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Los pactos de Stalin con el diablo

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Los abundantes pactos nazi-soviéticos
"Nadie puede negar que el pacto de agosto de 1939 trajo el desastre a Rusia. Stalin hubiera servido mucho mejor a su país colaborando con Inglaterra que pactando con los nazis." Ludwig von Mises, Gobierno omnipotente.
Ante la política expansionista de Hitler por la Europa de finales de los años treinta, Gran Bretaña y Francia habían intentado negociar con Stalin desde inicios del año 1938 una política de acercamiento en prevención de la belicosa Alemania que se había apropiado por la vía de los hechos de la zona de Renania y que habría de engullirse posteriormente a Austria y Checoslovaquia. La URSS era, por aquellos años, la novia más deseada de los políticos de aquel momento, y se dejó querer. Stalin, no sin una cierta satisfacción, daba por sentado un enfrentamiento bélico entre Alemania y las referidas potencias europeas occidentales.

Estas últimas, gracias a los "buenos oficios" de Mussolini, firmaron con Alemania el pacto de Munich en septiembre de 1938 que vino a trastocar el escenario estratégico internacional. Se selló una política de apaciguamiento de Gran Bretaña y Francia frente a Hitler, el cualhizo pasar hábilmente su neopangermanismo por un ropaje anticomunista. Esto pilló a los soviéticos con el paso cambiado, ante la desagradable perspectiva de enfrentarse en solitario a la voracidad nazi en Europa oriental. Stalin inició, en consecuencia, una nueva y rápida orientación diplomática.

El Ejército Rojo estaba descabezado tras las "purgas" de los recientes procesos de Moscú y Stalin temía al propio estado mayor militar tanto como a Hitler. Había llegado el momento de entenderse con él. Sustituyó a su ministro de exteriores, Maxim Litvinov, judío y partidario de la seguridad colectiva, por Molotov, quien entabló de forma inmediata negociaciones con Ribbentrop, homólogo nazi del III Reich. Lo que no consiguieron las timoratas democracias occidentales de Stalin (es decir, acercarlo a sus posiciones estratégicas), lo consiguieron sobradamente los nazis en unos pocos meses con Molotov, el comisario de Stalin, el mismo que se encargó de reprimir cruelmente a los campesinos ucranianos a principios de los años 30 por orden del Zar rojo, junto a Yagoda y Kaganovitch.

Para los españoles este cambio súbito de política internacional de Stalin tuvo también sus consecuencias: tras los acuerdos de Munich, Moscú acordó la fulminante interrupción de ayuda militar a la República española en la contienda civil así como la retirada de sus agentes del NKVD de la Península. Asimismo las Brigadas internacionales, reclutadas por el Komintern, replegaron también velas por aquellas fechas. Había que dejar expedito el camino para poder pactar con el diablo.

El primer pacto nazi-soviético de la madrugada de 23 de agosto de 1939 fue una alianza en la que se establecía el área de influencia recíproca sobre Europa y se comprometían a consultarse sobre asuntos de interés común y abstenerse de cualquier agresión mutua. En el Protocolo anexo secreto (el verdaderamente jugoso) se fijaba la hegemonía de la URSS sobre los Estados Bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) y se acordaba una posible supresión del Estado polaco (los diseños políticos, si no se les pone coto, no conocen obstáculos) si los acontecimientos futuros así lo aconsejaban. También se reservaba la parte norte de Lituania a Alemania y el derecho de la URSS a hincar el diente a la Besarabia rumana. Estos acuerdos fueron el inicio de una intensa alianza estratégica entre ambos regímenes totalitarios que duraría veintidós meses y no un mero pacto de no-agresión como nos quiere hacer creer la historiografía clásica.

