armonías como argumento contra la interferencia gubernamental en el sistema económico. Al adoptar esta postura, los partidarios del capitalismo, por supuesto, nunca fueron partidarios de “no hacer nada”, como afirmaban sus críticos socialistas e intervencionistas. Por el contrario, siempre han sido partidarios de que el gobierno no haga nada, de forma que los ciudadanos individuales pudieran ser libres de hacer lo que sea necesario para alcanzar su prosperidad.
Los defensores del capitalismo argumentan tanto contra la interferencia gubernamental en los asuntos de la gente como a favor de la interferencia humana en la naturaleza. Ambas son meramente dos caras de la misma moneda: así, los individuos deben ser libres de la intervención gubernamental para que ellos puedan intervenir efectivamente en la naturaleza. Tiene que ser los ciudadanos individuales y no el gobierno los que controlen la naturaleza. Si el gobierno prohíbe a sus ciudadanos intervenir en la naturaleza basándose en que tiene el monopolio de esa actividad o en que esa actividad es sencillamente peligrosa, lo sustancial y las consecuencias son idénticos, a saber: parálisis, pobreza y muerte. Los socialistas al menos mantienen la pretensión de que quieren alcanzar valores humanos más eficientemente de lo que podrían hacerlo los individuos libres: los ecologistas dejan claro que su propósito real al alegar las armonías de los “ecosistemas” y argumentar contra la intervención humana en la naturaleza es la destrucción de los valores humanos.
En el movimiento ecologista, la Izquierda se ha reducido a una masa de aterrorizados ignorantes, recelosos ante toda tecnología “nueva”. Se muestran a sí mismo como unos Ma y Pa Kettle* del intelecto; residuos de las Edades Oscuras que se las han arreglado para sobrevivir todo este tiempo en algún tipo de reserva de vida salvaje intelectual, por tomar prestada una expresión de Ayn Rand. Es curioso que incluso aunque esto sea en lo que se ha convertido la Izquierda, sus miembros siguen teniendo la osadía de calificar a los partidarios del capitalismo y la libertad económica como “reaccionarios”. Los elementos más coherentes del movimiento ecologista reclaman abiertamente un retorno urgente al pleistoceno—a la Edad de Piedra—con el fin de vivir en una supuesta armonía con la naturaleza. También al mismo tiempo, en la arena política, los partidarios de alguna forma de libertad y capitalismo que abogan a favor de elementos reconocibles de la filosofía social formada en el siglo dieciocho, en la Edad de la Razón, y reconocidos en la Constitución de los Estados Unidos, se ven ridiculizados como “dinosaurios republicanos”—porque supuestamente desean volver a la Edad de la Razón.
Ya es hora de que acabe esta farsa. Su base era la doctrina marxista de que el socialismo era el sistema político-económico al que llevaba la razón humana y por tanto el dirigirse hacia él representaba una mejora en las condiciones humanas y, más aún, que la humanidad se veían empujada hacia el progreso por fuerzas históricas automáticas. Por supuesto, todas estas nociones son falsas y hoy día se ven desacreditadas a los ojos del mundo. El socialismo es un sistema atroz y destructivo. Dirigirse hacia el socialismo es dirigirse hacia la tiranía, la pobreza y la muerte. Por otro lado, el capitalismo es realmente el sistema político-económico al que lleva la razón humana. Su producción creciente y sus mejoras en los niveles de vida representan progreso económico. Dirigirse hacia el capitalismo o hacia una forma más consistente de capitalismo, es lo que representa el progreso en la esfera política. Y por supuesto ni dirigirse hacia el capitalismo ni hacia el socialismo, o lo que es lo mismo, progresar o declinar, es inevitable. Depende de la influencia de las ideas: progreso, bajo la influencia de las ideas racionales; declive, bajo la influencia de las ideas irracionales.
En el movimiento ecologista, la Izquierda se revela ahora claramente como el movimiento más reaccionario de la historia del mundo, un movimiento cuyos “moderados” buscan volver a las condiciones económicas de hace un siglo y cuyos elementos más lógicamente coherentes buscan abiertamente un retorno a las condiciones económicas de la Edad Media o incluso de la Edad de Piedra. Si ha habido alguna vez un grupo de personas que, en palabras de un conocido “progresista” de la última generación necesita ser “arrastrado, golpeando y gritando, al siglo veinte”—al mundo moderno—es la Izquierda de hoy en día: los Verdes del movimiento ecologista.
La transformación del movimiento socialista en ecologista crea una oportunidad para los defensores del capitalismo de reclamar su lugar correcto como verdaderos representantes de la ciencia, el progreso y la ilustración y para asegurarse de que donde se encuentra gente inteligente que valore la razón, cada vez más se alistarán bajo la bandera del capitalismo.
Más aún, los partidarios del capitalismo deberían ahora afirmar orgullosamente que se inspiran en los pensadores de siglos pasados de la era moderna—en pensadores como Adam Smith y John Locke—en lugar de en la mayoría de los intelectuales actuales. Gracias a la transformación de la Izquierda en el movimiento ecologista, pueden ahora afirmar justificadamente el mismo tipo de modernidad en hacerlo que los hombres del Renacimiento podían afirmar al inspirarse en los pensadores de la antigüedad en lugar de en sus ignorantes contemporáneos.
