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Recursos naturales y medio ambiente

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Traducido por Mariano Bas Uribe

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Parte B. El asalto ecologista al progreso económico

6. Ecologismo e irracionalismo

La devaluación cultural del hombre

La aceptación popular del ecologismo es explicable en todos sus aspectos a partir del irracionalismo inculcado por el sistema educativo contemporáneo y el consecuente declive cultural de la razón.

El declive cultural de la razón es lo que ha creado el creciente odio y hostilidad de los que se alimenta el ecologismo, al tiempo que los temores irracionales de sus líderes y seguidores. A medida que la gente abandona la razón, deben sentir terror ante la realidad, porque no tienen forma de afrontarla que no sea la propia razón. Por lo mismo, sus frustraciones se acumulan, puesto que la razón es su único medio de resolver problemas y conseguir los resultados que quieren lograr. Además, el abandono de la razón les lleva a más y más sufrimientos como consecuencia de la irracionalidad de otros, incluyendo su uso de la fuerza física. Así, el odio y la hostilidad se incrementan, mientras la racionalidad decrece.

La correlacionada disposición de la gente a aceptar la doctrina de los valores intrínsecos es también una consecuencia del creciente irracionalismo. Un “valor intrínseco” es un valor que uno acepta sin ninguna razón, sin hacer preguntas. Es un “valor” designado para gente que hace lo que le dicen y no piensa. Un valor racional, por el contrario, es un valor que se acepta sólo desde la base de comprender cómo sirve al evidentemente deseable fin último, que se compone de la vida y la felicidad de cada uno.

Como estaba implícito en la discusión previa, junto con la destrucción de la confianza en la ciencia y la tecnología, la creciente ola de irracionalismo y la gradual pérdida de confianza en la razón significan la pérdida la de las bases filosóficas de la valoración del hombre. Porque la razón es el atributo distintivo fundamental del hombre y la visión cultural de la razón determina la visión del mismo hombre.[1] Por tanto, como un resultado ulterior del asalto a la razón y la pérdida de confianza en ella, el estatus cultural y filosófico del hombre ha ido decayendo. Este decaimiento era evidente mucho antes de la aparición del ecologismo. Era evidente en fenómenos como la simpatía por el “antihéroe” en la literatura, por las pinturas y esculturas grotescas, representaciones retorcidas de seres humanos, y por libros que describen al hombre en términos como “el mono desnudo” o “el mono con pantalones”. En la última generación, a medida que se aceleraba el crecimiento del irracionalismo y los efectos del proceso llegaban cada vez más al público en general, ha disminuido la confianza en la fiabilidad de la razón, y por tanto el estatus filosófico del hombre, hasta tal punto que hoy día no se reconoce diferenciación radical alguna entre los hombres y los animales. Esto explica por qué la doctrina de San Francisco de Asís y los ecologistas referente a la igualdad entre hombres y animales se acepta hoy día virtualmente sin oposición. (De hecho, los reportajes de muertes de animales en periódicos y televisión han adquirido un tono hasta ahora reservado a las víctimas humanas de accidentes aéreos y tragedias similares. Esto resulta evidente, por ejemplo, en los reportajes sobre la marea negra del Exxon-Valdez en Alaska y más tarde en las mismas mareas negras causadas por Saddam Hussein en el Golfo Pérsico. Se informa de muertes masivas de animales y pájaros en el mismo tono trágico en que se hace acerca de muertes humanas).

A los ecologistas y sus correligionarios partidarios de los “derechos de los animales”, la posesión de razón no les parece significativa—porque consideran que la razón no es fiable; de hecho la consideran una trampa o un cepo y la odian. Despojado así de cualquier valor especial el atributo distintivo de la humanidad, el propio hombre también aparece como despojado de cualquier valor especial. Así, tal y como los ecologistas ven las cosas, abogan por la fraternidad universal de todas las especies y elementos del “medio ambiente”. A sus ojos, en efecto, negros, caucasianos, orientales, jirafas, snail darters, moscas, búhos manchados y laderas, todos tienen iguales derechos y son parte de la “familia medioambiental”[2] La afirmación de que hay derechos humanos por encima de los de cualquier otra especie o cosa es, desde su punto de vista, una forma racismo y nazismo —de “especismo”— en la que el hombre intenta tratar a otras partes de la fraternidad de la naturaleza como internos de un campo de concentración.[3]