Se dio gran publicidad únicamente al pacto público. Ribbentrop viajó a Moscú con una camarilla de periodistas (entre ellos el fotógrafo personal del Hitler). Aquello supuso una convulsión internacional, además de dejar en el limbo el Pacto anti-Komintern firmado inicialmente en noviembre de 1936 entre Alemania y Japón. Se sabe que Hitler calificó a su ministro de Asuntos Exteriores de nuevo Bismark tras el maridaje soviético, que Stalin brindó efusivamente a la salud de Hitler y que el propio Ribbentrop mandó de vuelta un telegrama a Moscú confesando que la cercanía mostrada por los dirigentes soviéticos le había rememorado la camaradería de los miembros de su partido nazi.

Aquella era una época en la que los supuestos derechos o reclamaciones colectivas tenían prioridad absoluta frente a cualquier derecho individual que pudiera interponerse en las decisiones políticas de entonces. A ambas tiranías, por tanto, les venía muy bien poner en marcha una política expansionista de "manos libres" para el corrimiento brutal de fronteras de ambos países con la garantía de que su temido vecino iba a mirar hacia otro lado. Alemania podría avasallar con una buena parte de Polonia y, posteriormente, con el flanco occidental europeo sin el peligro de tener dos frentes abiertos. La URSS, a su vez, podría hacer otro tanto de lo mismo en los territorios recogidos en el protocolo secreto (avisando, de paso, a Japón, con el que había tenido hacía poco enfrentamientos en Mongolia, que permaneciera quieto pues su aliado era en ese momento el belicoso Hitler).

La consecuencia inmediata de este pacto y su protocolo secreto fue la invasión conjunta en septiembre de 1939 de Polonia por parte de Alemania y la URSS: Los nazis la invadieron el 1 de septiembre de 1939 y las tropas soviéticas entraron en suelo polaco sólo unos días más tarde, el 17 de septiembre (estableciéndose la mutua frontera en el río Bug). A Alemania se le declaró la guerra por parte de Gran Bretaña, Francia, Canadá y Sudáfrica el 3 de septiembre de 1939 (fue el inicio de la Segunda Guerra Mundial), pero nada se hizo contra la también ilegal invasión de la URSS.

Trotski, que para algunos representa la versión vegetariana del marxismo pero que, en realidad, era tan asesino y conspirador como su mortal enemigo Stalin, criticó duramente desde su exilio mexicano dicho pacto germano-soviético nada más producirse. Lo calificó sin ambages de alianza militar e imperialista en toda regla con división de tareas: Hitler conducía las operaciones militares y Stalin actuaba de comisario suyo; coronado por acuerdos de colaboración económica en beneficio de la agresión. Esto, según el exilado, no era más que reflejo de una política interna del Kremlin por mantenerse en el poder como la nueva aristocracia, de un odio al pueblo y de una manifiesta incapacidad para conducir una guerra. Al año siguiente, Trotski sería convenientemente asesinado de un golpe asestado en su cabeza con una piqueta por parte de un agente soviético del NKVD enviado a México.

El segundo pacto de amistad nazi-soviético de 28 de septiembre de 1939 (que incomprensiblemente apenas es mencionado por los historiadores) levantaba acta de defunción del Estado polaco y se manifestaban muy buenos propósitos de paz futura para la región, pero enmendaba el pacto del mes anterior en estos términos criminales no revelados:

Protocolo secreto 1: se daba vía libre para el forzoso movimiento migratorio de gentes que las autoridades decretasen, debiendo consultarse previamente en caso de tratarse de ucranianos o rusos de etnia blanca.

Protocolo secreto 2: se establecía un nuevo reparto secreto de Lituania y Polonia (esta vez más favorable para los alemanes que lo suscrito en el pacto anterior de agosto).

Protocolo secreto 3: se acordaba sojuzgar implacablemente por ambos lados la resistencia polaca.

Como lógica consecuencia de todo ello, la Unión Soviética llevó a cabo la ocupación de Ucrania y Bielorrusia occidentales (2 nov. 1939) e inició el ataque armado contra Finlandia (30 nov. 1939). Las potencias occidentales decidieron entonces expulsar (qué miedo) a la URSS de la Sociedad de Naciones el 14 de diciembre de 1939.

