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Recursos naturales y medio ambiente

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Traducido por Mariano Bas Uribe

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Parte A. Recursos naturales

3. Conservacionismo: Una crítica

Los argumentos precedentes implican que la doctrina del conservacionismo es incorrecta. El conservacionismo considera la oferta existente de recursos naturales económicamente utilizables como algo que da la naturaleza, en lugar de un producto de la inteligencia humana y de su corolario, la acumulación de capital. No ve que lo que proporciona la naturaleza es, a todos los efectos prácticos, una oferta infinita de materia y energía, que la inteligencia humana puede aprovechar progresivamente, en un proceso de creación de constante incremento en el suministro de recursos naturales económicamente utilizables. No ve que el suministro de recursos naturales económicamente utilizables se incrementa a medida que el hombre gana conocimiento del mundo y el universo y de acuerdo con ello mejora sus medios de producción, agrandando así progresivamente la parte de la naturaleza sobre la que tiene poder. No ve que mientras crece la parte de la naturaleza sobre la que el hombre tiene control y conocimiento, también lo hace la oferta de recursos naturales económicamente utilizables. En resumen, el conservacionismo no ve que el incremento en la oferta de recursos naturales económicamente utilizables es parte de exactamente el mismo proceso por el cual la capacidad de producir como tal y en general se incrementa.

Al no entender el papel de la inteligencia humana en la creación de recursos naturales económicamente utilizables y confundir la oferta actual con todos los recursos naturales presentes en la naturaleza, los conservacionistas creen ingenuamente que cada acto de producción que consuma recursos naturales es un acto de empobrecimiento, que agota un supuestamente precioso e irremplazable tesoro de la naturaleza. A partir de esta base, concluye que la búsqueda del beneficio propio por los individuos bajo la libertad económica lleva al consumo gratuito de una irremplazable herencia natural de la humanidad, sin consideración por las necesidades de las futuras generaciones.

Una vez que se ha concluido la existencia de este problema completamente imaginario, producto nada más de que su propia ignorancia acerca del proceso productivo, los conservacionistas indican a continuación que lo que se necesita para resolver este supuesto problema es una intervención gubernamental dirigida a “conservar” los recursos naturales mediante la restricción o la prohibición de distintas formas de aprovechamiento humano de los mismos.

Irónicamente, la consecuencia de todas estas restricciones y prohibiciones es el despilfarro—despilfarro del único factor de producción verdaderamente escaso, esto es, el trabajo humano. Son nuestro trabajo y nuestro tiempo los que son fundamentalmente escasos, no el terreno o los recursos naturales. En buena medida, necesitamos economizar en terreno y recursos naturales en tanto que hacerlo represente un ahorro en nuestro trabajo o tiempo. Tenemos que preocuparnos por esos terrenos y depósitos minerales cuya existencia nos ahorra trabajo en comparación con tener que producir utilizando terrenos o depósitos inferiores. Por ejemplo, valoramos las tierras de cultivo del Medio Oeste y un pozo de petróleo, porque su existencia nos ahorra trabajo para producir alimento y petróleo. Sin esa tierra de cultivo del Medio Oeste, tendríamos que producir más en terrenos menos productivos en la Costa Este o cultivar otros terrenos en el Medio Oeste más intensivamente y así generar menos productividad laboral. De forma similar, sin ese pozo petrolífero, tendríamos que recurrir a métodos más intensivos y menos eficientes de extraer petróleo de otros pozos o quizá poner en producción fuentes de petróleo menos productivas, como arenas bituminosas o depósitos sedimentarios. En ambos casos, el efecto sería que costaría más trabajo producir la misma cantidad de bienes. La existencia de terreno en el Medio Oeste o del pozo de petróleo nos ahorra ese trabajo y por eso valoramos ambos.

A veces, es cierto, hay sitios concretos que son únicos respecto de qué nos permiten producir. Su producto no puede replicarse exactamente en cualquier otro sitio utilizando una mayor cantidad de trabajo. Por ejemplo, las propiedades inmobiliarias en el Bajo Manhattan, criaderos de esturión que producen caviar selecto, viñas que producen uva, y por tanto vino, de sabor único. En otro tiempo, ningún aumento en el trabajo podía ofrecer más de un bien—por ejemplo, productos agrícolas entre cosechas. En casos de este tipo, podemos hablar de un problema de conservación aparte del ahorro de trabajo.