Esta tendencia se ve directa y poderosamente reforzada en la medida en que la gente es cada vez menos consciente de que una vez hubo algo como la Edad de la Razón y de lo que ésta propugnaba. Más aún, la gente progresivamente pierde la capacidad intelectual de adquirir ni siquiera la más mínima comprensión de lo que esos pensadores tienen que decir. Por ejemplo, un libro escrito en el siglo dieciocho o diecinueve se encuentra más allá de la capacidad de lectura de muchos de los estudiantes actuales y graduados universitarios recientes; piensan que está escrito en “inglés antiguo”. Lo peor de todo es que la experiencia introspectiva de las crecientes masas de esa gente sin educación no ofrece un testimonio muy poderoso a favor de la razón o el valor del hombre. Tampoco lo hace su comportamiento externo, que incorpora cada vez más prácticas como el uso de narcóticos. Para alguien que apenas puede leer, no digamos escribir o incluso hablar coherentemente, a pesar de años de escolaridad, una visión del hombre como un ser heroico, si es que pueden concebirla, les debe parecer como de otro planeta. Esa gente está intelectualmente, con mucho, más en su ambiente con los animales del bosque que con el hombre del Renacimiento y la Ilustración. Cumplen al pie de la letra el ideal de los románticos.

Los ecologistas no se dan cuenta de que, aparte del hombre, la supuestamente bella y armoniosa “Naturaleza” que glorifican, es en realidad simplemente un sitio en el que una cosa se come (viva) a la otra. Si el hombre no fuera nada más que un animal, debería permitírsele actuar frente al resto de la naturaleza exactamente de la misma manera en la que actúan otros seres vivientes, es decir, usarlos de medios para el fin de que le sirvan para su propia supervivencia. Sin embargo la posesión de razón por el hombre le eleva por encima del resto de la naturaleza. En su virtud, el hombre tiene un ámbito de conocimiento y conciencia que sobrepasa a las demás especies sin comparación posible. Y con la ayuda de bienes que su razón le hace posible producir, llega a sobrepasar todas las demás especies en prácticamente cualquier otro aspecto físico. Así, con la ayuda de bienes como automóviles, aviones, barcos y submarinos, telescopios y microscopios, radios y radares y buldózeres y palas mecánicas, puede moverse más rápido que cualquier animal, volar más alto y veloz que cualquier pájaro, moverse en el agua más profunda y rápidamente que cualquier pez y ver y oír más allá y con más detalle y ejercer una fuerza incomparablemente mayor que cualquier otro ser viviente.

La posesión de razón no sólo eleva al hombre por encima del resto de la naturaleza en el conflicto de especies implícito en la supervivencia. Dentro de la raza humana, también crea una armonía de intereses propios racionales al hacer a todos los hombres colaboradores potenciales en la división del trabajo y así permitiendo a cada uno servir mejor a sus propios intereses viviendo en paz con su prójimo y disfrutando de los beneficios del ejercicio de su razón y la de los demás.[4] Por tanto, es la posesión de razón humana la base para una fraternidad humana objetivamente demostrable y para el respeto que cada ser humano debería tener por cada otra persona. Es la posesión de razón humana la única base para la existencia del concepto de derechos. Los derechos son precisamente las condiciones sociales de existencia que los seres racionales requieren que sus semejantes reconozcan con el fin de asegurar la supervivencia de todos ellos. Lo esencial de esa condición social es que los otros no ejerzan fuerza física contra el individuo. Sólo a partir del respeto por los derechos individuales pueden los seres humanos cosechar los beneficios de la actuación de la inteligencia motivada de los demás.[5] Dicho de otra manera, los derechos son principios utilitarios fundamentales, siendo la vida y el bienestar humanos la medida de lo que constituye la utilidad.[6]

El único punto de vista ético adecuado es el que, partiendo de la base de la capacidad de razonar del hombre, hace valer armonía de intereses propios de los seres humanos y la prioridad absoluta de la vida y el bienestar humanos sobre las especies inferiores.

