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Ecologismo y antiglobalización

Por y

Introducción

A través de la Historia pueden rastrearse muchos episodios de enajenación colectiva, más o menos duraderos y más o menos intensos, provocados casi siempre por la facilidad verbal, el magnetismo personal y la hiperactividad que determinados individuos (por lo general, aquejados de alguna tara psicológica) despliegan para aprovecharse de la ignorancia de la gente y halagar los malos instintos y las bajas pasiones comunes a todos los seres humanos. El esquema "teórico" de estos charlatanes ha sido siempre el mismo: para lograr el paraíso aquí en la Tierra (o para evitar catástrofes inminentes) es necesario limitar y controlar la libertad individual ateniéndose a un "código ético" que la razón no puede cuestionar, emanado directa o indirectamente de la mente de un "pensador único y genial" o de un mito pseudoreligioso o pseudocientífico.

El último de estos grandes mitos se derrumbó en 1989 con la caída del muro de Berlín. El gran reclamo del comunismo era que el único obstáculo que se oponía a la abundancia ilimitada en el seno de un paraíso terrenal era el modo de producción capitalista, que fomentaba la más grosera codicia provocando la explotación que una determinada clase social, los propietarios de los medios de producción, ejercían sobre los desposeídos. Bastaba "expropiar a los expropiadores" y crear un "hombre nuevo" libre de codicia y de individualismo, para liberar las compuertas de la abundancia y de la felicidad sin apenas esfuerzo.

Es probable que los historiadores de los siglos venideros se asombren de que una simpleza de tal calibre haya podido intoxicar las mentes de tantos millones de personas (y no precisamente de las más incultas) durante tanto tiempo y que haya provocado tantos millones de muertos. Quizá lo que dio más fuerza a la reformulación que Marx hizo del viejo mito de la edad dorada -donde no había propiedad privada y el hombre vivía en armonía con sus semejantes y con la naturaleza- fue la pretensión "científica" del socialismo, que en teoría hacía posible trasladar los métodos ingenieriles que se aplicaban a la producción de bienes, a la "mejora" del orden social (entendida como una vuelta a las condiciones del Paraíso).

Los trabajos de Menger, Böhm-Bawerk, Mises, Hayek, Friedman, Rand y tantos otros, apenas fueron pequeños islotes rodeados de la marea irracional que se apoderó del mundo en el siglo XX. Jamás se cansaron de repetir lo evidente: sólo el capitalismo, el mercado y la libertad individual permitiría aproximarse a esa meta de abundancia universal. Cualquier otro sistema "alternativo" traería como resultado el empobrecimiento o la muerte de millones de personas. Sólo se les hizo caso (parcialmente) en Europa, en EEUU y en algunas partes de Asia, precisamente las áreas del planeta que más se parecen al "paraíso terrenal" soñado por los colectivistas, sobre todo si se compara con los lugares donde sus doctrinas fueron aplicadas al pie de la letra.

Pero, a pesar de las atrocidades cometidas por los regímenes comunistas y de los bajísimos niveles de vida que tenían que soportar quienes los padecían, sólo el derrumbe económico y político definitivo, en 1989, convenció a la mayoría de la gente de que el comunismo era inviable, y mantuvo durante unos años a sus intelectuales y propagandistas orgánicos fuera de la escena, en el descrédito, descoordinados y desesperanzados.

Muchos de los que habían dedicado su vida y sus obras a la destrucción del capitalismo se negaban a aceptar la derrota, que suponía el fin de su modus vivendi. Y pronto encontraron otra trinchera en la que refugiarse. Barry Commoner, el primer candidato del Partido Verde norteamericano a la presidencia de EEUU y uno de los líderes del movimiento antiglobalización en ese país, ilustra admirablemente bien la justificación de este "reciclaje":

Marx creía que conforme progresaba acumulación de capital, el volumen de sus elementos físicos (maquinaria productiva) -que está relacionado con lo que él llamó la "composición orgánica del capital"- se incrementaría. Este es el denominador de la ecuación del beneficio, y Marx creía que a medida que este denominador creciera, la tasa de beneficio descendería. Para contrarrestar esta tendencia, los capitalistas tendrían que incrementar sus invasiones en la cuota de producción que corresponde a los trabajadores. La clase trabajadora se empobrecería progresivamente, y el creciente conflicto entre capitalistas y trabajadores pondría las bases para un cambio revolucionario. Esta es el resultado político del análisis marxista...