Pero aun en estos casos, el conservacionismo se equivoca completamente al pensar que se necesita algún tipo de acción política para evitar el mal uso de los bienes en cuestión. Porque el precio de mercado de esos bienes los preserva para usos más importantes y limita su índice de consumo de acuerdo con su limitada oferta disponible. El precio libre de mercado de las propiedades inmobiliarias normalmente asegura que se dedican a sus usos más importantes. El precio libre de mercado de cada producto agrícola actúa para mantener un adecuado suministro del mismo hasta que llegue la siguiente cosecha. Exactamente de la misma forma, el precio libre de mercado de minerales actúa para limitar su índice de consumo mientras se descubren nuevos depósitos o métodos mejorados de extracción, hasta donde sea necesario. En estos casos, la perspectiva de precios más altos en el futuro actúa para subir los precios de inmediato, subida que limita automáticamente los índices de consumo.[1] No se necesita ninguna limitación gubernamental al índice de consumo. Toda la limitación que se necesita la efectúa el precio libre de mercado, que hace todo debido a que tiene en cuenta las necesidades del futuro. Cualquier limitación al índice de consumo por encima o por debajo de lo marcado por el precio libre de mercado sólo sirve para sacrificar innecesariamente el presente o el futuro, que no requieren ese sacrificio, y por tanto hacen que el trabajo humano sea menos productivo.

La errónea filosofía del conservacionismo desempeña hoy día un papel fundamental en la oposición a la energía nuclear, la minería del carbón y la apertura de nuevos vertederos. También justifica las muchas propuestas de “reciclaje” e incluso el límite de velocidad a cincuenta y cinco millas por hora.

Por ejemplo, se alega que la basura radiactiva que generan las plantas atómicas constituye un grave problema porque los depósitos en que se guarda este material permanecerán radiactivos y por tanto inutilizables por decenas de miles de años. Asimismo se alega que la minería superficial de carbón no debe llevarse a cabo porque una vez que se extrae el carbón el terreno no queda utilizable para su cultivo o aprovechamiento ganadero, salvo que, con un alto coste, se restaure la capa de tierra.

Quienes apoyan estos argumentos simplemente no tienen en cuenta que no necesitamos hasta el último pedazo de tierra que poseemos. En Estados Unidos tenemos cientos de miles de millas cuadradas de tierra—desiertos y montañas, por ejemplo—que, en lo que se refiere a su contribución a la vida y el bienestar humano, podrían igualmente estar cubiertas por el mar. La importancia o utilidad marginal de esos terrenos es sencillamente cero. Incluso si parte de ellos se perdieran para su uso para siempre, no supondrían ninguna diferencia para la vida y el bienestar humano. Al insistir en la sacralidad de cada milla cuadrada de tierra, nos ponemos nosotros mismos en una posición de cierta avaricia irracional—no una avaricia de dinero, sino, si se puede imaginar, una avaricia de agua en un país lleno de lagos, ríos y arroyos. Es como si fuéramos un granjero que necesita, digamos, mil galones de agua cada día para todas sus necesidades, tiene diez mil galones diarios disponibles y aún así no puede dormir por la pérdida de un tazón de agua.

Dejando aparte los 3 millones y medio de millas cuadradas del territorio de los Estados Unidos, incluso si los depósitos de basura radiactiva y las minas de carbón de superficie destruyeran totalmente y para siempre la utilización de unos pocos cientos o incluso miles de millas cuadradas para otros propósitos, eso no nos supondría pérdida alguna. Incluso si parte del terreno a utilizar para estos fines tiene actualmente otros usos, como tierras de cultivo o ranchos, estos usos se abandonarían sólo porque el terreno tiene un valor superior como depósito o mina. Y su pérdida como cultivo o rancho se compensaría sobradamente utilizando otro terreno actualmente sin uso en producción o produciendo más intensivamente en otro terreno. El efecto neto sería simplemente que podemos tener parte de la energía adicional que necesitamos urgentemente.