Sólo en nombre del valor especial del hombre pueden defenderse los derechos individuales y oponerse a perversidades como el nazismo y el racismo. Por ejemplo, el intento de introducir el concepto de “especismo” como algo semejante al racismo elimina cualquier posibilidad de oposición genuina al racismo. Si el hombre tiene el mismo estatus que las cucarachas, ¿qué posible diferencia puede haber en que dos seres equivalentes a cucarachas, digamos, solicitan un empleo y el empresario elige uno y rechaza a otro porque tiene un prejuicio a favor de un color de cucaracha sobre otro? Al racismo sólo cabe oponerse desde la idea de que es una negación de que la victima del mismo sea un ser humano, es decir, entre otras cosas, el reconocimiento de sus capacidades y calificaciones independientemente del color de su piel—o sea, justicia. Los ecologistas son capaces de descolgarse con un concepto como el “especismo” sólo porque es difícil que alguien se detenga un momento a pensar en el significado de las palabras, en lugar de reaccionar ante su mero sonido y el tono de voz en que se pronuncian. Para los que no piensan, “especismo” suena similar a racismo en que da a entender que conlleva dar importancia a la pertenencia a algún tipo de categoría y cuando se pronuncia en el mismo tono condenatorio que se utiliza en conexión con el racismo, suena como si fuera una perversión equivalente.[7]

Cuando los ecologistas hacen caso omiso del estatus especial otorgado al hombre por su posesión de razón, no elevan así a las moscas, snail darters y laderas al nivel humano, sino que reducen al hombre al nivel de esas cosas. Si al hombre no se le considera mejor que a las moscas, así debe ser tratado —así es como se le trata en toda cultura irracional.

De hecho, la doctrina de los ecologistas y los defensores de los derechos animales implica nada menos que un ser humano merece morir por matar a un mosca —o por andar sobre la hierba o por dejar huellas en la arena. Cada una de esas cosas (moscas, hierba, arena) tiene según los ecologistas un derecho a vivir o a mantener su condición preexistente.[8] Si se usara la pena capital para defender ese supuesto derecho a la vida o a mantener su condición preexistente, la conclusión inevitable sería que los seres humanos deberían morir por esas cosas. ¿Y si no se aplica la pena capital? ¿Se llevarían a prisión o azotarían por la violación de los supuestos derechos de las moscas y demás? Si no es así, ¿no iba a haber castigo por la violación de esos supuestos derechos? Si la violación de esos derechos no va a castigarse, ¿significa eso que tampoco va a castigarse por la violación del derecho del ser humano a la vida? Al proclamar una igualdad en las especies y la “familia medioambiental”, el ecologismo no es que esté simplemente equivocado. Se revela como psicópata.

A la luz de todo esto, uno puede considerar afirmaciones como: “Es una idea intensamente turbadora que el hombre no sea el amo de todo, que otros sufrimientos podrían ser igual de importantes. Y que el sufrimiento individual (animal o humano) pudiera ser menos importante que el de las especies, los ecosistemas o el planeta”.[9] El lector puede encontrar difícil distinguir algunos de los pensamientos anteriores de lo que dice un psicópata que, mientras tortura a su víctima, declara que el sufrimiento de ella es “menos importante que el de las especies, los ecosistemas o el planeta”. El lector puede encontrar dificultades parecidas en diferenciar estas otras palabras:

Para tapar su argumentación, White [Lynn White, el principal teólogo del ecologismo] incluso se atrevió a defender los derechos de formas de vida innegablemente hostiles a su propia especie, como la Variola, el virus de la viruela… La consecuencia era que un sentido cristiano integral de la moralidad debía incluir la viruela, igual que San Francisco incluyó al lobo devorador de hombres. Quizá White esperaba a un santo de los últimos días que pudiera educar a la Variola en la cortesía cósmica. Más aún, sencillamente reconoció que al matar a la gente, el virus de la viruela sólo estaba desempeñando el papel señalado en el ecosistema que creó Dios.[10]

Por supuesto, estas palabras no pueden ser realmente las de un psicópata. Después de todo, si lo fueran, editores tan prestigiosos como Random House y la Universidad de Wisconsin posiblemente no las hubieran publicado. ¿O sí? Más aún, ¿cómo podría alguien oponerse a las enseñanzas de quienes “aman” tanto que aman a los enemigos del hombre y aman a al hombre tanto como a los páramos, las bestias feroces y las alimañas?