El 3 de febrero de 1940 Stalin, satisfecho con los acuerdos alcanzados, hizo un regalo especial a Hitler al entregarle varios centenares de comunistas alemanes. Por si quedaban dudas, se firmó el 11 de febrero de 1940 un amplio acuerdo comercial (que volvería a repetirse el 10 de enero de 1941) para reforzar sus lazos de amistad y cooperación entre ambos regímenes liberticidas, que estaban encantados de haberse conocido. Gracias al suministro ingente de petróleo, alimentos y materias primas vendidos por los soviéticos al III Reich (a cambio de máquinas-herramientas y armas) hizo posible que la Blitzkrieg nazi hacia el oeste se llevara a cabo de manera fulminante mediante la invasión de Dinamarca, Noruega, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y Francia (de abril a junio de 1940). Los comunistas internos de estos países, como verdaderos caballos de Troya sincronizados por la Komintern, abogaron por desertar de sus respectivos ejércitos y no oponerse al avance nazi para acabar con las degeneradas democracias occidentales (eso unía mucho).

Luego la URSS quiso puntual y simétricamente cobrarse: vino la ocupación pura y dura de Estonia, Letonia, Lituania (que se convirtieron finalmente en repúblicas socialistas y soviéticas) y la apropiación rusa de la Besarabia y el norte de Bukovina (todo ello en junio de 1940). Con estas operaciones la población de la Unión soviética aumentó, en menos de un año, en 23 millones de habitantes (así es la magia de la política).

Con este panorama desolador en Europa, parecía que la suerte estaba ya echada y que era una locura hacer frente a Hitler y a su cooperador necesario Stalin. Todas las naciones europeas se aprestaron a hacer componendas con uno u otro dictador o a declararse neutrales (Suecia o Irlanda). Todas salvo Gran Bretaña, que plantó cara a su agresor nazi. Churchill no pudo más que prometer sufrimiento a su población y ésta lo asumió conscientemente en vez de aceptar pactos de claudicación.

El 27 de septiembre de 1940 Alemania, Italia y Japón firmaron el pacto Tripartito frente a una posible intervención de los EE UU en la guerra. La Unión Soviética, ante los jugosos réditos que estaba sacando a los pactos con los nazis, quiso no perderse esta nueva colusión mafiosa de hombres de estado acerca del reparto del mundo a escala ya planetaria y tanteó su entrada en el mismo. Esta es la razón por la cual Molotov acudió en noviembre de 1940 a Berlín para reunirse con Hitler. Le mostró a las claras sus impúdicas pretensiones a cambio de su adhesión a dicho pacto a tres bandas: obtener el beneplácito para expandirse, por el mismo procedimiento ya conocido, hacia el Golfo Pérsico, los Estrechos turcos, Bulgaria y otras zonas de Finlandia.

Hitler declinó la oferta del recadero de Stalin. Además, estaba ya cerca el cambio de planes por parte del Führer, al ordenar su particular Wehrmacht sobre suelo ruso, que tendría lugar el 22 de junio de 1941 (Molotov, fiel cumplidor de los pactos nazi-soviéticos, al enterarse de la traición nazi le manifestó a Ribbentrop un escueto "no nos merecíamos esto"). Pero para entonces el astuto Stalin ya había firmado un pacto de no-agresión con Japón.

Los escasos pactos nipon-soviéticos

El único aliado con gran potencial militar que contó la Alemania nazi fue sin duda alguna Japón (las demás naciones fascistas europeas no fueron de mucha ayuda para los germanos). Por ello, fue una bendición que el régimen nazi, a pesar de las concomitancias políticas con los nipones, no lograra nunca planificar con ellos ataques coordinados. Parece como si Alemania y Japón hubiesen llevado a cabo guerras totalmente independientes entre sí dentro de la conflagración mundial.