Para concretar esto y hacerlo lo más claro posible, supongamos que una compañía minera de carbón quiere comprar un terreno en Wyoming en lo que hoy es actualmente un rancho de ganado. Desea pagar un precio que es muy superior del que corresponde a las ganancias que pueda obtener de la ganadería el propietario actual. Puede que ni la compañía minera, ni el ranchero, ni gran mayoría de la gente se den cuenta, pero esa oferta superior refleja el hecho de que ese terreno se necesita más urgentemente para extraer carbón que para emplearlo en ganadería. Los compradores de carbón desean gastar más en el precio del carbón como empleo de este terreno que lo que los compradores de productos ganaderos desean gastar en él en el precio de estos productos. Es por esto que es más importante para la compañía minera que para el ranchero. Incluso aunque el terreno se pierda para siempre como rancho o cualquier otro uso posterior, el hecho es que podemos obtener carbón y energía que se necesitan urgentemente, mientras que el ganado que se mantenía hasta ahora puede alimentarse en otro lugar. Más aún, por la mayor disponibilidad y por tanto, menor precio de la energía que resultaría de permitir el completo desarrollo de las fuentes de energía, es casi seguro que pronto el ganado podrá criarse a un costo menor en otro terreno de lo que podría hacerse si continúa en el terreno carbonífero.

Por supuesto, los mismos principios son de aplicación a los depósitos nucleares. No hay que decir que, en una sociedad capitalista, el propietario de un depósito de este tipo no podría exponer la propiedad de sus vecinos a dosis dañinas de radiación. Tendría que tener un lugar suficientemente grande para asegurarse de que los niveles de radiación en su perímetro se encuentran holgadamente dentro de la zona de seguridad. (Tampoco hay que decir que los vecinos del propietario, no digamos la gente que vive en el otro extremo del país, no tiene derecho a preservar ninguna de las cualidades estéticas especiales de un terreno determinado. Incluso si fuera verdad que, por ejemplo, la minería de superficie deje el terreno terriblemente feo, en lugar de aceptar su propio tipo de grandeza, nadie podría afirmar legítimamente que por ello se le deniega el uso y disfrute de su propiedad o que tiene derecho a interferir).[2]

Por supuesto, es probable que en el futuro la tecnología encuentre formas de eliminar la radiactividad y restaurar el terreno con un coste muy inferior al posible hoy día. Lo haga o no, de todas formas, es irrelevante. Puesto que nada importante depende de disponer del terreno en cuestión.

Tal como están las cosas, este tipo de ideas erróneas sobre el desperdicio de tierras que acabamos de exponer nos amenaza con un enorme desperdicio de nuestro trabajo. Y esto porque la única alternativa que puede ofrecerse a los combustibles fabricados por el hombre, como la energía atómica y el carbón son las minúsculas cantidades que pueden aportar los músculos humanos. Por tanto, si evitamos el desarrollo de esos combustibles, a la vez se pone en riesgo nuestra capacidad de producción.

Como ya se ha indicado, una posterior consecuencia de la mentalidad conservacionista ha sido una acusada reducción en el número de permisos gubernamentales emitidos para abrir vertederos para tirar la basura.[3] La razón de los conservacionistas es que el uso de terrenos para este propósito es un “desperdicio” de tierra. El efecto ha sido que mientras los vertederos existentes se acercan a su límite de capacidad prevista, ha empezado a desarrollarse una escasez de espacio para deshacerse de la basura. En respuesta a esta escasez, se denuncia a los ciudadanos por llevar estilo de vida derrochador, lo que supuestamente genera una cantidad excesiva de basura, y como parte de la solución se urge a los padres a sacrificar tanto su comodidad como incluso el confort y la salud de sus hijos evitando el uso de pañales desechables y volviendo al cambio de pañales. Además se anima a los propietarios e inquilinos de viviendas a convertir parte de su espacio de alojamiento en pequeños centros de reciclaje, separando allí cuidadosamente periódicos, latas de metal y objetos de vidrio de la basura convencional, para facilitar una cómoda recolección y reciclado de los mismos.