Al contrario de lo que afirman los ecologistas, el hombre y sólo el hombre utiliza propósitos conscientes y una percepción del orden y la armonía en el mundo y es la fuente de todo valor por sí mismo. Todos estos conceptos se centran completamente en su promoción, cumplimiento y el disfrute de su vida. El hombre y sólo el hombre es capaz de tener propósitos y debe tenerlos si tiene que vivir, puesto que sólo puede vivir mediante el pensamiento, la planificación y la acción a largo plazo.[11] La percepción del orden y la armonía aparece en el mundo a medida que el hombre lo conoce y usa ese conocimiento para servirse de él en su vida. En el proceso de servirse de él para su vida, el hombre da un valor a la naturaleza y a otras especies vivientes, como medios de vida. Siempre es el centro y la fuente de todo valor y propósito y de la percepción del orden y la armonía.

Por supuesto, puede presumirse que los miembros de otras especies se valoran a sí mismos, ya que actúan para sobrevivir. Sin embargo, siempre que su supervivencia entre en conflicto con cualquier valor humano y exista un conflicto entre ellos y el hombre, el hombre debe (merece) prevalecer. El principal de los valores humanos es la vida humana. Todos los otros presuntos valores pueden dejarse sin problemas a otras formas de vida, para que los ejerzan lo mejor que puedan.

Lamentablemente, gran número de nuestros contemporáneos aparentemente tienen tan poca autoestima que les parece suficiente declarar la existencia de cualquier clase de voluntad o valoración que busque lo que les es contrario y están listos para abandonar sus propios valores. Así, hay un creciente número de personas que se niegan a vestir pieles o comer carne basándose en su deseo de que los animales inferiores sigan viviendo. Esa gente se valora a sí misma y la mejora de sus condiciones de vida por debajo de las vidas de los animales inferiores. Ponen su propio valor no sólo por debajo de los animales inferiores cuyas pieles podrían vestir o cuya carne podrían comer, sino incluso por debajo del que los animales inferiores se dan a sí mismos. Esto es, se dan menos valor a sí mismos en relación con los animales inferiores que el que se dan todos los animales cazadores en relación con otros animales. Un león o un leopardo se valoran a sí mismos por encima de una cebra o una gacela. Pero los ecologistas y defensores de los derechos animales se valoran a sí mismos por debajo del ganado y menos dignos de disfrutar del ganado que leones y leopardos. La expresión lógicamente consistente con su perspectiva es la de McKibben y White, que piden rendirse al sufrimiento y la enfermedad.

También es cierto que los ecologistas no siempre lo expresan de esta manera. Lo que dicen a menudo es que, puesto que el hombre es superior a los animales, su conducta debe ser mejor—que, en realidad, tienen que convertirse en su cuidador benevolente. En otras palabras, la raza humana tiene que convertirse en una especie de Madre Teresa para los animales inferiores. Esto es altruismo en lo más profundo del pozo. El hombre, el ser que puede alcanzar las estrellas, debe sacrificar su ascenso a los cielos a favor de los animales que no pueden levantarse del barro y es así como va a ser mejor que ellos. Exactamente lo mismo puede aplicarse a la afirmación insensata de que el papel de los seres humanos es servir como “servidor” del reino animal y la materia inanimada, como si la criatura superior de la tierra existiera a favor de las inferiores y la materia inanimada.[12]

Hay que decir que, al servicio de su propia vida, el hombre puede tender su mano en forma de amistad con miembros de especies como perros y gatos, que en ciertos aspectos recuerdan a niños pequeños y que responden habitualmente con los que sólo puede calificarse como alegría y amor. De hecho, el amor que la gente siente por esas amistosas criaturas puede servir de base para superar la creciente locura de los derechos animales. Quien quiera a un perro, por ejemplo, debería pensar en el placer de su perro al masticar un buen hueso y preguntarse si, después de todo, no valoran más el placer de su perro sobre la vida de la vaca de la que salió el hueso. Y después debería preguntarse si no es perfectamente justo en vista del hecho de que le perro es capaz de reconocerle y responderle con amor, mientras que la vaca es poco más que un objeto, cuya principal contribución a la vida y el bienestar humanos es servir de fuente de leche, carne y cuero. Finalmente debería preguntarse a sí mismo si no es también perfectamente justo que mientras su perro mastica el hueso, el hombre se coma la chuleta porque valora su propio placer incluso más que el de su perro.