Curiosamente, una explicación de por qué las predicciones de Marx no se han materializado -hasta ahora- surge de una mejor comprensión de los procesos económicos posibilitada por el reciente interés por el medio ambiente....Puesto que nadie paga por contaminar, no hay nada que evite la contaminación. Y, como muy bien sabemos hoy, el coste lo soporta el conjunto de la sociedad. Como señalé en The Closing Circle, "Una compañía mercantil que contamina el medio ambiente está recibiendo un subsidio de la sociedad; por lo que a ello respecta, la empresa, aunque libre, no es totalmente privada". También destaqué que este sistema conduce a "...un efecto colchón sobre la ‘deuda contraída con la naturaleza’, representada por la degradación del medio ambiente que ocasiona el conflicto entre el empresario y el asalariado, la cual, al estar alcanzando hoy sus límites, puede hacer aflorar el conflicto con toda su fuerza....En este sentido, la aparición de un colapso en el ecosistema puede considerarse, también, como la señal de una crisis emergente en el sistema económico".
Por tanto, de acuerdo con Commoner y compañía, Marx tendría razón después de todo. Los capitalistas estarían arrebatando a los "desheredados" (y sobre-explotando) los escasos y limitados recursos de la Tierra. Así, según los ecologistas los recursos ya estarían próximos al agotamiento. Además, la supuesta mejora de las condiciones de vida de las masas no sería más que un engaño. La globalización nos estaría empobreciendo en realidad como "demuestra" la "crisis del medioambiente". "Todo el mundo sabe" que el "aire cada vez es más irrespirable, la capa de ozono se está destruyendo, cada vez se genera más cantidad de basura, etc, etc".

La solución a todos los problemas sería desde luego, según su planteamiento, adoptar un sistema social en el que se produzcan muchos menos bienes y servicios. Pues en su cosmovisión un individuo o un grupo sólo puede mejorar su situación a expensas de otro individuo o de otros grupos.

Otra ilustración de las simpatías de los verdes por el comunismo la proporciona el Sierra Club, eminente organización ecologista que influyó significativamente en la paralización de la construcción de nuevas centrales eléctricas en California. En una colección de ensayos publicada por esta organización hace unos años, dedicada "al pueblo de El Salvador" y presentada por Jesse Jackson, podían verse títulos como "Compartir la riqueza" o "Cooperativas: una alternativa a la empresa privada". El editor de la publicación resumía la esencia del libro con la siguiente frase: "El sistema político y económico que destruye la Tierra es el mismo sistema que explota a los trabajadores...".

Es probable que muchos de los que apoyan este nuevo tipo de enajenación colectiva crean sinceramente que la vida en la Tierra sería mucho mejor si se adoptaran las propuestas de los grupos ecologistas: energías "alternativas", no-utilización de combustibles fósiles, crecimiento cero, desindustrialización, etc. con el objeto de evitar un desastre ecológico a gran escala y el agotamiento de los recursos naturales. Es precisamente a estas personas de buena voluntad a quienes hay que tratar de convencer de que sólo el capitalismo (o la globalización, como ellos lo llaman) puede garantizar un estándar de vida digno, y que el precio a pagar no es precisamente la destrucción del medio ambiente ni el agotamiento de los recursos naturales, antes al contrario; si se deja actuar al mercado, el medio ambiente será cada vez menos hostil y más habitable para el hombre.

Sin embargo, en cuanto a quienes consideran la Tierra -al modo de los cultos prehistóricos- como la diosa suprema dotada de alma y voluntad, y en consecuencia ven al hombre como su peor enemigo, que la "esclaviza" y "degrada", no hay más remedio que denunciar abiertamente sus extravagancias y sus mal disimulados anhelos criminales para con el género humano.