A medida que se ha ido produciendo la escasez de espacio en los vertederos, la prensa ha ignorado interesadamente cosas como las restricciones gubernamentales a la apertura de nuevos vertederos, lo que ha llevado al público a pensar que el problema es de una falta real de espacio para tirar la basura. También se ignora el hecho de que el americano medio, con su estilo de vida moderno y próspero en realidad genera sustancialmente menos basura hoy que en el pasado y menos que el mexicano contemporáneo medio, con su estilo de vida mucho menos avanzado y más pobre.[4] Este es el resultado de hechos como que en la sociedad moderna las mil doscientas libras o más de cenizas de carbón que una familia americana medía solía generar ya no se generan, gracias al uso de la electricidad, el gas natural y las parafinas para calentar los hogares; gracias a cosas como el enlatado, la congelación y los envases modernos de carne, una familia media tampoco genera tanta basura en forma de restos animales o vegetales, como plumas de pollo, raspas de pescado o peladuras de patata. Y de la basura generada, resulta que la parte correspondiente a pañales desechables es del orden de un mero 1 por ciento, mientras que los envases de comida rápida (otro objetivo prioritario de los conservacionistas y “medioambientalistas” de hoy en día) es de cerca de una décima de un 1 por ciento y todos los plásticos combinados (otro objetivo prioritario) constituyen menos del 5 por ciento.[5]

Esta confusión acerca de la basura está presente en buena parte de las preocupaciones expresadas acerca de la necesidad de “reciclar”. Resulta que cuando es posible para un puñado de trabajadores remover y procesar toneladas enteras de mineral utilizando gigantescas palas mecánicas y otras máquinas similares, y por tanto producir cosas como latas y botellas de forma fácil y barata, tiene poco sentido para el ciudadano medio gastar su tiempo hurgando en su basura para encontrar una pocas latas y botellas, para llevarlas a su “centro de reciclaje” más cercano o ponerlas aparte para que las recoja un camión de la basura especial. No es el tirar las latas o botellas lo que es un desperdicio, sino gastar su tiempo en recogerlas y enviarlas o que la compañía de basuras tenga que recogerlas por separado. Porque seguramente tendrá cosas mejores que hacer con ese tiempo y la compañía de basuras no debería afrontar el gasto innecesario de tener un segundo camión y empleados para recoger cosas de valor insignificante.

Por supuesto, no todo reciclaje es un desperdicio. Depende de si está o no indicado por la relación entre el precio de mercado del material reciclado y el coste de reciclarlo. Si el precio de mercado del material reciclado es suficientemente alto como para compensar el trabajo que supone y un nivel de beneficio competitivo para el capital a invertir, entonces el material a reciclar es suficientemente importante para justificar el reciclaje. Por ejemplo, el precio del oro y la plata es suficientemente alto para hacer que merezca la pena a los dentistas recuperar los restos de los empastes, que en otro caso simplemente se irían por el desagüe. Por el contrario, normalmente no compensaría a la gente guardar sus latas de acero o aluminio, porque la productividad del trabajo de extracción y procesado de nuevas menas de hierro y aluminio es tan alta, y el precio de las latas de estos materiales consecuentemente tan bajo, que hacen sus esfuerzos en este aspecto altamente ineficientes e innecesarios.

En relación con esto, debe tenerse en cuenta que no hay “desperdicio” alguno ni actividad antieconómica en el hecho de que usemos tantas latas o envoltorios de papel. Como se apuntaba unos párrafos más arriba, en realidad sirven para reducir considerablemente el volumen de los tipos de basura más molestos.[6] Más aún, como siempre he escrito, si consideramos el poco trabajo que nos cuesta—en términos del tiempo que necesitamos para ganar el dinero que gastamos para ello—tener cosas que nos llegan limpias, frescas y nuevas, en nuevos contenedores y envoltorios y cuáles son las alternativas para gastar ese dinero o tiempo, está claro que el gasto merece la pena.[7]