Merece la pena destacar aquí que una táctica habitual de los ecologistas para promover la idea de los derechos animales consiste en mostrarlos a todos como si fueran mascotas amorosas y adorables que el hombre por alguna razón malévola escoge cazar y aterrorizar. Sorprendentemente, un “documental” medioambientalista de televisión intentaba presentar a los osos pardos (grizzlies) como si fueran cachorrillos de perro o gato basándose en la conducta de sus oseznos. Curiosamente olvida el hecho de que el oso pardo adulto es una amenaza para el hombre y, casualmente, para perros y gatos.

También casualmente, los productores de esos “documentales” muestran a los felinos salvajes aterrorizando a animales más débiles y de hecho comiéndoselos vivos —animales que sus cámaras, presentes en la escena, deberían haber rescatado ante tal brutalidad. Al mismo tiempo, junto al resto del movimiento ecologista, denigran al hombre por matar animales que no son conscientes de su destino y que, si es necesario, les producen inconsciencia antes de matarlos, como por ejemplo, las crías de foca. (No debería ser necesario decir que el hecho de que en esos casos típicos un número pequeño de seres humanos matan a una escala mayor que en el propio reino animal es un reflejo de la división del trabajo, no de matar gratuitamente y sin sentido. Quienes trabajan como cazadores de focas o similares, actúan en nombre de una muy superior cantidad de gente que consumen los productos que los animales hacen posible). Sin duda, incluso aunque los seres humanos no sean mejores que los leones y leopardos, un ser humano individual tendría tanto derecho a la piel de una foca como el león o el leopardo a la carne de una gacela. Pero los seres humanos son incomparablemente mejores y más eficientes a la hora de atender sus necesidades y se lo merecen incomparablemente más que los animales.

Los ecologistas y defensores de los derechos animales necesitan aprender el valor de hombre y de sí mismos como poseedores de razón. Quizá si obtuvieran la educación que hasta ahora aparentemente les ha faltado, tendrían éxito en valorarse a sí mismos.

El hombre—el hombre racional—no sólo es capaz de crear un sistema económico que puede ocasionar un nivel de vida siempre creciente, sino que, precisamente por ser racional—porque así se califica adecuadamente al hombre—también merece ese sistema económico y todos los bienes maravillosos que puede obtener. En este espíritu, el siglo veintiuno debería ser el siglo en que el hombre inicie empresas tan grandes como la colonización del sistema solar. No debería ser un siglo en que retorne a la Edad Media. La intención de cada página y cada palabra de este libro es asegurar que es la primera alternativa la que prevalece.


[1] Ver George Reisman, Capitalism, páginas 19-21.

[2] Es interesante recordar aquí unas palabras de Graber citadas más arriba, cuyas implicaciones no desarrollé en su momento: “Yo en particular, no puedo desear para mis hijos ni para el resto de los seres vivos de la Tierra…” El sentido filosófico de estas palabras es que Graber no ve ninguna distinción fundamental que requiera una clasificación separada, entre sus propios hijos y las moscas y las lombrices.

[3] El término especismo aparece, entre otros lugares, en Roderick Frazer Nash, The Rights of Nature (Madison, CISC.: University of Wisconsin Press, 1989), páginas 5, 138, 142, 153. Este libro hace imposible cualquier discusión que no caiga en la categoría de la reducción al absurdo, ya que apoya con entusiasmo prácticamente cualquier tontería imaginable que exista en la doctrina de los derechos animales. Por ejemplo, dice aprobadoramente: “El ecologista advierte que la viruela, como parte de la comunidad biológica, es un producto de la evolución, como lo son los lobos y ballenas y las secuoyas. De acuerdo con las enseñanzas biocéntricas de la ética medioambiental, no hay razón lógica para discriminar en contra del virus sólo porque es pequeño y dañino para los seres humanos” (página 85).Curiosamente, el autor pretende en todo momento ser un ferviente seguidor de John Locke y de la doctrina de los derechos naturales. Aunque en ningún punto de su libro hay una discusión sobre la relación entre la razón y los derechos humanos o sobre el contexto a favor de la razón y el hombre sobre los que escribió Locke. La palabra razón ni siquiera aparece en el índice del libro. Aunque la publicación de un libro tan filosóficamente desgraciado por una editorial universitaria no debería sorprender hoy en día, aún debería provocar indignación.