El mito del agotamiento de los recursos naturales

Uno de los argumentos que más parece convencer a la opinión pública mundial, y que tanto dio que hablar en los años 70, es el del agotamiento de los recursos naturales. Se parte de la base de que, en la Tierra, existen cantidades limitadas de petróleo, carbón, hierro, cobre, aluminio, etc.; y que las reservas de estas materias primas son ya conocidas y, en su mayor parte, ya están explotadas. Por tanto, procedería su racionamiento a cargo de alguna instancia supranacional (la ONU, por ejemplo), o incluso severos controles de natalidad, como proponía el biólogo Paul Ehrlich en los 70; ya que el ritmo de consumo actual agotaría muchos de ellos en el lapso de apenas dos generaciones.

Sin embargo, hay algo que jamás nos han aclarado los ecologistas: ¿qué entienden ellos exactamente por "recurso natural"?

Carl Menger, en sus Principios de Economía Política, señaló qué requisitos debe cumplir una cosa para convertirse en un bien económico:
  • Ser susceptible de satisfacer una necesidad humana.
  • El conocimiento de que existe una relación causal entre esa cosa y la satisfacción de esa necesidad.
  • Capacidad del ser humano para emplear esa cosa en la satisfacción de sus necesidades.
Este último de los requisitos quiere decir tanto como tener el control físico y la capacidad material y técnica para poner la cosa mediante una o sucesivas transformaciones en las condiciones requeridas para que satisfaga nuestras necesidades. Es necesario tener esta idea siempre presente en cualquier reflexión que pretendamos hacer respecto de la cuestión que nos ocupa.

Es decir, por un lado están las necesidades humanas, y por otro, cosas que pueden satisfacerlas. Pero es el hombre quien debe descubrir la forma de poner esas cosas -que siempre han estado ahí a su disposición y al alcance de su mano- a su servicio.

Por ejemplo, el hierro y el cobre siempre han estado presentes en la Tierra desde su formación como planeta. Sin embargo, no fue hasta hace unos tres o cuatro mil años que el hombre aprendió a servirse de ellos. El petróleo, a mediados del siglo XIX, era "la maldición de Texas", hasta que se inventó el quinqué, y después los motores de explosión. En el subsuelo de Gran Bretaña y de Alemania había carbón desde la Era Terciaria; sin embargo, no se empleó intensivamente hasta la Revolución Industrial. Lo mismo sucedió con el aluminio, el uranio y muchos otros recursos naturales.

El clásico enfoque pesimista, recurrente a lo largo de la Historia, sobre el futuro de la Humanidad, niega la posibilidad de progreso sobre la base de que "todo está ya inventado y descubierto". Es la misma postura de quienes creían, a principios del siglo XX, que la oficina de patentes de Londres tendría que cerrarse, puesto que todo lo inventable estaba ya inventado. Incluso el gran economista Stanley Jevons sucumbió a la tentación del pesimismo en su obra La cuestión del carbón. Los intelectuales siempre han sentido debilidad por los cuadros tétricos acerca del futuro de la Humanidad. Malthus no es la excepción, sino, más bien, la regla. Sin embargo, Julian Simon en El último recurso ilustró muy bien el principio mengeriano que relaciona bienes económicos con conocimiento y control técnico. Por ejemplo, al discutir en relación con el petróleo, el concepto de "reservas conocidas" advirtió que estas se definen sencillamente como la cantidad total existente en las zonas que han sido estudiadas y parecen prometedoras con las técnicas de extracción actual:
Las personas, las empresas y los gobiernos contribuyen a crear reservas conocidas investigando -en áreas prometedoras- mucho antes del momento en que los pozos se van a perforar -lo suficientemente antes para permitirles preparar con tiempo las cosas, pero no tan lejos del momento de la explotación que las inversiones en los gastos de prospección dejen de obtener unos beneficios satisfactorios-. La idea fundamental aquí es que producir información acerca de las llamadas "reservas conocidas" cuesta dinero, y por esto la gente sólo creará tantas reservas conocidas como sea beneficioso crear en un momento dado. La cantidad de "reservas conocidas" en un momento dado nos dice más sobre los beneficios que se esperan de los pozos petrolíferos que sobre la cantidad de petróleo que hay en el yacimiento. Y cuanto más alto sea el costo de la exploración, tanto menor será la cantidad de reservas conocidas que es rentable crear.