Consideremos las alternativas: podríamos envolver nuestros alimentos y otros bienes en periódicos viejos y ponerlos en botellas, bolsas o cajas que llevaríamos con nosotros siempre que fuéramos de compras o tendríamos que hacer un viaje especial para ir y recogerlas siempre que encontremos inesperadamente algo que queríamos comprar. Podríamos entonces usar el dinero ahorrado de ese forma en comprar unas cuantas cosas más. Podemos pensar que podríamos usar el dinero ahorrado en trabajar unos pocos minutos menos cada día en nuestros trabajos y ganar por tanto algo menos. Pero estas alternativas serían sencillamente extravagantes, porque ni unos pocos bienes extra ni el trabajar unos minutos menos en nuestro trabajo nos compensaría por la pérdida de limpieza, comodidad, satisfacción estética y también el tiempo ahorrado en comprar que nos ofrece el empaquetado actual.

Por supuesto, la gente es libre de adoptar un estilo de vida personal similar al de un mendigo si así lo desean. Pueden ir por ahí como las antiguas abuelas rusas en Moscú, constantemente con una bolsa de compra y un tarro de arenques, si eso es lo que quieren. Pueden buscar en los cubos de basura mientras suponen vivir en una nave espacial—la “nave espacial Tierra”, la llaman—en lugar de en el país más rico del planeta Tierra. Pero no hay ni una sola razón sensata por la que alguien quiera o necesite vivir de esa manera, y menos en la América moderna. Sobre todo, no debería obligarse legalmente a nadie a aceptar esos valores tan peculiares.

No es sorprendente que la intención de forzar a la gente a aceptar esos valores irracionales haya empezado a generar lo que deben describirse como medidas de interferencia totalitaria en sus vidas. Donde el reciclaje es obligatorio, como en la ciudad de Nueva York, hay ya policía de basuras, cuyo trabajo es husmear en la basura de la gente para asegurarse de que cumplen con los requisitos de reciclaje. Ese tipo de coerción y espionaje resulta inevitable cuando se obliga a la gente a hacer algo sin sentido y que por tanto no harían voluntariamente. Puede esperarse que a los niños en edad escolar adoctrinados en el ecologismo se les aliente a denunciar a vecinos e incluso a sus propios padres ante la policía de basuras.

El límite de velocidad a cincuenta y cinco millas por hora también se inspira en el conservacionismo. Se supone que evita el despilfarro de petróleo. Como medida conservacionista, el límite de velocidad se convierte en algo despilfarrador por la misma razón que lo son las medidas de reciclaje obligatorio. Esto es, en un esfuerzo equivocado por ahorrar petróleo, despilfarra trabajo, equipos y tiempo, cuya pérdida es más importante que el petróleo ahorrado.

La prueba de todo este despilfarro es que todos los camioneros y la mayor parte de los propietarios de automóviles saben que circulando a cincuenta y cinco millas por hora, en lugar de, digamos, a setenta millas por hora, pueden reducir el combustible consumido y así reducir gastos. Sin embargo, no eligen voluntariamente circular a una velocidad menor. La razón por la que los camioneros no lo hacen es que el valor del combustible ahorrado es menor que los costes adicionales que deben pagar, ya que tienen que gastar más horas conduciendo a una velocidad menor para transportar la misma cantidad de carga a la misma distancia; además, se pueden necesitar más camiones para transportar la misma cantidad de carga en el mismo periodo de tiempo. Los propietarios de automóviles no conducen voluntariamente a menor velocidad porque la importancia que dan al dinero que pueden ahorrar al hacerlo es menor que la que dan al tiempo que ahorran circulando más aprisa.

La comparación del dinero ahorrado con el dinero perdido o de la importancia del dinero ahorrado con la importancia del tiempo perdido es el único criterio racional de despilfarro, porque sopesa todos los factores relevantes afectados (tanto el trabajo del camionero como el combustible), no sólo un factor aislado. Más aún, si recordamos que siempre puede producirse más petróleo si es necesario, detrayendo trabajo de otras partes, no resultará sorprendente que el uso de este criterio nos lleve a que los bienes se produzcan con la menor cantidad de trabajo global o con el trabajo de menor valor.

