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Recursos naturales y medio ambiente

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Traducido por Mariano Bas Uribe

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Parte B. El asalto ecologista al progreso económico

6. Ecologismo e irracionalismo

Escepticismo irracional

Un elemento principal que lleva mucho tiempo presente en el irracionalismo ecologista es la convicción de que sea lo que sea que pensemos que sabemos hoy sobre lo que sea, puede resultar que mañana sea falso, al descubrirse algo que invalida totalmente todo nuestro supuesto conocimiento acerca de ello. Esta doctrina, que es cada vez más popular, ha sido caballo de batalla durante generaciones en cursos de filosofía y en la educación superior en general. Sobre esta premisa los ecologistas creen y suponen que cada avance tecnológico es una talidomida[1] potencial. Todas sus conjeturas salvajes acerca de destrucciones masivas se refuerzan con esta premisa, de la cual se muestran convencidos antes y aparte de los hechos de cualquier caso en particular.

Ese escepticismo reside en la ignorancia de la ciencia de la epistemología y en la falacia de la equivocación. No entiende cómo adquiere conocimiento el hombre—como valida sus conclusiones y por tanto puede confiar razonablemente en ellas. En efecto, asume que todas las afirmaciones de conocimiento son iguales—las probadas y las no probadas—y que dado que algunas afirmaciones de conocimiento resultan ser falsas, cualquier afirmación de conocimiento resultará ser falsa. Por ejemplo, creen que del hecho cierto de que la gente creyera en un tiempo en la astronomía ptolemaica, que posteriormente Copérnico y Galileo probaron ser falsa, se deduce la posibilidad de que la astronomía copernicana y de Galileo algún día resulte a su vez ser falsa.[2]

La verdad es que el conocimiento es conocimiento y continúa siéndolo por siempre. No desaparece por los últimos descubrimientos, sino que se expande y suplementa con ellos. La física de Arquímedes no desaparece, sino que se ve ampliada por la física de Newton. La geometría de Euclides es hoy tan cierta como siempre, aunque ahora sabemos mucho más de matemáticas de lo que sabía Euclides. Las cosas ciertas de los escritos de Adam Smith son hoy tan verdaderas como lo fueron cuando se escribieron, aunque nuestros conocimientos sobre economía se han ampliado enormemente por Ricardo, los Mills, Böhm-Bawerk, von Mises y otros. Todo el progreso tecnológico y económico es una confirmación del hecho de que los descubrimientos de las nuevas generaciones se añaden a los de las anteriores en lugar de refutarlos. Si los nuevos descubrimientos refutaran constantemente los antiguos, como afirman los escépticos, el progreso de cualquier tipo sería simplemente imposible. El progreso se basa en el hecho de que el conocimiento es una suma creciente, en la que la contribución de las sucesivas generaciones se añade a la de las previas.

Similar razonamiento puede aplicarse a la posibilidad de accidentes, a la que temen tanto los ecologistas. A pesar de los mayores esfuerzos humanos, los accidentes ocurren a veces. Una presa puede romperse, un edificio puede derrumbarse, un medicamento puede resultar ser dañino. Pero por su propia naturaleza, los accidentes son una excepción—algo fuera de lo normal. Más aún, tienden continuamente a reducirse en frecuencia y gravedad a medida que crece el conocimiento y la prosperidad humanos. De hecho, cada accidente, si se estudian y analizan sus causas, tiende por sí mismo a prevenir que se repita. Por tanto, la situación real del hombre (cuando decide utilizar la razón) es un constante incremento en su seguridad. Pocas cosas pueden ser tan evidentes como que los alimentos, medicamentos, presas, edificios, puentes, barcos, trenes y fábricas del siglo veinte son incomparablemente más seguros que los del siglo diecinueve. Alejada de la influencia de una creciente irracionalidad, el progreso en la seguridad ha sido continuo década tras década en el siglo veinte. (La irracionalidad a la que me refiero no es sólo el fenómeno del uso de narcóticos, sino también la destructiva interferencia gubernamental a través de medios como la inflación, los impuestos confiscatorios y la regulación agobiante. Esas políticas pueden evitar el necesario reemplazo o mantenimiento de instalaciones, no digamos su mejora).


[1] Por supuesto, la talidomida fue un medicamento prescrito como tranquilizante para mujeres embarazadas que resultó causar graves daños a los fetos.

[2] Sobre estos puntos, ver el artículo de Leonard Peikoff, “Maybe You’re Wrong”, Objectivist Forum 2, Número 2 (Abril de 1981), páginas 8-12.