Las "reservas conocidas" son como los alimentos que ponemos en nuestra despensa en casa. Almacenamos víveres suficientes para unas pocas semanas o unos días -no demasiados para que no tengamos que almacenar una cantidad tan grande que rebosaría nuestra despensa, obligándonos a un innecesario dispendio en las tiendas, y no tan pocos que no podamos salir adelante si se presenta un acontecimiento imprevisto, por ejemplo, la llegada de un huésped, o una tormenta de nieve que nos impide salir de casa-. La cantidad de alimentos de nuestra despensa dice muy poco, o no dice nada, sobre la escasez o no de alimentos de nuestro barrio, porque en principio no guarda relación con la cantidad de alimentos disponible en las tiendas de venta al por menor. Del mismo modo, el petróleo en la "despensa" -la cantidad de reservas conocidas- no nos dice nada acerca de la cantidad de petróleo que se puede obtener a largo plazo con varios costos de extracción"
Tratando de poner freno al necio catastrofismo que dominaba el mundo durante los 70 y completamente seguro de sus convicciones, Julian Simon ofreció públicamente apostar 10.000 dólares a que el precio de las materias primas no controladas por el gobierno (incluyendo el grano y el petróleo) no aumentaría a largo plazo. Podía elegirse cualquier materia prima de la que uno pensara que tuviese los días contados. En definitiva, Simon sostenía que, cualquiera que fuese la materia prima elegida, ésta sería más abundante en el futuro y, por tanto, su precio tendería a abaratarse. Si alguien aceptaba la apuesta, Simon se comprometía a pagar la diferencia en el precio, en el caso de que éste fuera superior, y viceversa, si el precio era inferior, quien debía pagar la diferencia era el adversario. Paul Ehrlich (últimamente empleado entre otras ocupaciones en asesorar a Al Gore), autor de Population Bomb (1968) -donde se pronosticaba que antes del año 2000, 65 millones de estadounidenses perecerían de inanición y para quien la única solución a la escasez era controlar la natalidad por medio de programas masivos de esterilización obligatoria-, y quien había mantenido agrias polémicas con Simon a raíz de la publicación de sus libros catastrofistas, aceptó la apuesta, aunque en menor cuantía. Ehrlich y sus amigos escogieron cinco metales: cromo, cobre, níquel, estaño y tungsteno. Luego, sobre el papel, compraron doscientos dólares cada uno, para una apuesta total de mil dólares, tomando como índice los precios del 29 de septiembre de 1980 y estableciendo un periodo de diez años, hasta el 29 de septiembre de 1990.

Simon tenía razones para el optimismo: las reservas de estaño habían aumentado entre 1950 y 1970 de 6 millones a 6,5 millones de toneladas. En el mismo periodo, las reservas de plomo se habían doblado, las de petróleo quintuplicado y las de hierro se multiplicaron por doce. Pues bien, entre 1980 y 1990, la población mundial había crecido en más de 800 millones de personas, el mayor aumento en una década en toda la historia de la Humanidad. Pero en septiembre de 1990, el precio de todos y cada uno de los metales seleccionados por Ehrlich, incluso teniendo en cuenta la inflación, había bajado y, en algunos casos, se había desplomado. En promedio, las cinco materias primas se habían abaratado un 38,2%. Por ejemplo, el estaño, que habían comprado a 200$ la libra, había bajado a 56$ en 1990. Ehrlich pagó 576$ a Simon, y en la BBC, dijo "Fue una apuesta excelente. Resultó que nosotros perdimos. Puedes perder haciendo una apuesta excelente". Y en otra entrevista afirmó: "la apuesta no significa nada. Julian Simon es como el tipo que se lanza desde el rascacielos Empire State y comenta lo fantásticas que son las cosas mientras pasa por el décimo piso. Yo sigo pensando que el precio de esos metales subirá finalmente [...] No me cabe la menor duda de que en algún momento del próximo siglo el alimento será tan escaso que los precios van a ser altos incluso en los Estados Unidos". Curiosamente Ehrlich y sus partidarios se negaron siempre a la invitación de Simon a repetir duplicada una apuesta "tan excelente".