Por ejemplo, el hecho de que el combustible que el camionero puede ahorrar conduciendo más lento sea menos valorado que el trabajo extra del conductor del camión que se necesita a velocidades menores es un indicador de que el trabajo necesario para producir el combustible adicional es menor que el necesario para ahorrar combustible circulando más lentamente. Por ejemplo, ahorrar el equivalente a cinco dólares de combustible teniendo que pagar diez dólares más en salarios a conductores de camiones es una indicación de que se requiere al menos el doble de trabajo para hacer posible el ahorro de combustible de lo que se requiere para producir una cantidad equivalente de combustible. De hecho, puesto que los salarios pagados en la producción de combustible equivalente a cinco dólares son menores que cinco dólares, el ahorro de trabajo a través del uso del combustible en cuestión es aún mayor. El hecho de que una cantidad determinada de combustible puede estar disponible con menos trabajo si producimos más combustible que si consumimos menos significa que el que el conservacionismo nos fuerce a consumir menos combustible simplemente nos hace desperdiciar nuestro trabajo.[8]

Curiosamente, en décadas anteriores, ideas erróneas acerca del despilfarro llevaron a reclamar un desarrollo de los recursos naturales patrocinado por el Gobierno, sobre todo proyectos de regadío y control de riadas. En ese momento, se asumía ingenuamente que el mero hecho de que si un terreno podía usarse productivamente, esto quería decir que debería usarse productivamente; en caso contrario, se sostenía, el terreno se estaba “desperdiciando”. No se entendía que desde el punto de vista de la escasez fundamental del trabajo, sencillamente no es posible utilizar todo el terreno que es potencialmente utilizable. No se veía que el efecto de obligar a desarrollar terreno que el mercado juzgaba ser submarginal es causar despilfarro de trabajo y capital—esto es, retirar trabajo y capital de terrenos mejores y más productivos o de la producción de otros bienes que se desean más urgentemente. Desde esa ignorancia, el Gobierno de EEUU bajo el New Deal despilfarró miles de millones de dólares en proyectos de este tipo como la Autoridad del Valle de Tennessee (Tennessee Valley Authority).

El conservacionismo ha difundido la tan popular idea errónea, ahora adoptada por el movimiento ecologista, de que la libertad individual para buscar el propio interés es culpable de fenómenos tales como la deforestación insensata y la extinción gratuita de especies. La incorrecta y antieconómica deforestación practicada en varios zonas de los Estados Unidos a finales del siglo diecinueve y principios del veinte y la casi desaparición del bisonte, que antes pastaba en enormes manadas en la Grandes Llanuras de los Estados Unidos, se presentan como principales ejemplos.

Estos ejemplos no prueban lo que los conservacionistas creen que prueban. No fue la búsqueda del interés propio bajo la libertad la responsable de esa deforestación, sino la violación gubernamental de la libertad individual para establecer la propiedad privada. A partir de la segunda mitad del siglo diecinueve, el Gobierno de EEUU ha reclamado la propiedad de la mayor parte de los territorios de los estados del Oeste, incluyendo, por supuesto, bosques y depósitos minerales, y ha rechazado que ese territorio se convierta en propiedad privada.

Por el contrario, cuando los bosques son de propiedad privada, el propio interés normalmente no lleva a sus propietarios a cortarlos sin preocuparse por replantarlos, que es de lo que se acusaba a las compañías madereras a finales de siglo diecinueve e inicios del veinte. De hecho, un propietario que se preocupa por su propio interés normalmente no corta árboles sin preocuparse por replantar, igual que si cortara trigo o maíz sin preocuparse por replantar. Simplemente, los árboles se cosechan a más largo plazo que el trigo o el maíz. Se cultivan comercialmente donde el terreno es propiedad privada y el precio esperado de los árboles cubre los costos de plantación más una cantidad que ofrezca una tasa de retorno razonable durante el tiempo que tardan en crecer.