Por el contrario, los dos acuerdos que logró firmar la URSS con los nipones durante la Segunda Guerra mundial, fueron decisivos para su mutua seguridad. Tras el famoso primer pacto nazi-soviético (Ribbentrop-Molotov) para definir zonas de influencia recíproca, justo el día antes de entrar las tropas de Stalin en la Polonia oriental, se firmó el 16 de septiembre de 1939 un armisticio con Japón del conflicto abierto por los territorios fronterizos entre la Manchuria japonesa y la URSS que le permitió a esta última embarcarse en la conquista compartida nazi-soviética de Polonia (y las posteriores de los países bálticos) sin peligro de que se le abriera un flanco por la retaguardia.

Año y medio más tarde, en un momento muy delicado para el equilibrio de fuerzas del momento, se rubricó el 13 de abril de 1941 un pacto de neutralidad entre la Unión Soviética y Japón. Con ello quedó abortada la posibilidad de hacer una pinza a la URSS desde dos frentes distintos cuando se hubo iniciado unos meses más tarde, en junio de 1941, la operación nazi denominada Barbarroja contra la Unión Soviética, y que hubiese supuesto una auténtica pesadilla para Stalin y sus generales.

Japón, para alivio de los soviéticos, resultó ser un estricto cumplidor de dicho pacto de no-agresión y, desde su firma, no inició la batalla en ningún momento contra la URSS durante todo el tiempo que duró la contienda mundial. Consecuentemente, la ofensiva militar nipona decidió expandirse decididamente por el sur de Asia (a costa de China, las colonias británicas, francesas, holandesas y los enclaves norteamericanos) y abstenerse de hacerlo por el Este del continente (a pesar de que sus posesiones en Manchuria y la isla Sajalin hacían frontera con la Unión soviética).

Era lógica esta decisión: Japón era una nación no sobrada de recursos que se invirtieron mayoritariamente en la marina y en la aviación ligada a ella. El ejército de tierra nipón, por el contrario, no se había modernizado convenientemente. Era un ejército que podía luchar en China (donde estaban la mayoría de sus efectivos) o contra los desprevenidos ingleses que nunca creyeron en la seriedad de la amenaza nipona, pero enfrentarse a la URSS era harina de otro costal. Ésta había aprendido bien la amarga lección de la guerra de 1905 y se había rearmado cuidadosamente, como demostró en la entonces reciente contienda fronteriza (mayo-sept. de 1939) contra Japón.

El ataque japonés del 7 de diciembre de 1941 contra la más importante base americana en el Pacífico, Pearl Harbor, en las islas Hawai, tomó totalmente por sorpresa a propios y extraños, incluido al propio Hitler (tal vez no tanto a los servicios de inteligencia angloamericanos). Esta agresión supuso la intervención directa de los EEUU en la Segunda Guerra mundial. También acarreó la declaración de guerra por parte de Alemania a los EEUU en virtud del pacto Tripartito firmado hacía más de un año con las otras potencias del Eje, esperando que, a la recíproca, Japón le declarara también la guerra a la Unión Soviética, cosa que no sucedió.

Con ello, el equilibrio de fuerzas se decantó definitivamente a favor de los Aliados. Por descontado, a Stalin tampoco se le pasó por la cabeza acudir en ayuda de los EEUU en el Pacífico, pese a encontrarse ya éstos en guerra abierta contra Japón.

De no haberse Hitler tal vez precipitado en declarar innecesariamente la guerra abierta a los EEUU seguramente hubiese discurrido de otra manera la historia, para desgracia de Europa occidental. El pueblo y el Congreso americanos estaban obsesionados por el Pacífico tras el "día de la infamia" sufrido en Pearl Harbor y reclamaban venganza sólo contra los japoneses. Roosevelt hubiera tenido dificultad para declarar abiertamente la guerra a Alemania a poco que Hitler hubiera condenado el ataque nipón pero, curiosamente, Hitler cumplió sus compromisos con Japón (a diferencia de éste con respecto a Alemania) y se embarcó en otra lucha irracional, esta vez contra los EEUU que, en principio, sólo entorpecía el espacio vital nipón.