Mientras tanto, Ehrlich y su mujer -incorregibles- publicaron otro panfleto catastrofista, The Population Explosion, en el que predecían que "el número de seres humanos está en rumbo de colisión con vastas hambrunas". Eso sí Ehrlich y los ecologistas desistieron de apostar su dinero de nuevo por el "agotamiento de los recursos naturales".

Esta apuesta y sus resultados ilustran las enseñanzas de Menger, esto es, que el valor e importancia que se atribuye a los bienes depende de las necesidades que puedan satisfacer, lo que, a su vez, está en función de nuestro conocimiento de la relación causal que existe entre el bien y la satisfacción de nuestra necesidad, así como de nuestra capacidad para controlarlo y servirnos de él. Es, pues, el ser humano el que crea los recursos naturales, y su ritmo de creación y administración viene determinado por el número de necesidades que pueden satisfacer, expresado en los precios del mercado. La naturaleza se limita a ofrecer las posibilidades de crearlos, en forma de elementos químicos y energía, en todas sus manifestaciones conocidas y por conocer. Por tanto, aun cuando el petróleo u otras materias primas acabaran agotándose un día (muy lejano, antes sus precios subirán lo suficiente como para hacer rentables nuevas formas de extracción, explotación y empleo más eficaces), el hombre podría convertir -aplicando su inteligencia y su esfuerzo- la materia en "recursos naturales". Apenas hemos empezado a descubrir la composición y propiedades íntimas de la materia, pero ya sabemos lo suficiente como para aventurar que con materia, energía y los conocimientos adecuados puede lograrse casi cualquier cosa. La naturaleza nos aporta materia y energía en cantidades prácticamente ilimitadas. Por ejemplo, una sola tormenta eléctrica desata más energía que la que los seres humanos pueden producir en un año por métodos convencionales. Lo mismo puede decirse de la energía manifestada en las mareas oceánicas, de la que proporciona diariamente el Sol, de la presente en la actividad volcánica, la que se obtiene de la fusión de dos átomos de hidrógeno, de la contenida en los tornados, ciclones y huracanes, etc. Si bien se mira, lo único verdaderamente escaso es el factor humano, la inteligencia aplicada a convertir lo que hoy son fenómenos incontrolables de la naturaleza en fuentes de energía y recursos productivos.

No obstante, la inteligencia y esfuerzo humanos sólo pueden florecer en un ámbito donde exista libertad para producir, intercambiar e investigar nuevas formas más eficaces de satisfacer nuestras necesidades. Y tanto la teoría como la experiencia han demostrado que ese ámbito sólo puede proporcionarlo el capitalismo o economía de mercado, el único sistema que permite armonizar los intereses de todos los individuos y que rompe el maleficio que tanto se complacen en airear los enemigos de la libertad: "el progreso de unos implica el empobrecimiento de otros". Es precisamente cuando se aplican las medidas de control propuestas por los ecologistas cuando sobreviene la parálisis del crecimiento y las hambrunas.

El mito del deterioro del medio ambiente

Otro de los grandes "argumentos" que lanzan los ecologistas en contra de la industrialización y el progreso es el progresivo deterioro de las condiciones medioambientales, esto es, la contaminación de los terrenos, las aguas y el aire, el efecto invernadero y el adelgazamiento de la capa de ozono; lo que provoca, según dicen, la multiplicación de las enfermedades y, en especial, los casos de cáncer. La solución a estos males es siempre la misma: renunciar a la ciencia y al progreso, detener la industrialización y regresar a la feliz edad dorada en la que el hombre vivía en paz y armonía con la naturaleza.

En realidad si se tiene en cuenta que todo el objetivo de la acción productiva del ser humano es, precisamente, dotarse de un medio ambiente cada vez menos hostil y más agradable, es bastante absurdo sostener que el medio ambiente cada vez se degrada más. Esto es obvio si advertimos que el mundo no se compone de otra cosa que elementos naturales que nunca se destruyen y que la acción del hombre tiene por objeto reordenarlos en forma tal que hagan posible la mejor satisfacción de sus necesidades de vida y desarrollo.