[4] Ver George Reisman, Capitalism, Capítulo 4. Ver también von Mises, La acción humana, Parte 2, Capítulo VIII entero sobre la naturaleza de la sociedad humana y George Reisman, Ibíd., Capítulo 9 entero.

[5] Cf. Ayn Rand, “Man’s Rights” en Virtue of Selfishness y la discusión sobre los derechos en Atlas Shrugged, páginas 1061-1063.

[6] Esta observación, por supuesto, ha aparecido en la disputa entre aquellos defensores del capitalismo que apoyan la doctrina de los derechos naturales y los que se autocalifican como utilitaristas. Si los derechos se entienden en el contexto de tomar la vida humana como la medida para la acción útil, no tiene por qué haber ningún conflicto.

[7] Curiosamente, el mismo proceso de falta de pensamiento ha afectado al término “discriminación” que ahora tiene un sentido de oprobio. Es perfectamente adecuado, de hecho absolutamente necesario para la supervivencia humana, discriminar entre comida y veneno, entre tigres y gatitos, entre peligro y falta de riesgo. Lo que no es adecuado es ignorar las capacidades y cualificaciones superiores de los individuos por su raza. Esa conducta supone un fallo en discriminar desde la base de los fundamentos—es decir, lo que los individuos han conseguido—en favor de discriminar desde la base de asuntos intrascendentes, como la pertenencia a un grupo racial. Es negar crédito al individuo en relación con lo que puede hacer, mientras se le condena por lo que no puede hacer. Es por esta razón por lo que la discriminación racial es un error. Pero las mentalidad no pensantes de hoy día escuchan la palabra “discriminación” pronunciada en tono condenatorio y creen que cualquier forma de discriminación es perversa, incluyendo la discriminación del competente respecto del incompetente.

[8] “Estoy proponiendo muy seriamente que demos derechos legales a bosques, océanos, ríos y otros llamados ‘objetos naturales’ en el medio ambiente—de hecho, al medio ambiente en su totalidad”. (Christopher D. Stone, un profesor de derecho de la Universidad  del Sur de California en Nash, Rights of Nature, página 121. Stone adoptó esta postura ante el Tribunal Supremo de EEUU con el apoyo del Sierra Club. Sus opiniones fueron aprobadas por Justice Douglas. [Ibíd.., páginas 128-131].)

[9] McKibben, End of Nature, página 182.
[10]Nash, Rights of Nature, página 95.
[11] Cf. Ayn Rand, Virtue of Selfishness, páginas 11-16.

[12] Por supuesto, la gente puede legítimamente preocuparse por evitar la crueldad innecesaria con los animales: con mucha más razón, pueden legítimamente preocuparse por evitar sufrimientos innecesarios en su prójimo humano. El rumbo adecuado para aquéllos que están verdaderamente preocupados por eliminar sufrimientos humanos innecesarios no es autoinmolarse, sino, principalmente y en primer lugar, apoyar el capitalismo y su filosofía y teoría económica subyacentes y, al mismo tiempo, perseguir sus propios intereses. Para un desarrollo de esto, ver George Reisman, Capitalism, páginas 332-335 y más arriba, en la nota 111, que ofrece una lista de las principales fuentes teóricas y filosóficas en defensa del capitalismo. Prácticamente la totalidad de este libro es una demostración de cómo la búsqueda racional del propio interés opera en interés de todos. Muchos antes de que el lector llegue al final del libro, debería resultarle abrumadoramente claro, si lo ha leído con un cierto grado de conocimiento, como las actividades a favor del interés propio de empresarios y capitalistas ocasionan muchos más beneficios económicos a los pobres y por tanto alivian muchos más sufrimientos y penalidades que lo que haya logrado o pueda lograr el trabajo de los más devotos practicantes del autosacrificio y la caridad. Estos resultados, por supuesto, no son el motivo de las actividades de empresarios y capitalistas (su motivo es el beneficio propio) pero resultan ser el efecto inevitable y necesario de esas actividades., siempre suponiendo que los empresarios y capitalistas sean libres de perseguir su beneficios y por tanto de llevar a cabo sus actividades.