Cambio de aliados soviéticos en mitad de la guerra

El acercamiento de los angloamericanos a la Unión Soviética se produjo ya muy avanzada la Guerra mundial en sendos pactos de mayo (alianza anglo-soviética) y junio (tratado americano-soviético) del año 1942 que suponían alianzas militares y envío de material bélico nada despreciables hacia la URSS. En octubre de 1943, con la conferencia de Moscú, se formalizaba la creación de la Gran Alianza (contra natura) de EE UU, Gran Bretaña y la URSS, que vino a refrendarse en las sucesivas conferencias internacionales a tres bandas en Teherán, Yalta y Potsdam.

Por su parte, De Gaulle, presidente del gobierno provisional de la República francesa, no quiso ser menos, y a finales de noviembre de 1944 viajó a Moscú para entrevistarse con Stalin. Fruto de dicho viaje fue el acuerdo del pacto de Amistad franco-soviético (que prorrogaba el anterior de 1935) y en donde De Gaulle reconocía oficialmente el Gobierno comunista polaco y daba su aquiescencia a las pretensiones del Zar rojo de llevar la frontera germano-polaca hasta la línea Oder- Niesse. Con este pacto, el "realista" De Gaulle tiraba por la borda su tradicional defensa francesa de la Polonia (libre) y daba la espalda al Gobierno polaco en Londres, compañero de vicisitudes en la contienda. Esto preludiaba el camino de la capitulación frente a Stalin que iba a ser oficializado en la Conferencia de Yalta.

Cuando Japón, en 1945, vio que el curso de los acontecimientos bélicos en nada le favorecía, hizo diversos tanteos de paz a través precisamente de la URSS (su antigua "aliada" en el pacto de no-agresión mutua) y de la neutral Suecia. Roosevelt, y después Truman, las rechazaron porque no implicaba la deseada rendición incondicional.

En la muy política Conferencia de Yalta (febrero 1945) se traicionó a Polonia, se acordó dejar a manos del totalitarismo soviético toda la Europa del Este (recordemos que, por orden de sus mandos, el impulsivo general Patton hubo de frenar su avance a tan sólo 80 kilómetros de Praga), se ningunearon los intereses chinos, se aceptó a Francia (antes colaboracionista con el régimen nazi) como potencia ocupante aliada a todos los efectos y se planificó la creación de la futura ONU como ente sucesor de la Sociedad de Naciones.

En Yalta, además, se atendieron solícitamente las peticiones de Stalin de intensificar el frente occidental contra el ejército nazi para aliviar el avance de sus tropas soviéticas. En contrapartida, se intentó vanamente que la Unión Soviética interviniese finalmente en el Pacífico contra Japón en ayuda de los EEUU, que estaban soportando el mayor peso en dicho frente. Stalin, que por nada del mundo quería mantener dos frentes simultáneos abiertos, dio largas a los Aliados y tan sólo acordó una muy vaga promesa de atacar Japón en el futuro.

Tras la derrota alemana y finalizada la Conferencia de Potsdam se produjo, bajo la presidencia de Truman, el lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Dos días más tarde, la Unión Soviética, como acto de fiel adhesión a los (otros) Aliados, declaró la guerra a Japón que le permitiría participar como "beligerante" en la próxima conferencia de paz. El resto es conocido: segunda bomba atómica sobre Nagasaki (9 de agosto) y capitulación definitiva de Japón el 2 de septiembre de 1945.

Stalin, sin apenas bajas en el frente oriental contra Japón (a diferencia del muy sangriento frente occidental), sacó también ventaja de la victoria aliada a costa de las posesiones niponas (la Mongolia exterior, el sur de la isla Sajalin y las islas Kuriles). Fue otra extensión más del dominio soviético por el mundo. Lo que no pudo conseguir Stalin en su intento de adhesión al pacto Tripartito de las potencias del Eje, lo consiguió sobradamente de los Aliados en las conferencias de Yalta, de Potsdam y en la capitulación posterior nipona.

Al final, menos mal que la URSS "salvó" a Europa del fascismo. Si no llega a ser por las (verdaderas) tropas Aliadas, el ejército liberador soviético hubiera llegado hasta el Atlántico y nos hubiera, de paso, salvado también del capitalismo y sus burguesas libertades.