Fruto exclusivo de la acción productiva del ser humano, la esperanza de vida -la medida de salud colectiva más fiable- no ha hecho más que aumentar desde la Revolución Industrial de modo impresionante. No ha sido por la "amiga Tierra", ni tampoco por casualidad. En el lapso de 100 años, desde 1900, (supuestamente la época de la historia en la que más "contaminación" se ha producido) la esperanza de vida ha aumentado desde los 48 años de edad hasta los 75 actuales. Hoy día el cáncer está entre las principales causas de muerte, debido a que merced a las posibilidades que ofrece la civilización industrial, la mortalidad infantil ha disminuido drásticamente, igual que lo han hecho las muertes por enfermedades infecciosas que no hace mucho tiempo eran mortales, como la tuberculosis, la meningitis, el tifus, la viruela, la neumonía, el cólera, etc. Hoy, la gente muere de enfermedades asociadas a la vejez y el deterioro natural del organismo, como son el cáncer y las afecciones cardiorrespiratorias. Lo que nadie va a evitar de momento es que la gente se muera de algo. Lo importante es cuánto se vive y en qué condiciones.

En cuanto a la calidad del agua que bebemos, quién puede discutir hoy que un vaso de agua del grifo en una de nuestras modernas ciudades entraña menos peligros para la salud que el agua que bebían nuestros tatarabuelos. Cuando se evoca la imagen idílica de los bellos ríos y lagos de aguas cristalinas, se olvida que esa agua no era potable, y que en muchas ocasiones, la malaria era endémica. Paradójicamente, cuando se producen inundaciones (por causas naturales) el principal problema suele ser el abastecimiento de agua potable.

En cuanto a la calidad del aire, a medida que el desarrollo económico ha solucionado los problemas más perentorios (el alojamiento, la alimentación y el vestido) y que se han ido descubriendo métodos de producción más eficaces y menos contaminantes, el anhelo por disfrutar de un aire más limpio y de un entorno más agradable se ha convertido en prioridad.

La contaminación de un río, o la menor calidad puntual del aire que se respira es una cuestión de prioridades. Del mismo modo que nos empezamos a preocupar por nuestra ducha diaria cuando tenemos asegurado el alimento, el vestido, y el alojamiento; la absoluta pureza de algún aspecto puntual del medio ambiente, con ser deseable, no es ni puede ser precisamente la máxima prioridad. Cuánta contaminación estamos dispuestos a soportar, y quién debe correr con los costes puede ser adecuadamente resuelto con una buena definición de los derechos de propiedad, en el caso de las aguas, y mediante una legislación razonable basada en criterios científicos, en el caso del aire.

La mala fe de los líderes ecologistas

Como decíamos al principio, el movimiento ecologista es la última trinchera de los enemigos del capitalismo y la civilización. Como los comunistas, los ecologistas son enemigos del progreso y bienestar humanos. Para los comunistas de hoy día, una vez demostrado que sólo el mercado puede traer la abundancia, la igualdad en la miseria es preferible a la diversidad en la abundancia, por imperativo "moral", aunque su disfraz sea la intención de "mejorar" las condiciones de la Humanidad por medio de la ingeniería social. Para los ecologistas, el valor supremo es la intangibilidad de la madre Tierra. Y su disfraz, la amenaza de catástrofes ecológicas que diezmarían la población mundial. Su enemigo común es el capitalismo, o como ellos lo denominan, la globalización, para unos porque produce "desigualdades", y para los otros porque "explota" y "mancilla" la Tierra.

