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El error de Kyoto

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La firma hace años del tratado de Kyoto, basado en informaciones y análisis científicos que, como mínimo, pueden calificarse de dudosos, ha traído consigo unas consecuencias muy negativas sobre el sector empresarial, que es el que crea la riqueza y empleo de un país. Muchos empiezan ahora a darse cuenta de ello. En lo que atañe a los ministros de medio ambiente de esta Europa intervencionista que nos ha tocado vivir, no sé si habrán pensado que sus decisiones van a traer consigo unos mayores costes a las empresas, menos crecimiento económico, menos creación de empleo y, a nivel global, van a suponer un considerable freno a la erradicación de la pobreza. Estos costes parece evidente que fueron subestimados, incluso ignorados, por quienes lo negociaron.
 
Las decisiones de hace años se basaron en la lectura política de unas conclusiones sujetas a múltiples incertidumbres de los científicos del IPCC (panel intergubernamental sobre el cambio climático, organismo asociado a las Naciones Unidas, juez y parte por lo tanto en el problema). No se han tenido en consideración las opiniones de miles de científicos de otras organizaciones y universidades que han criticado y discutido sus conclusiones, precisamente por falta de suficiente base científica. Naturalmente, el complejo político-burocrático internacional y los medios de comunicación ni siquiera se han dignado publicar las cifras y explicaciones alternativas sobre el problema, en una dudosa muestra de lo que debe ser el debate científico objetivo.
 
Las previsiones apocalípticas no suelen, afortunadamente, cumplirse. No se cumplieron las de Malthus, tampoco las del Club de Roma (que en los años 60 predijo que a finales del siglo pasado se habrían acabado los recursos naturales, los alimentos escasearían y la población habría invadido toda la tierra existente, cosa que, como todo el mundo puede comprobar, se ha cumplido al pie de la letra), ni las del Sr. Cousteau, quien en los años 60 aseguraba que la vida en los océanos habría desaparecido para 1980.
 
Pues bien, sería conveniente que todas esas voces sosegaran un poco sus ímpetus regulatorios e intervencionistas, ahora ya a escala mundial, y empezaran a analizar con tranquilidad el problema.
 
En primer lugar, habría que ver hasta qué punto existe calentamiento atmosférico. En segundo, en caso de que exista, qué parte se debe a la acción humana y qué parte es inevitable dentro de la historia de la Tierra por ejemplo, debido a la influencia de tormentas solares u otros fenómenos naturales. Pero hay que tener en cuenta que sólo podemos reducir las emisiones de origen humano, y que si estas representan menos del 10% del CO2 que se emite en el planeta, habría que reducirlas muy fuertemente para que se tradujeran en una reducción significativa del total. Reducirlas a la mitad, por ejemplo, sólo rebajaría en un 4% el CO2 liberado a la atmósfera. En tercero, también suponiendo que existe, convendría conocer la verdadera magnitud de dicho calentamiento. En cuarto, habría que estudiar los costes en que habría que incurrir para reducir significativamente el fenómeno y, finalmente, habría que evaluar, caso de que exista, si existen daños apreciables para la humanidad. Si escuchamos las catastrofistas predicciones del IPCC no cabe la menor duda, pero hay otras estimaciones, como mínimo del mismo peso científico, que afirman lo contrario.
 
La izquierda intelectual mundial que contempló con tristeza la caída del Muro de Berlín, se ha trasladado con “armas y bagaje” al movimiento verde global. La lógica preocupación por mantener un medio ambiente limpio y sano, el control de la contaminación, los usos más eficaces de energía y recursos naturales, etc., ha sido secuestrada por personas cuya agenda política va mucho más allá y pretende introducir, de nuevo, un intervencionismo irracional y una nueva planificación, por la puerta falsa.
 
Toda actividad económica es contaminante. Todas utilizan y transforman recursos escasos añadiéndoles valor y, en el camino, producen desperdicios. En los nuevos adoradores de la naturaleza prevalece la disminución de la contaminación por encima del coste económico o humano, cualquiera que éste sea, propugnando la implantación de regulaciones que limitan la libertad, transpiran un sentimiento antiempresarial y antimercado, y reflejan una mentalidad contraria al progreso del ser humano, afín a los Luditas de principios del siglo pasado.
 
Convendría que antes de lanzar mensajes apocalípticos sin suficiente base científica, se procediera a un análisis sereno. Sería conveniente que se supiera que los datos de la red de satélites de análisis del clima desde 1970 no muestran ninguna tendencia al calentamiento atmosférico y que la evidencia científica de la “significativa influencia humana” en el supuesto calentamiento, es considerada por muchos científicos como espúrea.
 
Además, incluso si Kyoto se pusiera en práctica escrupulosamente, su impacto en las futuras temperaturas del planeta sería sólo de cinco centésimas de grado en el año 2050 y este mínimo efecto se produciría con un inmenso coste en términos de desarrollo, progreso y bienestar para todo el mundo y en especial para los países menos desarrollados y para las clases más modestas.
 
El catastrofismo científico, contempla el mundo en términos estáticos y muestra una absoluta falta de fe en el ingenio, la inteligencia y la creatividad del ser humano que a lo largo de la historia, especialmente en el último siglo, ha sido capaz de ir adaptándose a los cambios experimentados en el mundo y a superar todas las dificultades. Esos mismos “científicos” de mal agüero utilizan constantemente el llamado “principio de precaución” para poner trabas al desarrollo científico y tecnológico. Sin embargo, el progreso tecnológico puede reducir las emisiones contaminantes mucho más que Kyoto, pero quienes impulsaron Kyoto son también los que invocan el “principio de precaución” para poner trabas.
 
Hace unos días Price Waterhouse Coopers publicó un interesante, y en mi opinión demasiado optimista, estudio en el que se calculaba el coste de la aplicación de Kyoto en nuestra nación, en diecinueve mil millones de euros. Lo malo es que mucha gente pretende subirse a esta ola de fundamentalismo ecológico para redirigirla desde dentro. Esto puede ser tan rentable políticamente como desastroso para la humanidad. Constituye un craso error ya que el que se sube a dirigir una “tsunami” acaba aplastado.