Puede concederse que Adam Smith y John Locke y los Padres Fundadores de los Estados Unidos conducían carros de caballos y llevaban pelucas empolvadas y los intelectuales contemporáneos viajan en aviones y visten a la moda actual. Pero esos hombres fueron la fuente de ideas esenciales sobre las que descansan la Revolución Industrial y nuestro nivel actual de desarrollo tecnológico y económico. Cuando conducían sus carros de caballos ideaban los pensamientos que hicieron posible los aviones de hoy. Los intelectuales actuales, aunque viajen en aviones, idean pensamientos incompatibles con la continuidad de la civilización industrial. Esto resulta completamente evidente en su apoyo al movimiento ecologista y en sus crecientes denuncias del progreso económico y sus trasparentes esfuerzos por aplastarlo y revertirlo. Sin duda no deberían tener crédito alguno por los logros tecnológicos y económicos de la época en la que viven y a la que en realidad están dispuestos a destruir, ni, partiendo de ese error, ser considerados superiores en forma alguna a los pensadores de pasados siglos que hicieron posibles nuestros logros. La naturaleza de sus almas y el nivel intelectual de sus filosofías se expresan perfectamente en el grito “¡Volvamos al Pleistoceno!”, un grito que, si no hacen ellos mismos, no serían capaces de discutir en modo alguno. En otras palabras, los intelectuales actuales, con pocas excepciones, no son avanzados ni “modernos” en modo alguno, sino retrógrados y primitivos, muy por debajo de los intelectuales de anteriores generaciones que se deleitan en ridiculizar.
El rumbo futuro de la civilización depende de hasta qué punto los partidarios del capitalismo y la razón puedan tomar la ofensiva intelectual contra una oposición que ahora no es más que un cadáver intelectual que se descompone rápidamente. Su victoria definitiva parece asegurada, sólo con que mantengan viva su filosofía.[1] La ley de las ventajas comparativas se explica en George Reisman, Capitalism, páginas 350-356. La doctrina de la armonía de intereses se demuestra en el mismo libro, especialmente en los capítulos 6, 9, 11, 13 y 14.
[3] Barry Commoner, The Poverty of Power (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1976), páginas 252, 254. Para una refutación de todos los aspectos de la teoría de la explotación marxista, ver George Reisman, Capitalism, páginas 473-498 y 613-666.
[4] Si la influencia del movimiento ecologista continúa incrementándose, es perfectamente concebible que en los próximos años, la intención de un país de incrementar su producción puede servir como base para una guerra, quizá obligando a enviar fuerzas de la ONU para detenerla. Incluso la mera defensa de la libertad económica dentro de las fronteras de un país podría lógicamente—desde la distorsionada perspectiva del movimiento ecologista—ser considerada como una amenaza para la humanidad. Es, por tanto, esencial que los Estados Unidos rechacen absolutamente aprobar de cualquier forma limitaciones internacionales a la “contaminación”—o, lo que es lo mismo, a la producción.
[5] Cf. Brad Erickson, ed., Call to Action, Handbook for Ecology, Peace and Justice (San Francisco: Sierra Club Books, 1990), página 5.
[6] Ver, por ejemplo, Kirkpatrick Sale, Dwellers in the Land (San Francisco: Sierra Club Books, 1990). Este libro se caracteriza por una total ignorancia de la historia y de cualquier idea sobre economía.
[7] Cf. Ayn Rand, “The Left: Old and New” en The New Left.
[8] Los costos de simplemente cumplir con las demandas del movimiento ecologista para limpiar los vertederos tóxicos se estima entre 300 y 700 mil millones de dólares para los próximos años. Ver “Experts Question Staggering Costs of Toxic Cleanups”, New York Times, 1 de septiembre de 1991, página 1. (El costo de cumplir con otras regulaciones anticontaminación es actualmente de 115 mil millones de dólares anuales [Ibíd., página 2]). Incluso utilizando los métodos inverosímiles de la EPA, el número máximo de casos de cáncer que puedan relacionarse con la exposición pública a vertidos peligrosos es de aproximadamente 1.000 por año (Ibíd.). Toda protección razonable contra esos vertidos frecuentemente puede asegurarse con tan poco como la mitad de un uno por ciento de los costes actualmente impuesto por la ley y la EPA (Ibíd.). Por tanto, cientos de miles de millones de dólares se están malgastando y se van a malgastar para aplacar los terrores imaginarios de los ecologistas.
[9] Sobre la naturaleza del altruismo y el autosacrificio, ver Ayn Rand, Atlas Shrugged y Virtue of Selfishness.
[10] Cf. F. A. Hayek, La fatal arrogancia: los errores del socialismo (Madrid: Unión Editorial, 1990).
* N. del T.: Personajes de comedia estadounidenses de los años 40 y 50.