Por el contrario, el hecho de que los bosques occidentales de los Estados Unidos sean propiedad del Gobierno significa que las compañías madereras que los trabajan no pueden estar seguros de recibir los beneficios de la replantación. En consecuencia, no tienen incentivo para afrontar los problemas y costes de replantación. Si el Gobierno fuera propietario del terreno de cultivo y privara a los agricultores de la perspectiva de quedarse con la próxima cosecha de trigo o maíz, tampoco existiría incentivo para replantar estas especies. La solución obvia era hacer las zonas boscosas propiedad privada. Los propietarios privados, sean compañías madereras u otros, hubieran tenido el incentivo para replantar.

La casi exterminación del bisonte fue consecuencia del hecho de que su valor para el hombre simplemente no era suficientemente grande para justificar el gasto en trabajo para preservarlos. El bisonte sin duda podría haber sido criado comercialmente, en ranchos, igual que el resto del ganado. Pero nadie encontró rentable hacerlo, porque los consumidores sencillamente no permitían que la carne y pieles de bisonte tuvieran un precio suficientemente alto para cubrir los costes de esas operaciones. Preferían en su lugar la carne y pieles de vaca. Los bisontes eran valiosos para el hombre sólo mientras fueran libres para ocupar las praderas.

A la vista de estos hechos, la casi exterminación no fue un acto de destrucción gratuita, sino perfectamente razonable. Una alternativa hubiera sido obligar a domesticar bisontes e incluso forzar el consumo público para que éste prefiriera carne y pieles de bisonte a los de vaca. O si no cerrar la Grandes Llanuras, o una gran parte de ellas, a los colonos, con el fin de mantener  su estado natural en favor del bisonte. En cualquier caso, la preservación del bisonte como especie significativa hubiera llevado a un enorme despilfarro: despilfarro de tierras rancheras, trabajo y capital en mantener manadas de bisontes en lugar de manadas de ganado o el desperdicio de la totalidad de las Grandes Llanuras o una enorme porción de las mismas al ser cerradas completamente a su desarrollo. En todo caso, habría sido una enorme pérdida en términos de capacidad de la Grandes Llanuras para contribuir a la vida y el bienestar humano.


[1] Para un desarrollo de estas proposiciones, ver George Reisman, Capitalism, páginas 191-192 y 206-209.

[2] Por supuesto, si la propiedad en cuestiones realmente de un belleza excepcional, tendría un valor económico superior como atracción turística que como explotación minera. Todo lo que haría falta para asegurar su uso sería que fuera propiedad privada. De esta forma, todos los posibles usos que compiten serían libres de expresarse mediante ofertas al propietario que a su vez compiten entre sí, y la más valorada por los consumidores superaría, en libertad, a las menos valoradas.

[3] Cf. Llewellyn H. Rockwell, “Government Garbage”, Free Market 8, nº 2 (Febrero 1990), páginas 2 y 8. Ver también Peter Passell, “The Garbage Problem: It May Be Politics Not Nature”, New York Times, 26 de febrero de 1991, páginas B5 y B7.

[4] Rockwell, “Government Garbage”.
[5] Ibíd.

[6] Por supuesto, los conservacionistas y ecologistas de hoy prefieren los residuos “biodegradables”, como materia animal y vegetal en descomposición, que se pudren y huelen mal. Los prefieren a la materia inerte, como el aluminio y el poliestireno, que mantienen su apariencia original por un largo periodo de tiempo indefinido. La razón de su preferencia parece ser que tienen reparos a la existencia de una evidencia permanente de la tecnología moderna y, por tanto, del consumo masivo.

[7] La última frase de este párrafo y los dos siguientes se han tomado, con unos pocos cambios, de The Government Against the Economy, páginas 19-20.

[8] Por supuesto, la objeción esencial a una política conservacionista no es estrictamente que nos obliga a realizar más trabajo, aunque esto sea casi siempre verdad, sino que nos obliga a gastar medios de producción de valor superior para lograr un ahorro de valor inferior. Hay casos en que debemos gastar dos o más horas de trabajo de mal remunerado para ahorrar una hora o menos de trabajo bien remunerado o muchas horas de trabajo para ahorrar una cantidad de material extremadamente valioso. La comparativa de precios de mercado afectados determina cuál será la acción apropiada. Ver George Reisman, Capitalism, páginas 206-209 y 212, para una explicación más detallada de este principio.