Tanto unos como otros, comparten la máxima leninista: "El fin justifica los medios". Pertenecen a esa clase de individuos megalómanos que no se sienten felices si no tienen en sus manos el control de las vidas de sus semejantes. La Tierra es "su" jardín, y no quieren que otros extraños lo "ensucien" y les priven de su pacífica y armoniosa contemplación. Como buenos totalitarios, sus principales armas son el terror y la mentira. Por ejemplo, Schneider, de quien antes hemos hablado, cree que el movimiento ecologista, para conseguir sus fines, debe
...obtener una amplia base de apoyo, cautivar la imaginación de las gentes. Ello exige, por supuesto, una gran dosis de cobertura mediática. Y para ello, debemos pintar escenarios aterradores, con frases concisas y dramáticas, sin mencionar apenas cualquier duda que pudiéramos tener. No hay forma de resolver este ‘dilema moral’ con el que frecuentemente nos topamos. Cada uno de nosotros tiene que decidir por sí mismo cuál es el equilibrio adecuado entre la eficacia y la honestidad.
Para Ehrlich, en su Population Bomb, las personas no son más que ratas que se reproducen descontroladamente y que hay que exterminar
Un cáncer es una multiplicación descontrolada de células; la explosión demográfica es una multiplicación descontrolada de personas. Tratar únicamente los síntomas del cáncer puede hacer que la víctima se sienta más cómoda al principio, pero acaba por morir -a menudo, de forma horrible. Un sino similar le espera a un mundo con una explosión demográfica si sólo los síntomas son tratados. Debemos redirigir nuestros esfuerzos, del tratamiento de los síntomas a cortar el cáncer de raíz. La operación exigirá muchas decisiones aparentemente brutales y despiadadas. Puede que el dolor sea intenso. Pero el mal se encuentra en un estado tan avanzado que sólo con cirugía radical tiene el paciente la posibilidad de sobrevivir.
Y como "remedio", propone controles de natalidad al estilo de China:
Así y todo, a aquellos que dicen que el gobierno no debe nunca inmiscuirse en asuntos tan privados como el número de hijos que una pareja produce, puede que les espere una sorpresa desagradable. No hay ningún ‘derecho’ sagrado a tener hijos. El argumento de que el tamaño de la familia es asunto de Dios y no asunto del gobierno será presentado sin duda -de la misma manera que fue presentado en contra de la prohibición de la poligamia. Sin embargo, el gobierno le dice a cada cual cuántos maridos o esposas puede tener y te mete en la cárcel si te pasas de la raya.
No hay que olvidar que Ehrlich es el asesor de Al Gore en temas medioambientales.

Aunque tampoco faltan quienes expresan con todo desembarazo su odio por el género humano y el "derecho" de la "madre Tierra" a vengarse del hombre por haberla "esclavizado". Por ejemplo, Bill McKibben en The End of Nature cita con agrado una loa de John Muir a los cocodrilos:
Honorables representantes de los grandes y antiguos saurios que poblaron la Tierra, ojalá disfrutéis por muchos siglos entre los nenúfares de vuestras cacerías, benditos seáis ahora y siempre con un buen pedazo de carne humana aterrorizada en la boca como golosina
Y el biólogo David M. Graber, del National Park Service de Estados Unidos, llama a los virus para castigar la osadía humana por "comer del árbol de la ciencia" y pretender superar el estadio animal:
Ni la felicidad humana, ni ciertamente su fecundidad, son tan importantes como un planeta salvaje. Sé que los científicos sociales me recuerdan que la gente es parte de la naturaleza, pero eso no es verdad. En algún lugar de la línea evolutiva -hace un millón de años, o quizá quinientos mil- incumplimos el contrato [con la naturaleza] y nos convertimos en un cáncer. Somos una plaga para nosotros mismos y para la Tierra.

Es cósmicamente improbable que el mundo desarrollado opte por acabar con su orgía de consumo de combustibles fósiles, y que el Tercer Mundo detenga su suicida devastación del paisaje. Hasta el momento en que el homo sapiens decida reintegrarse a la naturaleza, algunos de nosotros sólo podemos esperar que aparezca el virus adecuado.
Aunque ellos también son seres humanos, su enajenación los ha deshumanizado. Reniegan de su especie. Son células cancerosas dentro del cuerpo social, que se han desnaturalizado y constituyen un serio peligro para la supervivencia de la Humanidad. En nuestra mano está neutralizarlos siguiendo el consejo de George Reisman:
Existen pocas cosas más absurdas y peligrosas que seguir los consejos sobre cómo mejorar el bienestar y la vida del ser humano de quienes quieren vernos muertos y nos consideran un cáncer.